En la modernidad, todas
las revoluciones “emancipadoras”
han acabado en derrotas.
Y la
revolución burguesa, hegemónica
desde hace tres siglos,
está en plena decadencia y
descomposición. Entonces,
¿puede
ser sólo casualidad
que todas esas
revoluciones conocidas tengan
en común un mismo pensamiento heterónomo/jerárquico y materialista/desarrollista, además de un mismo menosprecio por la ética?
El
cristianismo primitivo fue un movimiento popular, ético
y
político,
levantado
contra
el imperio romano, contra su esclavismo y corrupción generalizada.
Esa
revolución fue
la que más se aproximó al ideal de democracia, muy
por encima de la democracia griega, tan utilizada como modelo. Y
eso
sucedió sólo mientras
la iglesia fue "iglesia",
es
decir, asamblea
de iguales; y
antes
de que se convirtiera en la
institución de
poder jerárquico
que
fuera fundada
en el primer Concilio, el de Nicea (siglo IV). Y
aún
así, hasta el siglo XI puede
afirmarse
que tanto el cenobitismo (monacato) cristiano, como la
autoorganización comunal de
buena parte del campesinado europeo,
resultaron ser la experiencia histórica en
la que,
aunque
limitada en
el caso de Iberia al
norte penínsular
(liberado
primero del imperio romano y luego del imperio musulmán),
más
cerca estuvieron
individuos y comunidades de
vivir
autónomamente, con relativa autonomía y democracia. Pero no lo lograron,
cometieron
un
grandísimo error que sólo ahora, con la distancia, podemos
apreciar:
pactaron con las monarquías emergentes y soportaron la jerarquía de
las nuevas clases parasitarias (señorial y eclesiástica),
colaborando con esa sumisión al surgimiento de los nuevos estados,
del
Leviatán
de la Modernidad que
las generaciones actuales hemos recibido en herencia y que aún
soportamos. Sólo pudieron
ser relativamente
libres
y autónomos en ausencia o
debilidad del
Estado...pero éste
se estaba recomponiendo tras la caída de Roma y luego
del
Islam, y lo estaba haciendo, además, con la colaboración, por activa
y por pasiva, de la clase explotada, a la que las élites por
entonces dominantes
ya
llamaban
(y
aún siguen llamando) despectivamente “el Pueblo”.
Pero
no sólo fue aquí, en este rincón peninsular del occidente europeo,
donde se daban esas circunstancias que propiciaban la existencia de
comunidades autoorganizadas
en ausencia de los estados fuertes
que hoy conocemos, sucedió
también en otras partes del mundo y aún aquí mismo tuvieron una
prolongación -eso
sí, decadente-
hasta mediados del siglo XIX, como nos recuerda P. García Olivo en
un reciente artículo titulado “¿Caminos
cortados, dirección obligatoria?”:
“...A
partir de la segunda mitad del siglo XIX, se fueron cortando los
caminos. Era hermoso, por diverso, el panorama del mundo hasta esas
fechas. En su belleza había, por supuesto, una enorme mancha de
horror, determinada por el Capitalismo. Pero en América Latina, en
África, en Asia, en Oceanía, en rincones de Europa, distintas
formaciones sociales conservaban aún la posibilidad de avanzar
históricamente por vías propias, por sendas desconocidas o, al
menos, diferentes.
Contra
esa posibilidad se maquinó, ya en el siglo XX, la añagaza del
“desarrollo”… Lo señaló I. Illich y lo recuerda hoy G.
