Me apresuro a añadir que la
innovación y la expansión no son un fin en sí mismas. La única
razón para este ajetreo es un mayor placer de vivir (Nicholas
Georgescu-Roegen)
1
Para
la mayoría de los economistas de última generación, el nombre de
Nicholas
Georgescu-Roegen
les
dirá más bien poco. El
pasado
año 2021 se cumplió
el cincuenta aniversario de la publicación de su principal obra, La
ley de la entropía y el proceso económico,
un libro en el que el autor analiza el proceso económico desde el
punto de vista de la segunda ley de la termodinámica, esto es, como
un proceso que articula mecanismos que llevan a productos y
materiales de baja entropía a otros de alta entropía, como los
residuos. La obra, que cabalga entre la economía y la física,
supuso un importante hito en la construcción de la denominada
economía ecológica, y hasta el reconocido Paul
Samuelson,
premio nobel de economía sólo un año después, declaró
que “pocos
economistas podrán sentirse cómodos tras haber leído este libro”.
Destinado
a realizar una enmienda a la totalidad a la ciencia
económica, el
libro
fue
completamente ignorando por sus colegas de profesión, salvo algún
aislado
comentario
elogioso. Su
mensaje es
la toma en consideración de los procesos físicos que acompañan al
crecimiento económico: a
mayor crecimiento, mayor entropía generada y menos recursos con baja
entropía para ser utilizados en el futuro.
Georgescu-Roegen realizó
una revisión en profundidad de la naturaleza científica de la
economía, vinculando sus principios a las ciencias “duras”, como
la física, la química o la biología. De esta manera, su aportación
es considerada una pieza fundamental para entender la economía
ecológica, corriente que ha tenido un recorrido mucho más fecundo
en el ámbito de la ecología que en el de la economía. Ni
su especialización matemática, ni el rigor cuantitativo de su
aproximación, evitó
su marginación
en el debate económico.
El
carácter académico de su obra quedó definitivamente dañado cuando
en 1981 un joven propagandista proveniente de la revolución
contracultural norteamericana “ejecutó” una vulgarización de
su pensamiento en uno de sus primeros best seller: “Entropía,
una nueva visión del mundo”.
Este
propagandista era Jeremy
Rifkin,
el
ideólogo de la “Tercera Revolución Industrial”, inspirador y
asesor de las políticas que a día de hoy nos son presentadas por la
Unión Europea y el Foro Económico Mundial en
un
“paquete”, el
de la Gran Transición Energética y
el Green
New Deal o
Pacto
Verde “para
combatir el Cambio Climático”,
junto
a
la
Agenda
2030 adoptada
en 2015 por la
Asamblea General de la ONU para el Desarrollo Sostenible, presentado
como
plan de acción “a
favor de las personas, el planeta y la prosperidad, para
fortalecer la paz universal y el acceso a la
justicia”.
Esta
nueva
estrategia está
destinada a regir
los programas de desarrollo mundiales durante los próximos años y
al
adoptarla los Estados se comprometieron a movilizar los medios
necesarios para su implementación mediante alianzas centradas
especialmente en las necesidades “de
los más pobres y vulnerables”.
Pues
bien, tras
estas
declaraciones
de buenas intenciones y de sus bonitas palabras, hay quienes
percibimos
realidades
bien distintas y contradictorias (eso
sí, bien envueltas),
que
los hechos ya están desvelando,
por
encima
de la aceleración
introducida en medio de una pandemia
que está
siendo aprovechada para justificar la oportunidad de los grandes
cambios anunciados.
La
pugna
geopolítica que hoy vemos desplegarse en conflictos energéticos, a
resolver mediante diplomacia
armada,
no debieran distraernos del cambio radical que han experimentado las
estrategias de los dos capitalismos salientes de la Segunda
Guerra
Mundial,
cuando ambos modelos han evolucionado desde
entonces hasta
confluir en un modelo único,
que
se iniciara
a
partir de
la descomposición de la URSS y
cuyo
referente es hoy el híbrido modelo de la República Popular de
China, en camino de convertirse, si no lo es ya, en la primera
potencia económica del mundo y líder indiscutible de la tercera
revolución industrial. La
única revolución hoy en marcha es
de signo inequívocamente capitalista. No ver que el capitalismo
conocido por las presentes generaciones ha
llegado a su límite y
que está virando radicalmente en esa
nueva dirección
a
la que apunta todo ese “paquete” de la Transición Energética,
del Pacto Verde y de la Agenda 2030, no
verlo supone
una
sublime
distracción, que
resulta perfectamente
funcional a las estrategias
desplegadas por este neocapitalismo
“verde
y revolucionario”.
