Metidos hasta el cuello en plena era del Capitaloceno (1), la política (como la vida) en su “estado oficial” va de economía y sólo de economía...¿pero qué nos habíamos creído?
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De las muchas contradicciones de esta época, una de las más sobresalientes consiste en que siendo lo económico el asunto central (hasta el punto de que se ha normalizado la definición del individuo actual como homo economicus), resulta que la economía es presentada por los medios de propaganda como asunto hipercomplejo, incomprensible para ese individuo medio, cosa de expertos en definitiva. No es que no pueda ser de otra manera, no, es porque esa complejidad es deliberada, algo perfectamente intencionado.
En paralelo, obsérvese un similar mecanismo en la política. A base de atribuir al populismo la causa de todos los últimos males, la política se ha contagiado y ya es populista a uno y otro lado del campo de juego “democrático”, a izquierda y derecha, pero no lo ha hecho por vía racional sino emocional, buscando la polarización social que provocan las emociones identitarias, las que brotan de las variadas y contradictorias emociones de las masas respecto de ideas tan primarias como “la raza”, “la nación”, “el género”, “la clase social”, “la emigración”, etc. La jugada consiste en producir la opinión pública y luego esperar al reparto electoral de la cosecha entre aquellas facciones ideológicas que cuentan con medios y capacidad para “crear” esa opinión pública. Sin embargo, hay cuestiones como el crecimiento económico y el (supuesto) progreso asociado a éste, que quedan al margen de la disputa populista, es un axioma común y compartido que no entra en la agenda electoral, por lo que resulta intocable la esencia desarrollista y crecentista (neoliberal) de las economías nacionales, forma parte de un pacto no escrito entre conservadores y progresistas, por el que “capitalismo” y “economía” son sinónimos. Si además le sumamos la aureola de complejidad a la que antes aludía, se explica que la reflexión y el debate económico “en profundidad”, si llega a darse, será reducido a medios económicos especializados y al ámbito científico/académico, ambos elitistas y endémicos por naturaleza.
En los cíclicos momentos de crisis a los que ya nos tiene acostumbrados la economía capitalista, el estado de precariedad que sigue a cada crisis, hace aflorar la angustia de las mayorías ante la incertidumbre por el futuro, despertando un vago interés “popular” por la economía, que podría resumirse en esta interrogante: ¿qué hay de lo mío...qué será de mí?. En la actual crisis de la pandemia por covid-19, como respuesta oficial veo destacar dos mensajes principales, sólo aparentemente contradictorios: “el Estado no dejará que nadie se quede atrás” y “la economía va muy mal”, éste en modo subliminal. Y si fuera tan mal, ¿cómo explicar que la estadística, igualmente oficial, no pueda ocultar que en cada nueva crisis, ricos y pobres sean, respectivamente, cada vez más ricos y más pobres?
No acaba de entrarnos en la cabeza que el capitalismo es hoy una economía “macro”, financiera y global; nos lo impide nuestro modo cotidiano de vivir el capitalismo en propia carne, como economía micro y monetaria. Esa ignorancia económica nos impide entender que la microeconomía popular es muy secundaria en la marcha del capitalismo en su conjunto, “un marrón” que se le deja a cada aparato estatal y a sus capitalismos nacionales, para que lidien con el descontento de sus respectivas sociedades, con rentas básicas o como puedan. Si entendemos “bien” el mensaje de que la economía va mal -incluso muy mal- nos estaremos preparando y haciendo a la idea de que “va a ir mal para todos” y que, por tanto, no cabe sino resignarnos, esperar a que vengan mejores tiempos y reclamar al Estado que nos salve de caer en la miseria. Esta angustia impide ver que la desigualdad está alcanzando cotas de feudalismo que superan al original. Unos pocos individuos son dueños de casi todo y para los demás dejan sólo la posibilidad de pelear duro para hacerse con un lugar, por pequeño que sea, en la organización de “la pobreza colectiva”.
Suponemos que así es como funciona la economía y que no puede ser de otra manera. Imperceptiblemente, el capitalismo se ha naturalizado en nuestras vidas y ha hecho su última revolución, financiera y global: se desindustrializa donde el trabajo sale caro, la inversión se resitúa en lugares donde el trabajo sea más barato; y para extraer materias primas (minería, energía, agricultura, ganadería), ya no hace falta colonizar territorios al viejo modo militar, simplemente se compra la tierra y se practica un colonialismo mucho más suave y presentable. Todo ésto obliga a importar -de esas lejanas tierras y fábricas- la mayor parte de los productos destinados a inundar los mercados; pero qué importa si ello provoca dificultades a las economías nacionales, si la tierra y las fábricas siguen siendo “propias”, estén donde estén. Con la industria nacional en decadencia, el negocio capitalista no sólo no pierde, sino que resulta mucho más rentable, porque los Estados se endeudan hasta las cejas y se convierten en sus mejores clientes. La deuda nacional es ahora el principal nicho del Negocio. Y si en cada crisis se endeudan los Estados “para ir tirando”, por idéntica razón, la deuda será automáticamente transferida a una masa de súbditos nacionales que, “como el Estado” igualmente se hacen clientes cautivos del crédito cuando el Estado “se vea obligado” a recortar salarios, pensiones y servicios. Se redondea así un negocio seguro y casi perfecto. Así funcionan las cosas y así es cómo la ignorancia económica es interpretada como simple discrepancia, entre la economía que imaginamos y el funcionamiento real de la sociedad capitalista.
