Autoconstrucción
del sujeto o descubrimiento del otro para ser- en- común
“El
tiempo es creación o nada en absoluto” (Ilya Prigogine, 2002)
¿No
será que de tanto hablar de la autoconstrucción del sujeto hemos
caído en una
mismidad indiferente que
ignora al otro? Solo cuando consideramos al otro descubrimos
que influye
en nosotros, que
no solamente nos permite
autodefinirnos, sino que
también participa
en nuestra propia construcción, desarrollo y evolución. Parto
de esta hipótesis: el valor
que se le asigna al otro puede haber sido minimizado a través de las
explicaciones tradicionales que no consideran la base material de la
alteridad.
Y
ante esta duda, abordo una primera reflexión al respecto, indagando
“otros” pensamientos, como el de Ilya Prigogine,
que lo hizo desde las leyes
físicas
pero sin
pretensión de aplicarlas
automáticamente a
las ciencias sociales, sino en base a una realidad incuestionable:
la ley de la termodinámica impone límites materiales a todas
las formas de vida y dichos
límites repercuten en nuestras relaciones con el otro. Y de
ahí la necesidad de
explorar estos límites.
Dicho ésto, tengo muy claro que los procesos sociales no son
reducibles, ni explicables solo desde la Física. Desde mi punto de
vista, pienso que el físico
nuclear J.B.Adams acertaba
al afirmar
que la segunda ley de la
termodinámica es un instrumento aplicable a los fenómenos sociales
sin necesidad de interponer
ninguna metáfora por medio.
Que
el otro no sea nadie en concreto, que pueda ser cualquiera, significa
que es una estructura mental construida a partir de términos
variables en los diferentes mundos perceptivos, una estructura que
pudiera fundar y asegurar todo el funcionamiento de nuestro mundo
perceptivo en su conjunto. Esto es más que probable si tenemos en
cuenta, como decía
Gilles Deleuze, “que
las nociones necesarias para la descripción del mundo estarían
vacías si ese
otro no estuviera ahí, expresando mundos posibles”.
Aristóteles
sugería en su Libro II de la Ética Nicomáquea, dedicado a las
virtudes éticas, que en la “metriotes” (capacidad de pensar)
necesitamos dialogar con los extremos, porque en ello consiste el
hallazgo de la virtud cívica, a la que bien podríamos denominar
“convivencia”, que si la pensamos en referencia al mundo
contemporáneo, encontraremos una necesidad inagotable de razones y
motivaciones para ella, porque vivimos una edad atravesada por la
necesidad de compartir unos mismos y reducidos espacios físicos,
por individuos y grupos profundamente diferentes, al tiempo que
atravesada por una novedosa y amplia posibilidad de interconexión
tecnológica y la correspondiente puesta en común de nuevos
espacios virtuales que, con frecuencia, son incluso más
problemáticos que los físicos y presenciales.
No
podemos decir, pues, que no se hayan hecho esfuerzos para entender al
otro. Pero sí que podemos afirmar que la base material de su
existencia ha sido muy poco explorada. Lo cierto es que la cuestión
del otro suele centrarse en los intangibles, en cómo se designa o
identifica al otro, o en cómo se debe tratar al otro. Aquí la
discusión no debería extraviarse en si la comprensión del otro es
mediata o inmediata, a través de los sentidos o sin ellos, sino
centrada en que “el otro existe” y por tanto, la interrogante
oportuna es ¿cómo existe y cómo nos afecta su existencia?, incluso
aunque no la percibamos.
Pero
a pesar de todos los esfuerzos, se sigue presentando al otro como
inmóvil, algo estático. Si llegáramos a una comprensión de la
alteridad en sentido convivencial, deberíamos plantearnos la
necesidad de cambiar el principio de autoconstrucción del sujeto
para empezar a hablar del sujeto como “ser-en-común”.