Esta
economía es negacionista de la Entropía. Incluso
me
atrevo a afirmar que la ecuación entrópica de esta economía
neocapitalista
“no
cuadra” si no es también transhumanista y eugenista.
2
Un
estudio de la revista Nature
reveló
que, por
primera vez en la historia,
en 2020 la masa de lo fabricado por la humanidad superó en peso a la
masa de los seres vivos. Por
esta razón, algunos científicos sugieren que hemos entrado en el
antropoceno,
una nueva era geológica marcada por el impacto de la
especie humana en la Naturaleza.
El concepto "antropoceno" —del griego anthropos,
que
significa humano, y kainos,
que
significa nuevo— fue popularizado en el año 2000 por el químico
neerlandés Paul Crutzen, Premio
Nobel de química en 1995:
“Estaba
en una conferencia y alguien dijo algo sobre el holoceno. De repente,
pensé que ese término era incorrecto. El mundo había cambiado
demasiado. No, dije, estamos en el Antropoceno”.
Solo
la masa
de plásticos existente
en el planeta ya duplica la masa de todos los animales terrestres y
acuáticos. Y
la masa antropogénica (edificios, coches, ropa, botellas,
electrodomésticos,
muebles, etc.),
en
1900 era de 35 gigatones, es decir, el 3 % de su peso actual. Desde
entonces, este tipo de masa se ha duplicado
hasta
alcanzar en
la actualidad un incremento anual de 30 gigatones, lo que equivale a
una
producción, cada
semana,
de una
masa
antropogénica equivalente al peso de
cada individuo
humano.
Es
más que sorprendente que por el paradigma científco dominante el
Antropoceno
sea atribuido, de
forma genérica e indiscriminada,
a los efectos negativos del excesivo consumo humano de recursos
naturales, mientras que la ley de
la
Entropía
concebida
por Nicholas
Georgescu-Roegen es
considerada
“poco
científica”
precisamente por su perspectiva
humana
o
antrópica. Sin
duda que ello es debido a un interés extracientífico, que más
tiene que ver con el beneficio capitalista que con una auténtica
ciencia económica.
3
Las propuestas metodológicas
aportadas por Nicholas Georgescu-Roegen en su obra “La
ley de la Entropía y el proceso
económico” suponen una seria ruptura
epistemológica respecto de la “ciencia normal” que han venido
haciendo los economistas. Suponen una concluyente aportación a la
filosofía y la historia de la ciencia aplicada a la economía,
ayudan a comprender y relativizar los fundamentos de la ciencia
económica establecida y, sobre todo, replantean la posibilidad de
gestionar los problemas ecológicos de nuestro tiempo trascendiendo
el universo del valor en el que permanecía estancada la economía
desde Adam Smith, ampliando su objeto hacia otros campos del
conocimiento y, especialmente, hacia esa “economía de la física”
que es la termodinámica. Lo que Nicholas Georgescu propone es un
auténtico “cambio de paradigma” al impugnar no solo la “función
de utilidad” de la teoría económica dominante, sino también la
propia “función de producción” generalmente asumida por los
economistas, que la situaban a salvo de toda crítica.
Sin disponer del conocimiento
económico especializado y sin manejar el argot académico-científico,
como es mi caso, resulta difícil comprender (y más aún explicar)
una ley como la de la Entropía, ausente del curriculum escolar y
que, en el mejor de los casos, acaba siendo definida mediante una
simplificación excesiva, algo así como: “el universo se
desmenuza y tiende al desorden y el caos, aunque se
conserve la energía”. Pero se
evita por todos los medios explicar sus consecuencias en la economía
y especialmente en el sistema económico capitalista, precisamente
fundamentado en la producción
de alta entropía.