En la década de los años ochenta, el gran capital - por entonces ya concentrado en colosales corporaciones financieras - optó exitosamente por diversificar y sindicar globalmente su estrategia de Negocio. Gran parte de su dinero lo quitó de la economía real para meterlo en la economía virtual, puramente financiera o especulativa. La gente de a pie apenas nos enteramos de ese proceso (que ya tiene más de cuarenta años), porque entonces estábamos distraídos en nuestras huelgas particulares, sin ver la gran huelga del Capital recién convocada; y esta sí fue una huelga realmente subversiva y revolucionaria, que empezaba a suceder delante de nuestras propias narices.
Siguiendo ese plan, cada nueva crisis ha de ser una demolición controlada y una colosal operación de trasvase de capital, desde la gente (productores, consumidores y contribuyentes) a las élites que concentran el poder económico global, con la virtuosa intermediación de los Estados y sus capitalismos locales, que de ello esperan obtener recompensa, por pequeña que sea. Hasta ahora el plan no ha fallado y no se vislumbra razón alguna para que pueda fallar en la actual crisis. A mí no me extraña que haya quien denomine a esta crisis la de la “plandemia”, como tampoco me extraña que la propaganda oficial los meta en el saco sin fondo del “negacionismo conspiranoide”, donde todo se revuelve con tal de tapar la “lógica” económica que guía el manejo de la pandemia (y tapar, de paso, toda otra lógica, incluso la científica).
En algún sitio he leído que en los EEUU el déficit presupuestario superará este año los cuatro billones de dólares, lo que suma cuatro veces más que toda la deuda contraída durante los primeros 204 años de ese país (2). Y todavía hay quien defiende la eficiencia del sistema capitalista poniendo como ejemplo a la economía yanqui. Coincido en lo que se dice en ese articulo acerca del espectáculo al que estamos asistiendo, con el relevo conflictivo entre Donald Trump y Joe Biden. Un Trump que en su día fuera apoyado por una importante facción de los más ricos (no hay otra manera de ganar allí las elecciones), para que recortara los impuestos a las grandes fortunas, al tiempo que los gastos sociales; pero, sobre todo, para que desviara la rabia “obrera” hacia un fraudulento factor “racista”, concentrado en la inmigración. Esta exitosa estratagema sirvió para apartar la mirada pública del funcionamiento real de la economía de los más ricos, que así se libraban de la ira de las masas trabajadoras. Y no sólo eso, sino que, a mayores, la jugada ha servido para aupar al gobierno al “demócrata” Joe Biden, el popularmente conocido como “Senador Master Card”, un neoliberal con un largo e impecable historial de cinco décadas dedicadas al servicio de las élites financieras, que no han dudado en recurrir a él cuando Trump ya dejaba de serles útil. Y mientras, aquí, nuestra desorientada izquierda nacional, la misma que tanto partido le ha sacado, durante estos últimos cuatro años, a la imagen de un Trump fantoche, aplaude con las orejas la llegada del nuevo presidente, tan ultracapitalista como Trump, si no más.
Si no estuviéramos tan distraídos por la asfixiante crónica mediática de la pandemia y por la permanente trifulca con la que nos entretiene la clase política nacional, ya estaríamos viendo cómo se va confirmando y poniendo en evidencia, en EEUU como aquí, la exitosa “lógica económica” que guía el manejo político de la pandemia y su perfecta congruencia en el marco de la revolución neoliberal iniciada en los años de Reagan y la Thatcher...¡qué sublime ingenuidad la de quienes piensan que esta crisis del covid-19 significará la “inevitable y definitiva” descomposición del orden capitalista!, no podríamos cometer mayor error que dar crédito a un diagnóstico tan ilusorio. No se han enterado de que la primera potencia capitalista del mundo ya es, ¡nada menos!, que la República (popular y comunista) de la China.
