jueves, 16 de agosto de 2018

¿QUIÉN ES HOY EL SUJETO REVOLUCIONARIO?




En la modernidad, todas las revoluciones “emancipadoras” han acabado en derrotas. Y la revolución burguesa, hegemónica desde hace tres siglos, está en plena decadencia y descomposición.  Entonces, ¿puede ser sólo casualidad que todas esas revoluciones conocidas tengan en común un mismo pensamiento heterónomo/jerárquico y materialista/desarrollista, además de un mismo menosprecio por la ética?




El cristianismo primitivo fue un movimiento popular, ético y político, levantado contra el imperio romano, contra su esclavismo y corrupción generalizada. Esa revolución fue la que más se aproximó al ideal de democracia, muy por encima de la democracia griega, tan utilizada como modelo. Y eso sucedió sólo mientras la iglesia fue "iglesia", es decir, asamblea de iguales; y antes de que se convirtiera en la institución de poder jerárquico que fuera fundada en el primer Concilio, el de Nicea (siglo IV). Y aún así, hasta el siglo XI puede afirmarse que tanto el cenobitismo (monacato) cristiano, como la autoorganización comunal de buena parte del campesinado europeo, resultaron ser la experiencia histórica en la que, aunque limitada en el caso de Iberia al norte penínsular (liberado primero del imperio romano y luego del imperio musulmán), más cerca estuvieron individuos y comunidades de vivir autónomamente, con relativa autonomía y democracia. Pero no lo lograron, cometieron un grandísimo error que sólo ahora, con la distancia, podemos apreciar: pactaron con las monarquías emergentes y soportaron la jerarquía de las nuevas clases parasitarias (señorial y eclesiástica), colaborando con esa sumisión al surgimiento de los nuevos estados, del Leviatán de la Modernidad que las generaciones actuales hemos recibido en herencia y que aún soportamos. Sólo pudieron ser relativamente libres y autónomos en ausencia o debilidad del Estado...pero éste se estaba recomponiendo tras la caída de Roma y luego del Islam, y lo estaba haciendo, además, con la colaboración, por activa y por pasiva, de la clase explotada, a la que las élites por entonces dominantes ya llamaban (y aún siguen llamando) despectivamente “el Pueblo”.



Pero no sólo fue aquí, en este rincón peninsular del occidente europeo, donde se daban esas circunstancias que propiciaban la existencia de comunidades autoorganizadas en ausencia de los estados fuertes que hoy conocemos, sucedió también en otras partes del mundo y aún aquí mismo tuvieron una prolongación -eso sí, decadente- hasta mediados del siglo XIX, como nos recuerda P. García Olivo en un reciente artículo titulado ¿Caminos cortados, dirección obligatoria?”:



...A partir de la segunda mitad del siglo XIX, se fueron cortando los caminos. Era hermoso, por diverso, el panorama del mundo hasta esas fechas. En su belleza había, por supuesto, una enorme mancha de horror, determinada por el Capitalismo. Pero en América Latina, en África, en Asia, en Oceanía, en rincones de Europa, distintas formaciones sociales conservaban aún la posibilidad de avanzar históricamente por vías propias, por sendas desconocidas o, al menos, diferentes.


Contra esa posibilidad se maquinó, ya en el siglo XX, la añagaza del “desarrollo”… Lo señaló I. Illich y lo recuerda hoy G. Esteva: no había países “subdesarrollados”, sino regiones que seguían otras lógicas y otros procesos de desenvolvimiento en lo temporal. Las potencias del Norte, y particularmente EEUU, no escatimaron medios para convencerlos, no obstante, de que su “discrepancia” era “insuficiencia”, su “diversidad” era “defecto”, y de que todo su “problema” radicaba en que, por la Dirección Única de la Historia, corrían por detrás y más despacio que los llamados “Estados desarrollados”, ese terrible y temible Primer Mundo. Sería casi un deber de consciencia, una obligación ética, para los países ricos del planeta, “ayudar” a los más pobres a “desarrollarse” y, de ese modo, lograr que se asemejaran paulatinamente, en su iniquidad, a los Estados dominantes…