La mente humana puede comprender
con claridad un fenómeno físico únicamente si puede representarlo
por medio de un modelo mecánico, por lo que no es sorprendente que
desde que apareciera en escena la termodinámica, los físicos
dirigiesen sus esfuerzos a reducir los fenómenos calóricos a
locomoción, con resultado de una nueva termodinámica conocida por
el nombre de “mecánica estadística”. En un
intento de explicar el significado del término, se han utilizado
analogías, como el barajar de naipes o el batido de huevos. Mediante
una analogía más llamativa, se ha comparado el proceso entrópico
con la total devastación de una biblioteca por una turba
desenfrenada, nada se destruye (Primera Ley de la Termodinámica),
pero todo se dispersa a los cuatro vientos. En consecuencia, de
acuerdo con la nueva interpretación, la degradación del universo es
incluso más extensa que la contemplada por la termodinámica
clásica: abarca no solamente la energía sino también las
estructuras materiales. Los físicos, cuando lo expresan en términos
no técnicos, dicen: en la Naturaleza, hay una tendencia
constante a que el orden se convierta en desorden.
Por tanto, el desorden aumenta
continuamente, el universo tiende así al caos y dentro de este marco
teórico, es natural que la Entropía tenga que volverse a definir
como medición del grado de desorden. Ahora bien, el desorden es un
concepto muy relativo, si no totalmente inexacto: algo se
encuentra en desorden sólo con respecto a algún propósito: un
montón de libros, por ejemplo, puede estar en perfecto orden para
los vendedores de una librería, pero no para el departamento de
catalogación de una biblioteca. La idea de desorden surge en
nuestras mentes cada vez que encontramos un orden que no satisface el
propósito específico que tenemos en ese momento.
4
Un aspecto de la agitada historia
de la termodinámica parece haber pasado totalmente desapercibido, se
trata del hecho de que la termodinámica nació gracias a un cambio
revolucionario sobrevenido en el panorama científico a comienzos del
pasado siglo XIX,. Fue en esa época cuando los hombres de ciencia
dejaron de preocuparse casi exclusivamente por las cuestiones
celestes y prestaron también su atención a algunos problemas
terrenales. Los puristas sostienen que la termodinámica no
constituye un capítulo legítimo de la Física, dicen que debe
acatar el dogma de que las leyes de la Naturaleza son
independientes de la propia esencia humana, mientras que la
termodinámica tiene un regusto a antropomorfismo, lo que es
incuestionable, mientras que la idea de que los humanos podamos
pensar la Naturaleza en términos no antropomórficos es una
insuperable contradicción.
La afinidad entre economía y
termodinámica es más profunda de lo que pueda parecer a primera
vista. Si el objetivo primario de la actividad económica es la
conservación y reproducción de la especie humana, ésto exige la
satisfacción de algunas necesidades básicas que, en cualquier caso,
se encuentran sujetas a evolución. El bienestar casi fabuloso, sin
hablar del lujo extravagante, alcanzado por muchas sociedades pasadas
y presentes, nos ha llevado a olvidar el hecho más elemental de la
vida económica, que entre todas las cosas necesarias para la vida
únicamente las puramente biológicas son absolutamente
indispensables para la supervivencia. Los pobres no han podido
olvidarlo y como la vida biológica se alimenta de baja entropía,
nos encontramos con la primera indicación importante de la relación
existente entre baja entropía y valor económico. Esta cuestión
está relacionada con la jerarquía de necesidades: actualmente, lo
que se encuentra siempre en el foco de atención de un individuo
medio contemporáneo no es lo vitalmente más importante, antes bien,
se trata precisamente de las necesidades menos urgentes. Una
observación casual demuestra que toda nuestra vida económica se
alimenta de baja entropía, es decir, de telas, madera, porcelana,
cobre, etc., todas las cuales son estructurás extraordinariamente
ordenadas. Este descubrimiento no debería sorprendernos, porque es
la consecuencia natural del hecho de que la termodinámica se
desarrollara a partir de un problema económico y, por lo tanto, no
pudo evitar definir el orden de forma que se pudiese distinguir
entre, pongamos por caso, un trozo de cobre electrolítico —que nos
es útil— y las mismas moléculas de cobre cuando se
encuentran esparcidas de tal modo que no nos resultan de utilidad
alguna. Podemos tomar entonces como hecho que la baja entropía es
una condición necesaria para que una cosa sea útil.