Esteva: no había países “subdesarrollados”, sino regiones que
seguían otras lógicas y otros procesos de desenvolvimiento en lo
temporal. Las potencias del Norte, y particularmente EEUU, no
escatimaron medios para convencerlos, no obstante, de que su
“discrepancia” era “insuficiencia”, su “diversidad” era
“defecto”, y de que todo su “problema” radicaba en que, por
la Dirección Única de la Historia, corrían por detrás y más
despacio que los llamados “Estados desarrollados”, ese terrible y
temible Primer Mundo. Sería casi un deber de consciencia, una
obligación ética, para los países ricos del planeta, “ayudar”
a los más pobres a “desarrollarse” y, de ese modo, lograr que se
asemejaran paulatinamente, en su iniquidad, a los Estados dominantes…
Y
en el siglo XX se terminaron de cortar los caminos… El “sistema
de aldeas” del África Negra (esas llamadas “anarquías
organizadas” o “pueblos sin gobernantes”), del que no tuvieron
más remedio que dar cuenta antropólogos de muy distinto signo
ideológico, desde M. Fortes y E.E. Evans Pritchard hasta H. Barclay,
J. Middleton y D. Tait, fue abatido sin más por el imperialismo
europeo: la magia de la igualdad y de la libertad que se respiraba
entre los Igbo, Birom, Angas, Idoma, Ekoy, Ndembe, Tiv, Shona,
Lodogea, Lowihi, Bobo, Dogón, Konkomba, Birifor, Bate, Kissi, Dan,
Logoli, Gagu, Kru, Mano, Bassa, Grebo, Kwanko, Tallensi, Mamprusi,
Kusaasi, Nuer, etc., casi 200 millones de personas, en evaluación de
S. Mbah y E. Igariwey, sucumbió ante la lógica de unos Estados
capitalistas en expansión que ansiaban fuentes de energía, materias
primas, ocasiones para el “intercambio desigual” (manufacturas a
cambio de recursos estratégicos), campos para la inversión de
capitales, mercados para sus productos y masas laborales que
explotar. “El imperialismo, fase superior del capitalismo”, de V.
Lenin, es un texto temprano que pone el dedo en la llaga, aún con su
sometimiento a la teleología productivista”.
A
la altura de nuestro actual conocimiento histórico podemos afirmar
un juicio nada temerario: en Europa sólo estuvimos realmente cerca
de vivir en democracia durante esos siglos altomedievales y en ese
largo epílogo de decadencia comunal que se prolongara hasta mediados
del XIX, y sólo sucedió en una pequeña parte de Europa, pero ni
entonces ni nunca llegamos a vivir en verdaderas democracias,
sencillamente porque ello es imposible en presencia de las poderosas
estructuras de dominación que son los estados modernos, reforzadas
por el capìtalismo. La democracia integral es, pues, un regimen
político desconocido para la humanidad, sigue siendo un proyecto
inédito de sociedad libre y convivencial.
Individuos
y comunidades fuimos y seguimos siendo productos del sistema de poder
de las élites dominantes. Todavía no hemos sido capaces de
autoconstruirnos, ni individual ni comunitariamente, por voluntad
propia, todavía nuestras vidas individuales y colectivas están
determinadas por poderes exteriores a nosotros mismos.
¿Tenemos,
pues, que volver la mirada a aquel cristianismo primitivo y
revolucionario?, ¿a aquellas sociedades “indígenas”
autoorganizadas, previas al proceso colonizador estatal-capitalista?,
¿es ese el modelo de la revolución hoy necesaria, en el siglo XXI?
... pienso que no. En todo caso pueden ser fuente de inspiración,
pero definitivamente no son un modelo a seguir a estas alturas de la
experiencia y del conocimiento humano acumulado durante el transcurso
de los últimos siglos.
Hoy
no podemos obviar que todo pensamiento religioso es esencialmente
heterónomo, significante de una sumisa creencia de
ficción, que conlleva la aceptación de poderes externos,
extraterrestres y absolutos, que deciden por nosotros, usurpándonos
la esencia que nos constituye como seres humanos, arrasando nuestra
libertad junto con la carga de responsabilidad que ésta acarrea.
Definitivamente, el pensamiento religioso le abre el paso a otros
poderes más terrestres pero igualmente totalitarios. Es destructor
de la individualidad consciente, anulador del sentido perfectivo de
la vida humana, de su virtuosidad o excelencia y, a la postre,
destructor de toda forma de comunidad convivencial, de toda sociedad
realmente democrática. Pero negando el modo religioso estoy negando sólo la parte, no el todo, la espiritualidad. No
estoy negando la ética o moralidad, la dimensión inmaterial de las
relaciones entre humanos y de éstos con el resto de la Naturaleza, no niego la
trascendencia de las mismas, de sus consecuencias y la
responsabilidad que éstas conllevan.