Decimos
ser-en-común, pero ¿qué es ese “común”?. Yo pienso que no
todo lo común es igual, que existen comunes diferentes, en función
de las diferentes ”comunidades” humanas: las íntimas o
domésticas, las de proximidad relacional, que van desde la comunidad
vecinal a la paisana o comarcal y de ésta a las comunidades
regionales y a la globales comunidades, las de especie hasta llegar
al conjunto de seres vivos que componemos la Biosfera, todos los habitantes de la Tierra Común. Y en
el tiempo presente hay que incluir las nuevas comunidades virtuales
surgidas a partir de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación, cuyos ámbitos relacionales no se atienen a la
geografía.
Omito las comunidades "nacionales", porque pienso que, siendo "naturales", lo son de la peor naturaleza humana, de esa naturaleza populista que promueven las élites, esas que ignoran al otro, las que quieren gobernarlo para anularlo haciéndolo sumiso, un otro insignificante e irresponsable de sí mismo.
Siguiendo
el hilo de Ilya Prigogine, una vez que el otro ha sido considerado y
presentado en términos de estructura disipativa, las implicaciones
de la alteridad pueden percibirse con mayor facilidad: la
existencia del otro es independiente de la designación que se pueda
hacer de él; el otro es un generador de entropía, el otro posee la
capacidad para definirnos, el otro posee la capacidad para
construirnos, el otro no debe ser concebido simplemente como lo que
está afuera. Disipar es hacer desaparecer algo de la vista
gradualmente, por la disgregación o dispersión de las partes, como
las nubes se disipan cuando acaba de llover, o como la brisa y el
calor disipan la niebla poco a poco. Si hasta las estructuras
disipativas puramente materiales e inertes constituyen sistemas
caóticos con capacidad de autorregulación, ¿qué razones hay para
negar esta capacidad a los humanos, a nosotros, a quienes se nos
supone mayor inteligencia?
Se
puede aseverar que la existencia del otro es independiente de la
designación que se pueda hacer de él: porque está en función de
los intercambios de materia y energía que realice para poder
mantenerse alejado del equilibrio termodinámico (o sea, de la
muerte). “La invisibilidad no indica una ausencia de relación;
implica relaciones con lo que no está dado y de lo
cual no hay idea”. (Levinas, 2002). Así, la capacidad para
percibir al otro depende de nuestros sentidos (aunque sean
amplificados con medios tecnológicos) y de que la señal enviada por
el otro sea proclive a ser percibida por nosotros. Si una de las dos
condiciones falla, no hay posibilidad de percibirlo. Pero no
significa que el otro no exista, porque su existencia se debe única
y exclusivamente a su capacidad de intercambio de materia y energía.
El otro es generador de entropía: Prigogine insiste en su obra
sobre la capacidad creadora de dicha entropía. Que el otro sea un
generador de entropía lo convierte en un ente dual, ambivalente, que
modificará su medio (nuestro entorno compartido), a veces para
perjuicio de las demás estructuras disipativas o a veces para
beneficiarlas. Y subraya su dinamismo: que el otro sea generador de
entropía obliga a asumirlo como ser en constante construcción, hay
que entenderlo en cambio constante y adaptativo, siendo y llegando a
ser, pero en ningún caso puede ser percibido como algo fijo o
estático.
La
capacidad del otro para definirnos
es una de las virtudes del otro, que A.E. Ermenegildo
Pirni entiende
como
dos formas de alteridad representadas
en
las figuras de un
muro y un
espejo.
El
otro, al definirnos constituye un límite externo que nos permite
definirnos en relación con nuestro alcance (muro). Y también
nos
ayuda a identificarnos, porque en
él podemos
ver características, deseables
o no,
de nosotros mismos (espejo).
