Páramos de León |
En los años setenta
y ochenta yo visitaba con frecuencia el páramo leonés, donde
ayudaba en las inacabables tareas de una casa hecha a fines de
semana por Leandro, mi suegro, en su tierra, en la que él quería
acabar sus días tras muchos años de ausencias forzadas por la
necesidad de subsistir.
Para él, como para
tanta otra gente que he conocido, ir los fines de semana al páramo
era una vuelta a casa.
Poco a poco empezó
a fascinarme el lugar, aquellas parameras inmensas y deshabitadas
que parecen convocar a la desolación , donde me empezaron a pasar
cosas inauditas; como que los cantos no se desgastaban con el paso
del tiempo y la lluvia, sino que crecían y se multiplicaban; como
que un lobo surgía de la niebla y pasaba tranquilo a nuestro lado
mientras labrábamos la viña en una helada mañana; como aquel
“tomar las diez” en compañía, una jarra de clarete con unas
raspas de queso y un puñado de nueces.