La
forma social en la que vivimos es económica y materialista, es la capitalista. Es relativamente
nueva y, si tenemos la percepción de que es una “mala” forma de
sociedad, ello no debería significar que necesariamente demos por
“buenas” otras formas sociales anteriores, como el esclavismo o
el feudalismo. El capitalismo tiene su origen en una forma de
trabajo, la asalariada, por la que unos individuos venden a otros el
tiempo de sus vidas dedicado a producir “cosas” que acaban
perteneciendo a esos “otros”, con los que establecen una relación
de dependencia al cederles el poder de determinar sus vidas, la
propiedad de sus vidas. El capitalismo es, pues, una forma de
sociedad fundamentada en esa relación de dominio de unas vidas sobre
otras, es nuestra forma social actual, globalmente extendida hasta
ser considerada la forma “normal” de la sociedad contemporánea.
Crean
esta forma social -y son capitalistas por tanto- aquellos individuos
que asumen como propio el principio de dominación que sustenta el
trabajo asalariado. Cuando se utilice despectivamente el término
“capitalista”, deberíamos tener en cuenta que nos estamos
refiriendo a sólo una pequeña minoría, sólo a la parte dominante,
sin duda la más beneficiada en esa relación. Pero conviene recordar
que esa parte pequeña no podría existir sin el consentimiento de la
mayoría asalariada que asume como algo “natural” la venta de
sus vidas a esa parte minoritaria de la sociedad, sin cuestionar la
naturaleza esclavista del sistema, reduciendo su aspiración a que la esclavitud sea bien remunerada y, además,
lo sea de la forma más “educada” posible, evitando la mala
imagen que arrastra la esclavitud desde siempre, su primitivismo y
brutalidad.
Hubo
un individuo de nombre Karl Marx, que desde la posición moderna de
su tiempo, “racional” y “científica”, con la misma
neutralidad que atribuimos a los ángeles del cielo, observó el
funcionamiento de esa nueva forma de economía/sociedad capitalista
que acababa de nacer; la estudió y describió minuciosamente,
analíticamente, en todos (?) sus componentes y mecanismos de
reproducción, creando el método de análisis del capitalismo que
conocemos como materialismo histórico o marxismo. Ese método no
sólo mantiene hoy su vigencia, sino que ha sido integrado por la
sociedad capitalista como uno de sus libros sagrados.
Vista
desde la altura de los cielos, la sociedad humana y su funcionamiento
pudiera parecer motivada exclusivamente por su aspecto material, lo
único visible a esa distancia. Vista de cerca, en su cotidianeidad y
a ras de suelo, la visión de la vida humana, como de la naturaleza
toda, aparece como una realidad mucho más compleja, mucho más
difícil y alejada de la simplificación que supone reducir las
motivaciones que mueven el comportamiento individual y las
relaciones entre humanos y de éstos con el medio natural, a sólo a
lo visible desde las alturas: una masa de vidas individuales que para
sobrevivir se ven forzadas a luchar entre sí, en una disputa
permanente por la supervivencia, lo que lleva a la acumulación de
bienes, que convierte la abundancia en escasez.
El
propio conocimiento científico, sustentado en la curiosidad propia
de la especie humana, genera una dinámica de indagación, de
búsqueda constante en su intento de comprender cuanto existe y en
ese intento ha podido constatar recientemente (provisionalmente por
tanto), que incluso las formas menos evolucionadas de la vida, en sus
estrategias de supervivencia y reproducción, desarrollan formas
cooperativas a escala de especie, que suponen la existencia de un
conjunto de relaciones que se manifiestan como resultado de un
principio “acordado” por los individuos de la especie, que sólo
se deja ver en sus efectos materiales, pero cuya existencia misma es
inmaterial y, por tanto, invisible. El pensamiento materialista es
producto concreto -e histórico, sí- de una época, la Modernidad,
de un momento en la evolución de la sociedad humana en la que las
élites piensan la sociedad “científicamente”, estableciendo
“para siempre” un método de conocimiento que entra en
contradicción con su propio principio de provisionalidad. La
Posmodernidad no es sino una mala solución a ese error de principio,
que no se solventa con usar anteojos “relativos”, con los que la
imagen depende de la graduación y color de la lente utilizada en
cada momento, atendiendo al interés particular de quien mira.
Estamos
en el epílogo de la Modernidad, significante del agotamiento y
decadencia de la ideología reduccionista, exclusivamente
materialista, que ignora todo lo que no es visible para no parecer
religiosa. A pesar de ello, el pensamiento posmoderno se ha instalado
entre nosotros con vocación de permanencia, incluso de eternidad,
dados sus “buenos” resultados para quienes lo promueven; bajo el pretexto de contradecir a
la Modernidad, ha logrado afianzar sus mismos principios, su
materialismo histórico, compartido por sus dos facciones
ideológicas, liberalismo y marxismo, ahora en posmoderna versión
“neo”: neoliberalismo y neomarxismo, neomodernidad al cabo. Así,
ambas ideologías están indisolublemente emparentadas por parejas
contradicciones, por su paralelo estancamiento y decadencia pero,
sobre todo, por la fuerza de los hechos, que se van desvelando
contrarios a su propia, científica e histórica “razón”. Quien
a historia mata a historia muere.
