“El
Espectáculo puede dejar de hablar de algo durante tres días y es
como si ese algo no existiese. Habla de cualquier cosa y es esa otra
cosa la que existe a partir de entonces. Como puede verse, sus
consecuencias son inmensas”
(Guy Debord, Comentarios sobre la
sociedad del espectáculo, 1988)
No
puedo evitarlo, me pasa cada vez que escucho una conferencia y cada
vez que leo un libro que trata de historia. Puedo
entender
el deslumbramiento del público
ante la erudición académica
y
no me extraña
el
ensimismamiento de los especialistas ante
su poder de
“producir” la verdad histórica. Y
sin embargo, no puedo dejar de advertir, casi siempre, una constante
y notable pereza intelectual en esas conferencias y libros, casi
siempre
hábilmente disimulada
tras
una conveniente
abundancia
de referencias documentales,
pretenciosamente autolegitimada sobre lo
que a mí me parece una pobre
concepción del método científico aplicado
a la “ciencia” histórica.
¿Cómo
puede llegar a ser tan respetado por el público
un método tan escasamente
científico,
unas
interpretaciones
tan
parciales
y limitadas
acerca
del
acontecer histórico,
tan reducionistas
e
ideologizadas
que ignoran
por
completo la
existencia de
los pueblos, de
la gente,
de
esos
“otros”
siempre
ocultos e
ignorados;
ellos,
los
que
desde siempre vienen alimentando
y construyendo
el
mundo con su trabajo de cada día? ¿Cómo
puede ser considerado tan serio, tan
riguroso y
tan científico un
conocimiento que ignora
la
existencia de
la mayoría de individuos
y
sociedades que
poblaron
y siguen
poblando
nuestro
mundo?
Sólo
cabe sospechar
que
esas
conferencias y libros tienen por
finalidad la
elaboración
de una
mercancía
“cultural”,
funcional
al
interés
de la clase gobernante
de cada momento histórico...
un
relato que
casi
siempre acaba
reduciendo
la
Historia
a
una
cronológica
sucesión
de batallas, casamientos reales,
intrigas palaciegas y
eclesiásticas…
un reportaje “amarillo” no muy diferente a
los de
las revistas de peluquería de
hoy en día, si
no fuera
por
un
uso formal y más cuidado
de los
datos y el
lenguaje, si
no fuera por el adorno y protocolo que
suele predominar en
los
ambientes “cultos y educados” en los que son
presentados.
No deberíamos olvidar que esa clase dominante, la que manda y paga por escribir “su” Historia, se forjó colonizando violentamente las tierras del mundo conocido hasta expropiarlas por completo a los pueblos que en ellas vivían. Eso también es historia, la mayor parte de la historia. Y tanto han perfeccionado su histórico método “científico” las clases gobernantes, que han llegado a colonizar también las mentes, fabricando una Memoria global a su imagen, semejanza y exclusiva conveniencia.
Aún así, intuyo que algo -todavía muy poco- hoy está cambiando. Tiene que suceder, no puede durar tanto un conocimiento tan sesgado, una ciencia tan chapuza. Como sentenciaba Guy Debord: “se creía que la Historia había aparecido en Grecia con la democracia. Puede comprobarse que desaparece del mundo con ella. Sin embargo, a esta lista de triunfos del Poder hay que añadir un resultado para él negativo: un Estado en cuya gestión se instala de forma duradera un gran déficit de conocimientos históricos no puede ser conducido estratégicamente” ...por fuerza tiene que acabar mal, muy mal, como ya nos está anunciando el tiempo presente.
Fukuyama
triunfó con
su tesis: como lucha de ideologías, la
Historia
se ha
terminado.
Según
este apostólico profeta del capitalismo, estaríamos
en un mundo final,
en
el que la
Historia ya
no es necesaria porque logró su objetivo cuando
la
democracia liberal (otra
falacia)
se impuso
definitivamente
tras
el fin de la Guerra Fría.
Fukuyama no vino sino a reforzar una sospecha que yo creo bien fundada: que la Historia Única, como el pensamiento único, es una patraña.
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