La utilidad en sí misma no es
aceptada como causa de valor económico, ni siquiera por los
economistas refinados que no confunden el valor económico con el
precio. Es la termodinámica la que explica por qué las cosas que
son útiles tienen también un valor económico, que no ha de
confundirse con el precio. Así, por ejemplo, la tierra, aún cuando
no se pueda consumir, deriva su valor económico del hecho cierto de
que constituye la única red con la que podemos captar la forma de
baja entropía más vital para nosotros. Otras cosas son escasas en
un sentido que no es aplicable a la tierra, primero porque la
cantidad de baja entropía decrece, y segundo porque no podemos
utilizar más que una sola vez una cantidad dada de baja entropía.
Los pueblos de las estepas
asiáticas no se habrían visto obligados a embarcarse en la Gran
Migración por el agotamiento de los elementos fertilizantes en los
pastizales. Historiadores y antropólogos podrían ofrecer otros
ejemplos de la relación entre entropía y emigración. La
termodinámica clásica explica por qué no podemos utilizar dos
veces la misma cantidad de energía libre, valga como ejemplo el
carbón, que se convierte en cenizas en sentido que va del pasado
hacia el futuro, según la flecha del tiempo que explicara Ilya
Prigogine.
La popular máxima económica “no
se puede conseguir nada a cambio de nada” debería reemplazarse
por “no se puede conseguir nada si no es a un coste mayor en
términos de baja entropía”. Esto es lo que no son capaces de
entender los economistas que son negacionistas de la directa relación
existente entre economía y entropía. La mayoría de los economistas
no han prestado atención a la ley de la Entropía, que entre todas
las leyes físicas, es la más económica. La literatura sobre el
desarrollo económico demuestra que la mayoría de los economistas
profesa una creencia que equivale a pensar que el proceso económico
puede proseguir, incluso crecer, sin estar continuamente alimentado
con baja entropía, lo que es evidente tanto en las propuestas de
política económica como en los trabajos analíticos, pues
únicamente tal creencia puede llevar a la negación del fenómeno de
la superpoblación, a la reciente moda de que la simple educación de
las masas es un curalotodo o a argumentar que todo lo que un país
ha de hacer para estimular su economía es trasladar su actividad
económica a líneas más productivas. No puede uno por menos de
preguntarse entonces por qué España se toma la molestia de formar
trabajadores especializados sólo para exportarlos a otros países de
Europa Occidental.
Un claro síntoma de tal
desenfoque es la práctica general consistente en representar el
lado material del proceso económico a través de un sistema cerrado,
es decir, de un modelo matemático en el que se ignora por completo
la continua entrada de baja entropía del entorno. Pero incluso este
síntoma de la economía moderna estuvo precedido por otro mucho más
habitual: la noción de que el proceso económico es totalmente
circular. Términos como flujo circular se han acuñado con el
fin de adaptar la jerga económica a este punto de vista. No se
necesita más que hojear un manual corriente para encontrarse el
diagrama típico con el que se trata de inculcar en la mente del
estudiante la circularidad del proceso económico. La epistemología
mecanicista a la que se ha aferrado la economía analítica desde su
mismo origen, es la única responsable de la concepción del proceso
económico como sistema cerrado o como flujo circular. Ninguna otra
concepción podría quedar más lejos de una interpretación correcta
de los hechos; aunque se tomase en consideración la faceta física
del proceso económico, este proceso no es circular sino
unidireccional, porque el proceso económico consiste en una
transformación continua de baja entropía en alta entropía, es
decir, en desecho, en contaminación.
Desde un punto de vista puramente
físico, el proceso económico es entrópico: no crea ni consume
materia o energía, sino que solamente trasforma la baja entropía en
alta entropía. Pero si el conjunto del proceso físico del entorno
material es igualmente entrópico. ¿qué distingue entonces el
primer proceso del segundo? Las diferencias son dos, ambas fáciles
de establecer. Primera: el proceso entrópico del entorno material es
automático, en el sentido de que prosigue por sí mismo aún sin
intervención humana. Segunda: el proceso económico, por el
contrario, depende de la actividad de los seres humanos que
seleccionan y dirigen la baja entropía del entorno. Mientras que en
el entorno material no hay más que reorganización, en el proceso
económico hay también una actividad humana seleccionadora.
Por consiguiente, en la producción
de más alta entropía, es decir, en la producción de desechos, el
proceso económico es más eficiente que la reordenación
automática, lo que nos lleva a preguntarnos ¿cuál podría ser,
entonces, la razón de ser del proceso económico?, sin que hallemos
otra respuesta que “la verdadera solución del proceso económico
no es un flujo de salida de desechos, sino el placer de vivir”.