Y en el siglo XX se terminaron de cortar los caminos… El “sistema de aldeas” del África Negra (esas llamadas “anarquías organizadas” o “pueblos sin gobernantes”), del que no tuvieron más remedio que dar cuenta antropólogos de muy distinto signo ideológico, desde M. Fortes y E.E. Evans Pritchard hasta H. Barclay, J. Middleton y D. Tait, fue abatido sin más por el imperialismo europeo: la magia de la igualdad y de la libertad que se respiraba entre los Igbo, Birom, Angas, Idoma, Ekoy, Ndembe, Tiv, Shona, Lodogea, Lowihi, Bobo, Dogón, Konkomba, Birifor, Bate, Kissi, Dan, Logoli, Gagu, Kru, Mano, Bassa, Grebo, Kwanko, Tallensi, Mamprusi, Kusaasi, Nuer, etc., casi 200 millones de personas, en evaluación de S. Mbah y E. Igariwey, sucumbió ante la lógica de unos Estados capitalistas en expansión que ansiaban fuentes de energía, materias primas, ocasiones para el “intercambio desigual” (manufacturas a cambio de recursos estratégicos), campos para la inversión de capitales, mercados para sus productos y masas laborales que explotar. “El imperialismo, fase superior del capitalismo”, de V. Lenin, es un texto temprano que pone el dedo en la llaga, aún con su sometimiento a la teleología productivista”.



A la altura de nuestro actual conocimiento histórico podemos afirmar un juicio nada temerario: en Europa sólo estuvimos realmente cerca de vivir en democracia durante esos siglos altomedievales y en ese largo epílogo de decadencia comunal que se prolongara hasta mediados del XIX, y sólo sucedió en una pequeña parte de Europa, pero ni entonces ni nunca llegamos a vivir en verdaderas democracias, sencillamente porque ello es imposible en presencia de las poderosas estructuras de dominación que son los estados modernos, reforzadas por el capìtalismo. La democracia integral es, pues, un regimen político desconocido para la humanidad, sigue siendo un proyecto inédito de sociedad libre y convivencial.



Individuos y comunidades fuimos y seguimos siendo productos del sistema de poder de las élites dominantes. Todavía no hemos sido capaces de autoconstruirnos, ni individual ni comunitariamente, por voluntad propia, todavía nuestras vidas individuales y colectivas están determinadas por poderes exteriores a nosotros mismos. 
 

¿Tenemos, pues, que volver la mirada a aquel cristianismo primitivo y revolucionario?, ¿a aquellas sociedades “indígenas” autoorganizadas, previas al proceso colonizador estatal-capitalista?, ¿es ese el modelo de la revolución hoy necesaria, en el siglo XXI? ... pienso que no. En todo caso pueden ser fuente de inspiración, pero definitivamente no son un modelo a seguir a estas alturas de la experiencia  y del conocimiento humano acumulado durante el transcurso de los últimos siglos.



Hoy no podemos obviar que todo pensamiento religioso es esencialmente heterónomo, significante de una sumisa creencia de ficción, que conlleva la aceptación de poderes externos, extraterrestres y absolutos, que deciden por nosotros, usurpándonos la esencia que nos constituye como seres humanos, arrasando nuestra libertad junto con la carga de responsabilidad que ésta acarrea. Definitivamente, el pensamiento religioso le abre el paso a otros poderes más terrestres pero igualmente totalitarios. Es destructor de la individualidad consciente, anulador del sentido perfectivo de la vida humana, de su virtuosidad o excelencia y, a la postre, destructor de toda forma de comunidad convivencial, de toda sociedad realmente democrática. Pero negando el modo religioso estoy  negando sólo la parte, no el todo, la espiritualidad.  No estoy negando la ética o moralidad, la dimensión inmaterial de las relaciones entre humanos y de éstos con el resto de la Naturaleza, no niego la trascendencia de las mismas, de sus consecuencias y la responsabilidad que éstas conllevan.