La
capacidad del otro para construirnos: el otro nos construye no
solo como coadyuvante para la propia identificación, su capacidad va
más allá, nos construye biológicamente a partir de las
interacciones con el medio. Por ser estructuras disipativas,
necesariamente modificamos el medio en el que nos desenvolvemos (el
otro y nosotros), por cuanto éste nos condiciona y debido a su
capacidad de limitar -por competencia- nuestra posibilidad de
recursos (materiales, energéticos o de información), el otro nos
construye. Habrá recursos que nos serán accesibles debido a la
actividad del otro, y los habrá que sean accesibles a los otros
debido a nuestras acciones, a nuestros propios intercambios
energéticos y materiales. En realidad, no solo nos limitamos
mutuamente, sino que nos creamos recíprocamente. Por tanto, el otro
no es solo lo externo, es la causa que provoca que mi medio cambie,
que me obliga a adaptarme a un medio en constante cambio por la
acción intrínseca de la existencia del otro. El otro desarrolla
nuestra capacidad de homeóstasis, definida como el conjunto de
fenómenos de autorregulación que conducen al mantenimiento de la
constancia en la composición y propiedades del medio interno de un
organismo. Entonces, si esos flujos que nos resultan necesarios son
restringidos (coartados) por el otro, en realidad se está provocando
el poner a prueba nuestra homeóstasis, ya que, de manera práctica,
el otro funciona como un regulador (cualitativo y cuantitativo) de
los flujos que nos son accesibles; y es, justamente a esos flujos a
los que reacciona nuestro organismo intentando mantener su
composición y propiedades.
La regulación de la temperatura o
el balance entre acidez y alcalinidad
son
ejemplos sencillos de homeóstasis,
definida ésta
como
el conjunto
de fenómenos de autorregulación dirigidos
al
mantenimiento de una relativa constancia en la composición y
propiedades del medio interno de los
organismos
vivos,
a
la búsqueda de
un estado
de equilibrio dinámico
entre
todos los sistemas que
el
organismo
necesita
para sobrevivir y funcionar correctamente. Para
lograrlo, compensa los cambios en su entorno mediante
el intercambio regulado de materia y energía con el exterior, esa
actividad que
denominamos metabolismo.
Los
biólogos chilenos
Humberto Maturana y Francisco Varela, en 1972 propusieron
la autopoiesis para
definir la química por
la que las
células vivas consiguen
su automantenimiento. Según su teoría, autopoiético es todo
sistema capaz de reproducirse y mantenerse por sí mismo, lo
que viene a significar
que la autopoiesis es la condición de existencia de los seres vivos
en la continua producción de sí mismos: “Los
seres vivos son autónomos, su autonomía se da en su autorreferencia
y son sistemas cerrados en su dinámica de constitución, como
sistemas en continua producción de sí mismos. Aunque un sistema
autopoiético se mantenga en desequilibrio, es capaz de conservar una
consistencia estructural absorbiendo permanentemente la energía de
su medio, tienen la capacidad de conservar la unión de sus partes e
interactuar con ellas. La autopoiesis designa la manera en que los
sistemas de
un organismo vivo mantienen
su identidad gracias a procesos internos mediante
los
que autorreproducen
sus propios componentes. Están
abiertos a su medio, porque intercambian materia
y energía,
pero simultáneamente se mantienen cerrados operacionalmente, pues
sus operaciones son las que los distinguen del entorno”.
Así,
el
otro no es simplemente lo inerte
que
está afuera; y
ésto
es pertinente, porque el
otro posee capacidad
de acción, que utiliza para construirnos. En
realidad, eso
es lo relevante, porque así
descosificamos al otro por
medio de reconocer su capacidad para la acción. No
es un asunto menor, porque
cuestiona las explicaciones procartesianas del otro (aquel
planteamiento filosófico de René Descartes que se
convirtiera en elemento fundamental del racionalismo occidental).
Es decir, el otro no es otro porque sea un “cogito” (cogito
ergum sum),
no es otro porque piensa (de hecho, muchas de sus acciones no son
reflexionadas y,
a veces, incluso son automáticas), es
otro porque actúa.
Y
en
la medida en que actúa modifica nuestro entorno, a nosotros mismos y
se
modifica
a
sí
mismo. Solo
pensar, meditar o racionalizar algo no nos hace otro,
esas son acciones propias del mismo,
no
del otro; son
introspectivas, que
suceden
y se mueven en el interior. Por
mucha autoconciencia
que uno
tenga, es conciencia de mí, de lo que está adentro y
que
a
lo sumo me hace mismo,
pero no otro.
En cambio, la acción sucede hacia afuera; siempre con relación a la
alteridad, incluso
la acción fisiológica que podamos
considerar
más
íntima
o
privada.