Aquí esta la diferencia entre este proceso y el avance entrópico
del entorno material. Sin reconocer este hecho, sin introducir el
concepto de placer de vivir en nuestro bagage analítico, no
estaremos en el mundo económico real, ni podremos descubrir la
verdadera fuente de valor económico, que no es sino el valor que la
vida tiene para cada individuo portador de vida.
No podemos llegar a una
descripción inteligible del proceso económico mientras nos
limitemos a conceptos puramente físicos. Sin los conceptos de
actividad intencional y placer de vivir no podemos
concebir la economía en modo humano. La baja entropía es una
condición necesaria para que una cosa tenga valor, pero no es
condición suficiente. La relación entre valor económico y baja
entropía es del mismo tipo que la que existe entre precio y valor
económico, aunque nada podría tener precio sin tener valor
económico. Las cosas pueden tener valor económico y, sin embargo,
no tener precio. A efectos de establecer un paralelismo, basta
mencionar el caso de las setas venenosas que, a pesar de contener
baja entropía, no tienen valor económico. Ciertamente, el proceso
económico es entrópico en cada una de sus fibras, pero las sendas
por las que discurre se trazan en virtud de la categoría de utilidad
para la especie humana y, por consiguiente, sería completamente
erróneo igualar el proceso económico a un vasto sistema
termodinámico, pretendiendo que pueda ser descrito por ecuaciones
basadas en las de la termodinámica, que no permitan establecer
discriminación alguna entre el valor económico de una seta
comestible y el de una venenosa. El valor económico distingue entre
el calor producido por la combustión de carbón, o de gas, o de
madera, en una chimenea. No afecta a la tesis fundamental: la
esencia básica del proceso económico es entrópica y la Ley de la
Entropía rige en grado sumo este proceso y su evolución.
Si tuviéramos que establecer el
balance del valor sobre la base de estas entradas y salidas,
llegaríamos a la conclusión absurda de que el valor del flujo de
baja entropía, del que depende el mantenimiento de la propia vida,
es igual al valor del flujo de desechos, esto es, igual a cero. La
aparente paradoja se esfuma si reconocemos el hecho de que el
verdadero “producto” del proceso económico no es un flujo
material sino un flujo psíquico, es el placer de vivir de
cada uno de los miembros de la población y es este flujo psíquico
el que constituye la noción de renta en el análisis económico.
Otro hecho elemental es que el
placer de vivir depende de tres factores, dos favorables y uno
desfavorable. El placer diario de vivir se ve aumentado por un
incremento en el flujo de bienes de consumo que se pueden consumir
diariamente, así como por un tiempo de ocio más prolongado. Por
otra parte, el placer de vivir disminuye si se han de trabajar más
horas o en una tarea más exigente. Una cuestión que actualmente
requiere un énfasis especial es la de que el efecto negativo del
trabajo sobre el placer diario de vivir no consiste solamente en una
disminución del ocio: realizar un esfuerzo manual o mental
disminuye ciertamente el ocio.
Todo lo que directa o
indirectamente ayuda al placer de vivir pertenece a la categoría de
valor económico y es preciso recordar que esta categoría no tiene
una medida en el estricto sentido del término, ni es idéntica a la
noción de precio, porque éste es solamente un reflejo localista de
los valores. Depende, en primer lugar, de que los objetos en cuestión
puedan o no ser “poseídos”, en el sentido de que su uso pueda
serle negado a algunos miembros de la colectividad. La irradiación
solar es el más valioso elemento para la vida y, sin embargo, no
puede tener precio alguno debido a que su uso no puede controlarse
como no sea a través del control de la tierra.
La concepción de la renta de Marx
está basada en el conocido principio de que nada puede tener valor
si no es debido al trabajo humano. Marx tiene razón si tomamos el
caso del primer martillo de piedra producido a partir de alguna
piedra cogida del lecho de un arroyo: ese martillo de piedra fue
producido solamente por el trabajo en base a algo fácilmente
ofrecido por la Naturaleza; pero lo que Marx pasaba por alto es que
el siguiente martillo de piedra se produjo con ayuda del primero, en
realidad a una tasa de reproducción mayor que 1:1.