Resumiendo, lo que vengo observando es que el sistema sale reforzado en cada nueva crisis y puedo decirlo porque las he vivido todas. Y las “alternativas”, las pocas que todavía subsisten (más o menos subvencionadas, como corresponde a su papel de “resistencias oficiales”), están plenamente amortizadas, por lo que el “plan” seguirá su curso hasta la próxima crisis, funcionando según lo previsto, ahora perfectamente camuflado tras la preciosa excusa que le ha regalado la pandemia, sin menospreciar la valiosa colaboración de nuestra clase política nacional, que tanto nos entretiene en parlamentos, teles y redes, con sus trifulcas por reales corruptelas, ilusorias repúblicas...o por borbones, da igual: lo que sea con tal de que la gente se distraiga.
Y, aunque haya quien deduzca derrotismo de lo dicho hasta aquí, le diré con rotundidad que es mi personal palanca para el optimismo genético que profeso sin que tenga arreglo. Le diré que no sólo es invisible la macroeconomía, que también lo es la otra economía, la micro y cotidiana, a la que llaman “informal” y que también nos pasa desapercibida, fundamentada en la ayuda mutua y en el cuidado del prójimo y de la naturaleza. Sin esta economía, la macro no se sostendría. Tengo la certeza de que ese “descubrimiento” acabará prendiendo, no tardando, en forma de revolución integral y comunal. Porque pienso que no hay otra posibilidad ni otra alternativa y que, a estas alturas de los tiempos, en la lucha por el futuro sólo quedan dos contendientes: la economía o nosotros.
Notas:
(1) Del diario La Jornada, de Méjico, extraigo la definición de “capitaloceno”, de la que es autor Víctor M. Toledo, contrapuesta a la de “antropoceno”:
“Las numerosas críticas a la idea de un antropoceno quedaron finalmente condensadas en el concepto de capitaloceno, formalmente desarrollado en el libro de Jason W. Moore (Anthropocene or Capitalocene? Nature, History and the Crisis of Capitalism, 2016), ampliamente glosado en el número 53 de la revista Ecología Política (https://bit.ly/2UmMPyd ). Moore establece en su libro que es la coacción forzada del trabajo (tanto humano como no humano), subordinada al imperativo del beneficio a cualquier precio (la acumulación ilimitada del capital), lo que provoca la ruptura del equilibrio del ecosistema planetario. No es pues la humanidad, sino una pequeñísima parte de ella la principal causante. El cambio climático no debe entonces atribuirse al mero hecho de que el planeta esté poblado por 7 mil millones, sino al reducido número de personas (uno por ciento) que controlan los medios de producción y deciden cómo se ha de usar la energía. Se trata entonces de actuar contra el capital fósil. En contraposición con lo anterior, todo el aparato del sistema opera para que los ciudadanos no reconozcan y adopten esa posición. En lenguaje diplomático: se trata de no politizar la situación. No sólo los negacionistas de la crisis ecológica y climática actúan en esa línea, sino también entidades enteras como el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), que desde 2012 impulsa con mucha fuerza la llamada economía verde, una estrategia para ocultar el papel de las corporaciones y hacer compatible el capitalismo con la ecología, o la FAO, que a regañadientes ha aceptado hasta recientemente a la agroecología y al campesinado como opción ante los sistemas destructivos agroindustriales, que es la vía capitalista en la agricultura. En el ocultamiento antropogénico participan también científicos conservadores.../... En suma, hoy resulta cada vez más difícil negar que vivimos inmersos en una nueva era geológica, que más que antropoceno debe llamarse capitaloceno, y que debemos salir de ella lo más rápido posible, antes de que el destino nos rebase".
(2) Acabo de comprobar que lo leí en un artículo de Robert Freeman, publicado recientemente en “Common Dreams” y reproducido en El Salto:
“Durante 204 años, tras pagar los costes de la Revolución de las Trece Colonias, la guerra de 1812, la guerra civil, la construcción del continente, la lucha en la Primera Guerra Mundial, tras sobrevivir a la Gran Depresión, luchar y vencer en la Segunda Guerra Mundial y ganar la mayor parte de la Guerra Fría, el país solo había tenido que pedir prestado un billón de dólares. Después, durante los siguiente doce años, años de paz y prosperidad, esa deuda se cuadruplicó hasta llegar a los cuatro billones de dólares. Esos déficits y esa deuda benefician a los muy ricos porque son ellos los que los financian, los que prestan el dinero al Gobierno a un alto interés, que éste tiene que pedir prestado, porque no puede pagar las facturas de los impuestos que no está ingresando. Como pasó con la desindustrialización de la economía, éste era precisamente el plan: beneficiar a la gente más rica del mundo.
Hoy,
el sueldo medio de un trabajador, con el ajuste de impuestos y la
inflación, es el mismo que en los años setenta. Para que la
comparación quede clara, los ingresos medios en China se han
multiplicado por más de diez durante el mismo periodo. Por esta
razón, en Estados Unidos hay una tensión civil enorme entre la
gente y una desconfianza récord en el Gobierno, mientras que los
habitantes de China son ferozmente leales a su gobierno”.