Liberalismo
y marxismo ya no son sólo teorías que intentan una interpretación
coherente de la realidad; hoy, casi tres siglos después, son
“hechos” consumados que están certificando una relación de
cosanguineidad que ha afectado a cada miembro y al conjunto del
cuerpo social, provocándole una enfermedad crónica que camufla su
nombre malsonante, “capitalismo”, bajo la apariencia de
“progreso”. Como sucede con cualquier otra enfermedad, sólo
puede tener conciencia de ella quien la padece, nunca la tendrá el
agente nocivo causante de la misma. El capitalismo ha encontrado una
solución “natural” para ese sufrimiento, consiste en que los
enfermos lo sientan como “normal” si ven que no existe otra
alternativa al capitalismo...y es cierto, no existe: hay que crearla.
Entonces,
¿cuál es el milagro que ha hecho posible la expansión y triunfo
del capitalismo?...a primera vista parece que fuera el dinero, esa
misteriosa transmutación de la materia y la vida toda en moneda, una
poderosa y contradictoria abstracción, algo perfectamente
inmaterial, que logra ser percibida como única posibilidad de
supervivencia individual, tanto por la clase trabajadora como por la
clase parasitaria. Sin embargo, como ya dijera en 1969 Fredy
Perlman, en “La reproducción de la vida cotidiana”: “el
Capital no es ni una fuerza natural ni un monstruo artificial creado
en algún momento del pasado y que domina la vida humana desde
entonces. El poder del Capital no reside en el dinero, ya que el
dinero es una convención social, que no tiene más “poder” que
el que los seres humanos se disponen a otorgarle; cuando
los seres humanos se niegan a vender su
trabajo, el dinero no puede realizar ni la tarea más simple, porque
el dinero no “trabaja”.
El marxismo aportó su sólida argumentación materialista, que con
su base “científica” y “progresista/desarrollista” acabó
siendo funcional al “filosófico” proyecto liberal. Pasados esos
casi tres siglos de oposición colaborativa, el proyecto dominante es
neoliberal, no del todo liberal, pero mínimamente socialista, sin que
haya cesado su paradójica relación de afinidad, que hoy continúa
con una renovación (neo/posmoderna) de sus respectivas etiquetas.
Interpreto esta renovación como la última posibilidad de mantener
esa paradójica alianza y su híbrido producto, la sociedad
capitalista/desarrollista/progresista, ora en versión
privada-liberal, ora estatal-socialista. Tengo el convencimiento de
que esta época es el último tramo de su camino, su última
oportunidad para seguir imponiendo su materialista “razón” de
Progreso, pero lo tengo a sabiendas de que lo intentará perpetuar
aunque sea a riesgo de destruir la naturaleza e, incluso, a riesgo de
su propia autodestrucción.
Su “neo” es sólo estratégico. De su fracasada estrategia del
“estado del bienestar” ha pasado a la del mercado de la
diversidad identitaria, al que llaman “multiculturalidad”, que
esconde la homogeneidad de pensamiento/mercado único bajo una
multiplicidad de estilos de vida que, aunque sea parcialmente,
satisfacen la ansiedad identitaria/consumista de la clientela, lo que
hubiera sido imposible sin el previo saqueo y apropiación de los
bienes comunes universales y sin el vaciado sistemático del
principio de comunidad/fraternidad (1) constituyente de la
individualidad humana y constituyente del “acuerdo” de la especie
al que me refería al comienzo de este escrito.
La vida misma, convertida en mercancía, es estudiada mediante
técnicas de mercado, marketing, para segmentarla en identidades
grupales sobrepuestas a la sustancial identidad comunitaria que
pudiera poner en riesgo el orden jerárquico de la sociedad
capitalista. Múltiples identidades parciales son así estimuladas:
ideologías políticas, religiosas, ecologistas, de género,
nacionalistas, animalistas, veganistas, orientalistas, que llenan ese
vacío existencial, esa pérdida de la comunidad y del sentido
(individual) de la vida.
Compitiendo por su representación
“democrática”, democráticamente atrapados en las redes de ese
nuevo mercado de la diversidad/multiculturalidad que genera “estilos
de vida” y nuevos productos, mercancias asociadas a
cada uno de esos estilos (incluidas las ideologías políticas),
contribuyendo eficazmente a retroalimentar el ciclo reproductor de la
sociedad capitalista. El marketing político es el más útil de
todos, el que ofrece al público una amplia y diversa oferta, en
un mercado electoral que funciona de forma similar al resto de
productos consumibles.