En el enfoque de un empresario,
los salarios son parte de los costes de producción, pero en el
placer de vivir de un obrero no representan una contrapartida
de coste. A diferencia de lo que sucede en una economía
desarrollada, en los países superpoblados la mayor parte del ocio es
no deseado y en esta situación se viene abajo la
argumentación de la demanda de reserva, por motivos relacionados
entre sí, como bien explica Nicholas Georgescu-Roegen con este
ejemplo: si un campesino no tiene ningún uso
alternativo para los huevos con los que, contra su voluntad, se ve
obligado a regresar del mercado, no podemos hablar de una demanda de
reserva en sentido estricto; y, en segundo lugar, una
abundancia excesiva de huevos puede hacer que el precio de los mismos
se reduzca casi a cero. Ahora bien, la misma ley no es aplicable
al trabajo, porque los salarios no pueden caer por debajo de cierto
mínimo, ni siquiera aunque exista un abundante exceso de oferta de
trabajo, ni aunque en muchos sectores se use el trabajo hasta el
punto en que su productividad marginal sea cero. Por consiguiente, en
la pseudomedida del bienestar de cualquier país en el que el ocio no
es deseado, a ese ocio ha de atribuirse sencillamente un precio nulo.
El hecho de que el proceso
económico consista en una transformación continua e irreversible,
de baja en alta entropía, tiene algunas consecuencias importantes
que debieran ser evidentes para quien desee descender, aunque sea
por un momento, desde las más altas esferas, de los modelos de
desarrollo crecentistas al nivel de los hechos obvios y elementales.
Es un lugar común que los humanos tengamos que satisfacer primero
nuestras necesidades biológicas antes de dedicar tiempo y energía
a producir mercancías que satisfagan necesidades secundarias e
incluso superfluas. Sin embargo, parece que ignoramos e incluso
negamos con demasiada frecuencia la prioridad que la producción de
alimentos debe tener sobre la producción de otros bienes de consumo.
El hecho cierto es que fuimos homo agrícola antes de
convertirnos en homo faber, que
durante miles de años la agricultura fue “madre y nodriza”
de todas las demás artes, que todas las primitivas innovaciones
técnicas procedieron de la agricultura. La agricultura fue, y sigue
siendo, la nodriza de todas las demás artes por la sencilla razón
de que, si la agricultura no hubiese sido capaz de desarrollarse por
sí misma al nivel en que podía alimentar tanto a los que labraban
el suelo como a los dedicados a otras actividades, la humanidad
seguiría viviendo todavía en estado salvaje.
Así pues, todas las economías
avanzadas escalaron a lo alto de su actual desarrollo económico
sobre la amplia base de una agricultura desarrollada. Si bien es
cierto que en la actualidad unos pocos países pueden encontrar una
exclusiva fuente de desarrollo en los recursos minerales (caso de
algunos países petroleros), ésto sucede sólo porque sus recursos
pueden usarse ahora por las economías ya desarrolladas. Como resultado de la moderna
creencia de los economistas en que la industrialización es una
panacea, todo país económicamente subdesarrollado aspira a
convertirse en industrializado hasta los dientes, sin pararse a
considerar si posee o no los necesarios recursos de la Naturaleza
dentro de su propio territorio. Cuando esta cuestión es tratada en
los organismos planificadores de países conocidos por sus escasos
recursos naturales, se recurre invariablemente al caso de Japón como
justificación de sus planes de construir incluso una industria
pesada.
Ahora bien, si idealmente hubiese
capacidad de poner en práctica, de la noche a la mañana, los planes
económicos a largo plazo de cualquier país del mundo, seguro de
que al día siguiente descubriríamos que habíamos estado
planificando una inmensa capacidad productiva industrial que deberá
permanecer en gran medida ociosa, como consecuencia de los
insuficientes recursos minerales. A medida que estos planes se
realicen gradualmente en un futuro próximo, la capacidad productiva
industrial se volverá en contra. Tarde o temprano, será preciso
introducir cierta coordinación de todos los planes para evitar una
duplicación derrochadora. Tendremos que abandonar también muchas de
las ideas a las que nos aferramos actualmente en cuestiones de
desarrollo económico y sustituirlas por una más amplia perspectiva
de lo que significa el desarrollo económico en términos de
transformación entrópica.