Conozco
la controversia entre científicos y
sé que los hay que le han dado mucha caña a Ilya Prigogine,
a
pesar de que fuera galardonado
con el Premio Nobel de Química en 1967. Yo
no tengo experiencia ni conocimiento científico que me permitan
argumentar, ni
a
favor ni
en contra,
de
sus hipótesis del caos o de las estructuras disipativas, pero sí
tengo mi propia idea de la función
de la ciencia,
que me permite apoyar su tesis sobre la necesidad de una nueva visión
de la ciencia “con sentido” que
no pierda su referencia
humana
y ética,
que
actúe no sobre la teórica hipótesis de abstractos
mundos
vacíos, sino pensado en este
mundo real y concreto, habitado por humanos entre una inmensidad
de
especies, de
cuyos
ecosistemas y
biodiversidad
a nuestra especie le corresponde la responsabilidad
por
el cuidado
del
equilibrio homeostático,
al
que
debemos
la continuidad y sostenibilidad de la vida en su conjunto.
En
general, pensamos que la existencia de “algo” precisa de su
reconocimiento por “algo otro”, que a su vez existe cuando ese
reconocimiento es mutuo. El otro siempre es diferente y siempre es
cambiante; lo
más común a todo
lo que existe es su propia existencia, siempre acompañada de esas
dos cualidades: diferencia y cambio. Pero, aparte de ese común
general de la existencia, ¿cuál
es el común, en qué consiste la
“comunidad” de
la existencia humana?
A mi entender lo constituyen la Tierra y el Conocimiento, parece
simple, pero lo cierto es que nunca antes pudo ser, solo ahora, en
esta globalización en la que hemos empezado a vislumbrar amenazas de
dimensión igualmente global, incluida la de una
posible
extinción
de
nuestra especie.
Solo ahora hemos podido empezar a “ver” estos comunes
universales, la Tierra y el Conocimiento, para
empezar a descubrir una nueva comunidad de
especie,
fundamentada en bienes comunes universales, materiales e intangibles,
presenciales y virtuales, que
reunimos en términos de Tierra y Conocimiento.
Situémonos
en un hipotético tiempo en el que la Tierra y el Conocimiento
fueran comunes universales. Aún
contando que el curso del tiempo es irreversible y que, por tanto, no
es cierto que la Historia pueda repetirse, en
ese nuevo tiempo ¿qué
será de todas las ideas e instituciones que vienen gobernando el
mundo desde la revolución neolitica?, ¿qué
sitio le queda a la propiedad, a los estados e imperios, al derecho
de herencia y al patriarcado, a los “libres” como
a los cautivos mercados
de los
capitalismos
globales, estales,
liberales
y socialdemócratas?,
¿qué
sitio para la esclavitud o el trabajo asalariado, en esa condiciones
de comunidad universal?...yo
pienso que ninguno.
Llegados
aquí, hay que abandonar esa
idea letal que el orden
dominante ha
metido en nuestros cerebros como mentalidad histórica lineal, eso de
que “el
caos es
la única posibilidad de
futuro”, porque
de
por hecho
que está
predeterminado. No,
solo
es
una posibilidad entre
otras (atractores,
repulsores, bifurcaciones y
autoorganizaciones).
Y
esta es la buena nueva: que
la vida es inteligente y sabe cómo seguir, contra
todo eso,
aunque
parta del caos.
"Cuando
yo era joven, mis profesores se alegraban de demostrar que un
problema matemático dado admitía sólo una solución. Era el summum
de la belleza matemática. En el curso de mi carrera he consagrado
mucho tiempo a demostrar a mis alumnos que hay muchos problemas que
admiten más de una solución..../...En
el fondo, las diferentes culturas, pongamos la civilización
tradicional china y la civilización europea, siguieron caminos
diferentes. Hoy tenemos una visión muy diferente de la visión
antigua, reductora, en la que se decía que
'xiste una sola dirección asignada al
progreso de la civilización; ahora comprendemos que hay diferentes
maneras de ser civilizados. Uno de los problemas capitales de la
política, es
el mantenimiento de la diversidad, sin
dejar de insistir
sobre los elementos que nos unen a todos los humanos".
(Ilya Prigogine)
Prigogine
entiende que la edad de la certidumbre y su
racionalidad corresponde
a
una cosmovisión y paradigmas ya
superados.