El
pensamiento socialista, como el comunista, en origen son pensamientos
entroncados en la misma cultura religiosa y occidental, aunque su dimensión histórica sea
universal...y eso tampoco es casualidad, porque la sustancia común de ambas
variables es profundamente religiosa y específicamente cristiana,
por mucho que ello les rechine a quienes hacen profesión de esas
ideologías. Sólo el amor al prójimo, sustancia moral del
cristianismo originario, puede sustentar su común y universal ideal
de igualdad, común y subyacente en amabas ideologías políticas. ¿De dónde,
si no, su idea de la justicia y de la solidaridad universal?, ¿por
qué tendríamos, si no, que aspirar a una sociedad fraternal, si no
es por amor al prójimo?
Y
sin embargo, el error de esos pensamientos, el que explica su fracaso histórico, es precisamente su praxis religiosa, su esencial
heteronomía. De su concreción histórica en sistemas políticos ha
resultado una contradicción insalvable entre su religioso
materialismo (la misma adoración por la mercancía que la del
capitalismo) y su heterónomo proyecto de organización de la
sociedad, guiada ésta por una conciencia de clase (la proletaria),
depositada en una vanguardia iluminada (el Partido/Estado), que en
todas sus experiencias históricas ha demostrado con creces ser
aniquiladora de toda libertad individual y comunitaria y, por tanto,
absolutamente incompatible con el ideal de democracia.
La
revolución hoy necesaria sólo puede situarse en las antípodas del
pensamiento heterónomo, sólo puede fundamentarse en la autonomía
plena del individuo y de las comunidades (pueblos) en las que se
desarrollan las vidas humanas. Sólo puede tener una visión integral
de la existencia humana, no puede ser reformista y parcial, no puede
ser sólo individual ni sólo colectiva, ni sólo política o sólo
económica, sólo puede ser holística, ética y material, individual
y colectiva, social y política, local y universal...una revolución
integral.
La
revolución hoy necesaria tiene que superar la contradicción entre
bien particular y bien común. Y eso sólo podrá ser a partir de un
pacto universal y prepolítico, de finalidad convivencial, que
comprometa a cada comunidad humana con el respeto por la libertad
individual y a cada individuo con el respeto por la comunidad de los
bienes comunes y universales, los de la naturaleza y los del
conocimiento humano. La ética implícita en el proyecto de
democracia plena, conlleva la comunalidad de los bienes
universales y es, a mi entender, la materia prima y sustancial de ese
Pacto.
La
revolución tiene así un sujeto radicalmente nuevo, un individuo
desclasado por voluntad propia, radicalmente contrario a toda
organización clasista de la sociedad. Ni burguesías ni
proletariados. Ese nuevo sujeto revolucionario es el Común, un
individuo libre y responsable por sí mismo, un igual entre iguales,
constructor de comunidades convivenciales, libres y autónomas por
voluntad propia. Sin ese individuo la revolución es imposible, no
puede haber comunidad, no puede haber democracia. Sin ese individuo
ético y comunitario, el sistema de dominación estatal-capitalista
se reproduce y perpetúa sin solución de continuidad.
Hoy
el sujeto revolucionario es simultáneamente individual y colectivo,
es cada individuo que por sí mismo adquiere conciencia de su propia
responsabilidad-libertad, que por propia iniciativa decide rebelarse
junto con sus iguales contra las estructuras de poder totalitario que
aniquilan tanto la individualidad como la comunidad. Es cada
individuo que por imperativo ético, se construye a sí mismo y es
constructor de la comunidad convivencial (democracia) de la que forma
parte, compartiendo comunalmente los bienes universales -la tierra y
el conocimiento- y produciendo a partir de éstos, con su trabajo personal y comunitario,
los bienes necesarios al mantenimiento y reproducción de la comunidad.
Ese
nuevo sujeto revolucionario ya no encaja en el esquema organizativo
tradicional de las instituciones burguesas dominantes -partidos,
sindicatos, etc- su sitio está con sus iguales, en paralelo, al
margen y en contra de las instituciones estatal-capitalistas,
autoorganizados en ajuntamientos comunales, constructores de
comunidades realmente soberanas y democráticas, cuya finalidad estratégica pasa
necesariamente por superar y disolver las estructuras de la
dominación, estatal-capitalistas.
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