5
La historia económica de la
humanidad no deja duda alguna acerca de esta lucha entrópica. Sin
embargo, esta lucha se encuentra sometida a ciertas leyes, algunas de
las cuales se derivan de las propiedades físicas de la materia y
otras de la propia esencia humana de nuestra especie. Para nuestra
comprensión solamente cuenta una imagen integrada de esas leyes
físicas y económicas.
Si los economistas llegaran a
comprender que la energía libre no puede usarse más que una vez,
nos habrían presentado una imagen clara del límite de los recursos
naturales disponibles en la Tierra y, por tanto, de la dimensión
real de la lucha de la humanidad por su existencia. La conclusión es
mucho más firme que la alcanzada por economistas estadísticos, como
William Stanley Jevons, en el caso del carbón: incluso con una
población constante y con un flujo constante per cápita
de recursos mineros extraidos, la dote de la humanidad se agotará en
última instancia si la carrera de la especie humana no finaliza
antes debido a otros factores. Por la misma razón, podemos
disculpar a Jevons por otra de sus afirmaciones: “por mucho que
se la explote, una granja sometida al cultivo adecuado continuará
rindiendo siempre una cosecha constante”. En una mina no hay
reproducción, una vez explotado al máximo, el mineral empezará
pronto a fallar y a descender hacia cero. Curiosamente, la misma
idea, incluso en una forma más firme, sigue gozando todavía de gran
popularidad, no sólo entre los economistas sino también entre los
agrónomos: “debidamente utilizadas y merced a su
poder de reproducción, pueden las plantas de la tierra
suministrarnos indefinidamente alimentos, madera y los restantes
productos naturales que necesitamos”. Actualmente sí
disponemos de conocimiento ya no es justificable la ignorancia, ni la
dificultad en desentrañar las diferencias fundamentales que existen
entre agricultura y minería como bases del proceso económico.
6
¿Seguiremos confiando en un
hipotético milagro tecnológico que revierta la degradación
entrópica del planeta?, ¿o es, quizá, una opción esperar a una
oportuna corrección por intervención divina?, ¿es que nadie ha
mirado la Tierra y se ha dado cuenta de que nos hemos quedado solos
en la tarea de cuidar la vida, que no existe nadie, ninguna otra
especie capaz de asumir la responsabilidad de retrasar la entropía,
de corregir el plano inclinado por el que nos deslizamos rápidamente
hacia el agotamiento de los recursos naturales, de los que depende la
reproducción de la vida de nuestra propia especie?
Quienes pensamos una economía
comunal, no sólo la justificamos por razón de justicia o
democracia, también lo hacemos con fundamento profundamente
ecológico y entrópico. Siendo, como pensamos, la Tierra y el
Conocimiento humano bienes comunales universales, debiendo por ello
estar al margen de los mercados, ¿qué sentido tendría un sistema
de producción como el capitalista, fundado en una intrínseca
necesidad de explotar el trabajo humano, de expansión y acumulación
de excedentes?, ¿qué sentido un derecho de apropiación privada
basado en un intercambio de mercancías necesariamente especulativo,
qué sentido si el trabajo es comunitario, si su finalidad es social
y equitativa, es contar con un seguro de responsabilidad civil en el
manejo ecológico de la tierra y el conocimiento, un proceso
productivo intrínsecamente sostenible, interesado en la máxima
durabilidad de los recursos naturales a fin de asegurar una
continuada disponibilidad y utilidad, para la comunidad y para cada
uno de los individuos que la integran?
Solo una economía comunal puede
hacer recaer en la comunidad y en cada individuo la responsabilidad
en el uso de la Tierra y el Conocimiento. Y aún así, no será
suficiente a futuro, si no es una economía radicalmente ecológica y
política en sentido tan científico como democrático. A diferencia
de la democracia capitalista, la democracia comunal integra la
economía, con lo que ésta deja de estar separada de lo político,
que en democracia comunal tiene obligada forma de autogobierno,
definitivamente liberado de la dictadura “científica” de una
economía negacionista, que, a mayores de otras interesadas
ignorancias, niega la ley de la Entropía contra toda evidencia
empírica que pudiera llevar a pensar que toda ciencia sólo es
respetable si considera como hipótesis la satisfacción de las
necesidades humanas y el placer de vivir que dijera Nicholas
Georgescu-Roegen hace 50 años.