Su
libro "El
fin de las certidumbres"
supone una ruptura con
la linealidad del devenir, con
el
determinismo en
la dirección
del tiempo... el futuro está
abierto
a la construcción
creativa,
a las bifurcaciones que descubren
que no hay una dirección única en la construcción de la realidad,
aunque
parta de la incertidumbre.
Es el desorden creador el escenario de una nueva alianza científica,
que
une al hombre con la naturaleza. Que
no nos asuste el
caos presente
en el origen de la vida y de la inteligencia, porque
la inestabilidad y el caos son
bases constructivas del orden. Frente a la
certidumbre pasiva y conformista,
Prigogine formula una nueva dimensión rebelde
y sistémica
a
partir de la complejidad, del
no equilibrio, de
lo
posible y lo probable.
Ante
esta toma de con-ciencia surge lo que podríamos definir como el
malestar de la complejidad,
que
nos atrae, al tiempo que nos crea confusión y nos asusta, porque
carecemos de instrumentos conceptuales científicamente verificados,
a pesar de ser conscientes de la vacuidad de los esquemas al uso,
repetidos y agotados. Se
produce en este contexto un retroceso de la reflexión, que nos
arrastra hacia un peligroso relativismo, a la clausura de un
posicionamiento ético y hacia un lapsus político de puro nihilismo.
Suscribo
lo
que dice el físico alemán Werner Heisenberg en
su libro “La
imagen de la Naturaleza en la Física actual (1955)”:
“Lo cierto
es que en nuestros tiempos, mucho más que en siglos anteriores, la
actitud ante la Naturaleza se expresa mediante una filosofía natural
altamente desarrollada; y por otra parte, dicha actitud es
determinada en considerable medida por la ciencia natural y técnica
modernas [...Sin embargo] no existen razones para pensar que la
imagen científica del Universo natural haya influido inmediatamente
en las diversas relaciones de los hombres con la Naturaleza [...] Más
aceptable parece la idea de que las alteraciones en los fundamentos
de la moderna ciencia de la Naturaleza son indicio de alteraciones
hondas en las bases de nuestra existencia, y que, precisamente por
tal razón, aquellas alteraciones en el dominio científico
repercuten en todos los demás ámbitos de la vida».
De
ahí que quien quiera hoy tomar conciencia de su momento histórico
no puede sino interesarse en conocer los cambios conceptuales que
vienen sucediéndose en la ciencia contemporánea. Con sólido
fundamento, decía Ortega y Gasset que “la
física de Copérnico, Galileo y Newton fue como el molde en que se
forjó la vida moderna. A tal idea sobre el cosmos corresponden
irremisiblemente tales ideales éticos, políticos y artísticos”,
en
el sentido de que la ciencia ha de ir más allá de su
especialización en compartimentos estancos y más allá de su
expresión del momento histórico-cultural en el que se inscribe,
concretada en una manera de ver y hacer el mundo.
Como
afirma el propio Prigogine, “la
actividad científica es irremisiblemente cultural, no sólo como
expresión de una cultura particular, sino como configuradora de
ella. La ciencia forma parte del complejo cultural en el que, en cada
generación, el hombre trata de encontrar una forma de coherencia
intelectual. Y, a la inversa, dicha coherencia alimenta, en cada
época, la interpretación de las teorías científicas, determina su
repercusión, influye sobre los conceptos que se forman los
científicos acerca de los resultados de su ciencia y de las vías
sobre las cuales deben orientar su investigación”.