El pensamiento socialista, como el comunista, en origen son pensamientos entroncados en la misma cultura religiosa y occidental, aunque su dimensión histórica sea universal...y eso tampoco es casualidad, porque la sustancia común de ambas variables es profundamente religiosa y específicamente cristiana, por mucho que ello les rechine a quienes hacen profesión de esas ideologías. Sólo el amor al prójimo, sustancia moral del cristianismo originario, puede sustentar su común y universal ideal de igualdad, común y subyacente en amabas ideologías políticas. ¿De dónde, si no, su idea de la justicia y de la solidaridad universal?, ¿por qué tendríamos, si no, que aspirar a una sociedad fraternal, si no es por amor al prójimo?



Y sin embargo, el error de esos pensamientos, el que explica su fracaso histórico, es precisamente su praxis religiosa, su esencial heteronomía. De su concreción histórica en sistemas políticos ha resultado una contradicción insalvable entre su religioso materialismo (la misma adoración por la mercancía que la del capitalismo) y su heterónomo proyecto de organización de la sociedad, guiada ésta por una conciencia de clase (la proletaria), depositada en una vanguardia iluminada (el Partido/Estado), que en todas sus experiencias históricas ha demostrado con creces ser aniquiladora de toda libertad individual y comunitaria y, por tanto, absolutamente incompatible con el ideal de democracia.



La revolución hoy necesaria sólo puede situarse en las antípodas del pensamiento heterónomo, sólo puede fundamentarse en la autonomía plena del individuo y de las comunidades (pueblos) en las que se desarrollan las vidas humanas. Sólo puede tener una visión integral de la existencia humana, no puede ser reformista y parcial, no puede ser sólo individual ni sólo colectiva, ni sólo política o sólo económica, sólo puede ser holística, ética y material, individual y colectiva, social y política, local y universal...una revolución integral.


La revolución hoy necesaria tiene que superar la contradicción entre bien particular y bien común. Y eso sólo podrá ser a partir de un pacto universal y prepolítico, de finalidad convivencial, que comprometa a cada comunidad humana con el respeto por la libertad individual y a cada individuo con el respeto por la comunidad de los bienes comunes y universales, los de la naturaleza y los del conocimiento humano. La ética implícita en el proyecto de democracia plena, conlleva la comunalidad de los bienes universales y es, a mi entender, la materia prima y sustancial de ese Pacto.



La revolución tiene así un sujeto radicalmente nuevo, un individuo desclasado por voluntad propia, radicalmente contrario a toda organización clasista de la sociedad. Ni burguesías ni proletariados. Ese nuevo sujeto revolucionario es el Común, un individuo libre y responsable por sí mismo, un igual entre iguales, constructor de comunidades convivenciales, libres y autónomas por voluntad propia. Sin ese individuo la revolución es imposible, no puede haber comunidad, no puede haber democracia. Sin ese individuo ético y comunitario, el sistema de dominación estatal-capitalista se reproduce y perpetúa sin solución de continuidad.



Hoy el sujeto revolucionario es simultáneamente individual y colectivo, es cada individuo que por sí mismo adquiere conciencia de su propia responsabilidad-libertad, que por propia iniciativa decide rebelarse junto con sus iguales contra las estructuras de poder totalitario que aniquilan tanto la individualidad como la comunidad. Es cada individuo que por imperativo ético, se construye a sí mismo y es constructor de la comunidad convivencial (democracia) de la que forma parte, compartiendo comunalmente los bienes universales -la tierra y el conocimiento- y produciendo a partir de éstos, con su trabajo personal y comunitario, los bienes necesarios al mantenimiento y reproducción de la comunidad.



Ese nuevo sujeto revolucionario ya no encaja en el esquema organizativo tradicional de las instituciones burguesas dominantes -partidos, sindicatos, etc- su sitio está con sus iguales, en paralelo, al margen y en contra de las instituciones estatal-capitalistas, autoorganizados en ajuntamientos comunales, constructores de comunidades realmente soberanas y democráticas, cuya finalidad estratégica pasa necesariamente por superar y disolver las estructuras de la dominación, estatal-capitalistas.

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