Pues bien, el “rizo” de esta estrategia le corresponde a una
emergente facción neomarxista, que de nuevo hace una excelente
descripción científica de la posmodernidad, al modo de ángeles
neutrales, como si su propia “modernidad” original no hubiera
existido, como si nada tuviera que ver con el
materialismo/desarrollismo ideológico e histórico al que ahora
llaman Progreso y Desarrollo Sostenible al modo “neo”.
Está siendo un éxito editorial un libro titulado “La trampa de la
diversidad”, subtitulado "Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora", cuyo autor es Daniel Bernabé. Es una excelente teorización del
“rizo” neomarxista al que me acabo de referir. Lo he leído
recientemente y reconozco la brillantez y efectividad de su análisis,
de su descripción de la “trampa del identitarismo”, de sus
sutiles mecanismos, de la compleja ingeniería social que lo hacen posible.
Pero en su conclusión y diagnóstico no logra encubrir su propia
trampa. Su propuesta es una vuelta a la casilla de salida, a la conciencia identitaria de clase y materialista, sin querer ver que eso es lo que nos trajo hasta aquí. Sin querer ver la fugacidad del momento histórico en que la clase trabajadora superó la visión materialista de la vida, su identidad de clase esclavizada, para sentirse no como clase sino como comunidad universal, fue el único momento en que tuvo la oportunidad de victoria. Todo lo que sigue es el relato de una continuada derrota.
Sinceramente, creo que el error no es intencionado, como tampoco
lo fuera en Karl Marx cuando escribiera su magnífico análisis
del capitalismo hace doscientos años. Sabemos por experiencia que, muchas veces, las buenas intencione,s no bastan e, incluso, acaban muy mal. Aún así, recomiendo la lectura de este libro.
No era necesario recurrir a explicaciones religiosas de la realidad,
ni esperar a que la física cuántica certificara “científicamente”
la existencia de relaciones invisibles entre la materia: la propia
experiencia humana “sabe” de esa existencia por constatación, no
por teoría. Sabemos, además, que esas relaciones no son neutras, sino que tienen
“cualidades”, que las hacen perjudiciales o beneficiosas, al menos
en el caso de la materia viva y más aún para la vida que mejor
conocemos, la humana. En el metabolismo-interacción con la
diversidad propia del medio natural, resultan culturas diversas que
afrontan su metabolismo con formas diferenciadas de organizar la
vida, pero no puede ser casualidad que todas tengan en común una
intención de comunidad. Para ello es necesaria la activación de una
voluntad, el uso de lo que llamamos libertad, inclinada hacia una u
otra cualidad de las relaciones entre humanos y con la naturaleza. En el caso de la materia inerte,
sabemos que ésta, carente de voluntad propia, navega inconsciente
por el cosmos hacia su autodestrucción, determinada por una ley
exterior que llamamos entropía. La materia viva, sin embargo, en
algún momento se rebeló contra esa ley al tener consciencia de sí
misma, cuando se hizo humana.
La intención de comunidad puede ser interpretada y resuelta en modo
diferente en cada cultura y en cada lugar, pero no puede ser
casualidad que todas las culturas conocidas hayan pensado la
comunidad como una relación de fraternidad universal, que protege de
la autoritaria y fúnebre ley de la entropía a cada individuo y al
conjunto de la especie o que al menos la frena en sus efectos
inmediatos, en lo que dura la vida, para que ésta merezca ser
vivida. De ahí nuestra resistencia a la enfermedad, a la muerte y a
toda ley externa, como la entropía, que quiera doblegar nuestra libertad, doblegar a la
vida, anulando nuestro universal “acuerdo” de fraternal
comunidad, de organización comunitaria de la vida, al modo humano, en
libre y fraternal convivencia de iguales, compartiendo igualitariamente la Tierra y el
Conocimiento.
Por eso que el sistema de dominación en el que ahora vivimos
-capitalismo- tiene los días contados, aunque fueran muchos y se nos hagan muy largos. Su superación es sólo
cuestión de tiempo: el que tardemos en darnos cuenta y nos pongamos
a ello.
La rebelión de la vida contra la entropía/capitalismo
continúa.
(1) Una banda de asesinos pueden asociarse en comunidad. La
fraternidad universal es necesariamente la forma propia de la sociedad humana. Para lo que estamos tratando no nos vale cualquier forma de comunidad...ni
racista, nacionalista, sexual o clasista...ninguna
comunidad parcial y reduccionista, sólo la fraternal y universal comunidad humana. Las identidades individuales forman parte de la conflictividad natural que se deriva de la convivencia, pero la identidad de clase NO, porque no es una identidad natural, al igual que el capitalismo no es nuestra forma natural de organizarnos socialmente.