Dice
Alberto Pirni que es la presencia del “otro” (ese que se ha
vuelto cada vez más “cercano”), lo que estimula esta necesidad
de reflexión, con lenguaje diferente al que la tradición nos ha
acostumbrado a usar; “una reflexión que se
sitúe más allá del ocasionalismo y del inmovilismo que el malestar
de la complejidad provoca en relación con el desafío de la
convivencia”. Hace referencia al desafío, eminentemente
político, de compartir los mismos espacios y el mismo tiempo, por
individuos que son, se ven y se autointerpretan, como radicalmente
diferentes a los demás. Este planteamiento exige de nosotros un
hondo replanteamiento de las ideas de polis y convivencia razonable
que heredamos del pasado, un replanteamiento global, no dirigido
necesariamente a edificar una nueva Ciencia, sino más bien dirigido
al intento de articular algunas hipótesis de convivencia más
transitables y adecuadas a nuestro tiempo. Se apoya Pirni para ello
en la reflexión de Edgar Morín, teórico de la complejidad, con su
propuesta de “política multidimensional” formada por los ámbitos
“micro, meso y macro” de la política, profundamente
interconectados. El primero está relacionado con un ámbito que
normalmente la política suele relegar a la moral: el de las
relaciones interpersonales. Esto esconde en su fondo una peligrosa
mala interpretación (o desconocimiento) por parte de la política,
que se relaciona de cerca con el desafío de la convivencia, porque
en las relaciones interpersonales se encuentra la raíz fundante de
la solidaridad, así como de la hostilidad entre individuos, acabando
por transformarse en un problema político.
Morin distingue, por tanto, el campo meso-político – caracterizado como el que,
intuitivamente, solemos llamar “político”, del campo
macro-político, el más amplio que pueda concebirse, que concierne
virtualmente a la entera especie humana, entendida como un todo en
perspectiva mundial. “La política implicada con
la comprensión del hombre en su integridad y globalidad,
consiste por lo tanto en tener constantemente a la vista todos los
planos, con el fin de preparar una estrategia virtualmente compleja,
que contempla lo cercano, lo inmediato, con la conciencia de lo que
sobreviene más allá de él; que enmarca esto último a partir de la
exigencia de hacerlo normativamente controlable pero, al mismo
tiempo, sin intentar enjaular su desarrollo dentro de la
(presunta) exclusividad de la norma o la ilusión del control total”.
(¿Contra Schmitt? Modelos de alteridad para la convivencia.
Alberto Pirni, 2012)
Otro
modelo de alteridad
Además
de los modelos “muro” y “espejo” ya señalados, cabe
distinguir una tercera forma, la de “puerta”, bien ilustrada en
este pasaje de Georg Simmel: “ La puerta muestra de
manera decisiva que el separar y el unir son sólo dos caras del
mismo e idéntico acto. [...] Por el hecho de que la puerta supone en
cierto modo una cremallera entre el espacio del hombre y todo lo que
queda fuera de él, ella supera la separación entre interior y
exterior. [...] Es esencial para el hombre, en el sentido más
profundo, el definir para sí mismo un límite, pero con la libertad
de poder quitarlo nuevamente, de poder colocarse fuera de él”.
Mientras
que la primera figura de alteridad (muro) legitimará una respuesta
opositora o por contraste (del tipo “yo no soy el otro” o de “yo
soy contra el otro”), la de “espejo” propone una modalidad de
respuesta convergente o por consonancia (“yo soy como el otro”).
Ambas modalidades, entendidas en su conjunto, parecen bastante
previsibles, resultan estáticas y generan una escasa dinámica de
interacción. Diferente es el discurso que extraemos de la figura
“puerta”, que abre la posibilidad de que el otro “venga a
nosotros”, en una fuerte dinámica de relaciones con una
cierta porosidad de esos confines que el otro sitúa ante nosotros y
nosotros ante él. Esta respuesta resulta ser relacional o por
proceso: “yo soy con y mediante el otro, nosotros nos hacemos
conscientes de quiénes somos no sólo a partir de nosotros mismos,
de quién no somos o de cómo nos ven los demás, sino también a
partir de quién encontramos en nuestro camino, a través de qué
interlocutores se filtra y madura nuestra experiencia de nosotros
mismos”.
Así enmarcada, la cuestión que concierne a la
identidad personal ya no es una cuestión privada, sino que se
origina, se extiende y encuentra sus propios equilibrios en el
“entre”, en ese espacio sutilmente epidérmico y
fundamentalmente público, que ata y desata, une y al mismo tiempo
separa el yo y el otro, sometiéndolos a una constante dinámica
autocreativa. Se reconoce así la oportunidad de enriquecimiento que
proviene de toda situación de interacción con el otro, en una
relación entre sujetos que se perciben recíprocamente como libres e
iguales. Es una posición que “toma en serio al otro”,
porque quiere “tomarse en serio a sí misma”, en la
conciencia de que el yo se vincula y al tiempo se distingue de todo
otro yo encontrado en el camino. Desde su potencial eliminación
(alteridad-muro), pasando por su banalización (alteridad-espejo), se
llega así a la creación de la dimensión más auténtica y
enriquecedora en la relación con el otro, esa alteridad-puerta.
Repensar
el ser-en-común
Nos
ayuda a emprender esta tarea la definición de “público”
propuesta por Hannah Arendt: “[...] el término ‘público’
significa el mundo mismo, en cuanto es común a todos y distinto del
espacio que cada uno de nosotros ocupa en él privadamente. Este
mundo, sin embargo, no se identifica con la tierra o con la
naturaleza, como espacio limitado que subyace al movimiento de los
hombres y a las condiciones generales de la vida orgánica. Está
conectado, más bien, con el elemento artificial, el producto de las
manos del hombre, al igual que con las relaciones entre aquéllos que
habitan juntos el mundo hecho por el hombre. Vivir juntos significa
esencialmente que existe un mundo de cosas entre los que lo tienen en
común, al igual que una mesa está situada entre aquellos que se
sientan a su alrededor; el mundo, como todo “en-entre” relaciona
y separa a los hombres al mismo tiempo”.
La
misma Hanna Arendt nos lo aclara: “La esfera pública, en
cuanto mundo común, nos reúne y, sin embargo, impide, por así
decirlo, que nos caigamos los unos encima de los otros. Lo que hace
que la sociedad de masas sea tan difícil de soportar no es, o por lo
menos no es principalmente, el número de las personas que la
componen, sino el hecho de que el mundo que está entre ellas ha
perdido su poder de reunirlas, de relacionarlas y de separarlas. La
extrañeza de esta situación recuerda una sesión de espiritismo en
la que algunas personas [...] ven desaparecer la mesa que tienen
entre ellos, así que dos personas que se sientan en lados opuestos
no sólo estarían separadas, sino [...] que también carecerían de
toda relación, no habiendo nada tangible entre ellas”.
La
conciencia de porosidad antes
referida queda
bien esbozada
en el concepto de ágora de
Zygmunt
Bauman:
“el
espacio ni privado ni público, sino más precisamente privado y
público al mismo tiempo, en el que los problemas privados se
conectan de un modo significativo, [...] para buscar instrumentos
controlados colectivamente, lo bastante eficaces como para rescatar a
los individuos de la miseria padecida privadamente”. El
ágora plantea
la distinción entre coexistencia y convivencia, se
trata de dos niveles fundamentales, muy
diferentes
y
evidentes, del
ser-en-común.
La
coexistencia refiere a una forma de relación de mera contigüidad,
con dimensión de presunta autosuficiencia e impermeabilidad ante
todo intento de “contaminación” que pueda provenir del
exterior o que pretenda sobrepasar la mera existencia espacial.
Pensemos en el “guetto” como modelo multicultural contemporáneo,
guettos contiguos que solo coexisten yuxtapuestos unos junto a otros,
pero que no se integran, ni lo intentan. Son formas de estar juntos
pero no de construir juntos. Pasar de la coexistencia a la
convivencia, lograr esa ósmosis entre “mundos intermedios”,
supone enfrentarse a la propagación de la desconfianza, que no es
sino una manifestación más del malestar por la complejidad propio
de la sociedad de masas, malestar que impide producir pensamiento
creativo, más allá del ocasionalismo pragmático y del inmovilismo
teórico.
Por
eso que yo esté embarcado en la exploración de las relaciones entre comunidad y alteridad. Con la querencia de superar la
mentalidad neolítica que ha venido conformando la modernidad
burguesa (de burgo, ciudad), repensando cómo la globalización
depredadora-estatal-colonial-capitalista, puede ser invertida a
favor de la emergencia de otra racionalidad tan científica como
ética, tan ecológica como convivencial, mientras recuerdo a mis
congéneres que todo empezó y se deriva de aquel primer agricultor,
que hace más diez mil años, llegando a un lugar dijo: “esta Tierra es mía”.