viernes, 31 de diciembre de 2021

¡SALUD Y FUTURIDAD!

 

No espero novedades del año a punto de iniciarse, sólo más de lo mismo. Ya sabemos que lo esperado y lo deseado suelen seguir caminos divergentes. Hubo un tiempo en que por estas fechas la mayoría de la gente presentía que el 1 de enero se abría una puerta y que el correr de los días traería algunas novedades positivas. Pero eso se acabó, y conste que no pienso que sea cosa de ahora, por la pandemia ni por el cambio climático, sino que viene de años atrás. La novedad conlleva sorpresa y como ya nada sorprende, no hay novedad que merezca tal nombre. Puede que no hayamos perdido toda esperanza e interés en las posibilidades y el porvenir, al menos no del todo, pero lo cierto es que hemos convertido el optimismo en un elemento sospechoso, un sucedáneo de la ingenuidad, y eso se debe, pienso, a que somos postmodernos.

El pensamiento sobre un final de los tiempos (un hoy sin mañana), no es nada moderno; mil años antes de Cristo y tres mil antes de Francis Fukuyama, los seguidores de la religión zoroastriana ya creían en un final de los tiempos. A ellos se deben los conceptos dualistas de cielo e infierno, la diferencia entre ángeles y demonios, así como la invención de un Día del Juicio Final. El cristianismo heredó aquellas viejas creencias y las integró en su ideología salvacionista. Muchos siglos después, la época denominada “modernavino a continuar este esquema, pero cambiando el “cielo” por el advenimiento de un futuro absolutamente novedoso para el conjunto de la humanidad, que unos modernos pensaron en modo patrón y otros en modo proletario...lógico, era el momento en que se acababan de inventar la fábrica y la escuela con el propósito de encerrar y salvar del feudalismo a la inculta humanidad campesina...¡ay!, aquella fábrica y aquella escuela modernas donde fuimos creados nosotros, los actuales humanos postmodernos, esos descreídos.

Y aún así de poseídos como estamos, por tal incredulidad, casi todos pensamos como dice Ezequiel Gatto (*): incluso hoy, cuando numerosos fenómenos socioambientales, tecnológicos y sociales nos inclinan a visiones escatológicas, seguimos viviendo bajo la hipótesis sensible de que el mundo continuará existiendo. Al menos hasta dentro de un rato, hasta mañana, hasta el año próximo”.

Me conmueve esta intacta fe en la eternidad del tiempo, que persevera infatigable sobre nuestra acostumbrado excepticismo, me conmueve por su ingenuidad, por su mezcla de ignorancia y alegría que, al cabo, no quiere sino celebrar la vida. 

 

 

Tenemos que salir aunque no queramos salir. Tenemos que salir, así que no vale la pena entretener una disyuntiva que no existe, o una pregunta para la que sabemos de antemano la respuesta. Alguien tiene que trabajar y pagar el alquiler, los alimentos, la gasolina, todas las cuentas. Alguien tiene que levantarse temprano y quitarse las legañas de los ojos y meterse bajo la regadera. Alguien tiene que peinarse y, luego, vestirse, y maldecir mientras se viste, porque qué perra vida, la verdad, qué doble moral esa que nos designa como trabajadores esenciales mientras nos arroja a diario, sin el mayor miramiento, a la arena del coliseo junto a los leones del virus como la carne de cañón que somos. Así que aquí vamos, pues, porque no hay otra. O mejor: porque bien podría haber otra, pero no hay”.

Es la voz de Cristina Rivera, autora mexicana que vive en los EEUU, socióloga y profesora en el departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Houston. Acabo de leer un breve texto suyo titulado “Instrucciones para abrir una puerta”. Su voz es la de alguien que abre la puerta para salir de casa, como si fuera la primera vez, durante el confinamiento por la pandemia y se pregunta: “¿Qué será ahora estar allá afuera, en público, frente al cuerpo inaudito de alguien más otra vez? Abrimos la puerta. No paramos, porque una vez que se abre una puerta no hay manera de desabrirla, y todo entra: el miedo, por supuesto, pero sobre todo el aire, el gusto, el alborozo...”

Lo dice como si la vida fuera a empezar en ese momento:

Abrimos la puerta de par en par porque estamos hartos de cuidarnos, hartos de estar solos, hartos de pretender que ésto algún día acabará. Le damos la vuelta a la perilla y, sin más, con la fe intacta en la inmortalidad, o con la convicción absoluta de que vivir así no vale la pena. Le damos la vuelta a la perilla, abrimos la puerta no para salir, sino para el que quiera entrar”.

Lo dice como si, cuando se abre la puerta a la vida, no hubiera marcha atrás:

Y claro que nos pasa por la cabeza que sí, que algo puede suceder, pero mientras no suceda, mientras nadie caiga, mientras ninguno de nosotros aparezca con la cabeza gacha y la palabra positivo colgando de la voz cada vez más grave, seguiremos sosteniendo la puerta abierta para que sigan entrando los conocidos y los desconocidos hasta que no quepa nadie más y la fiesta tenga que extenderse por las escaleras y, después, por el estrecho jardín hasta cubrir la banqueta y, en apenas un rato, la mitad de la calle. Seguramente algún vecino llamará a la policía de un momento a otro, y la patrulla pasará a vuelta de rueda con las luces rojiazules y las sirenas encendidas. Y nosotros, medio borrachos pero serenos, medio exultantes pero educados, le diremos que sí, oficial, ya vamos a parar esto, cómo se nos ocurrió, qué clase de irresponsabilidad. Gracias, oficial, ya vamos a parar. Pero no paramos porque una vez que se abre una puerta no hay manera de desabrirla, y todo entra: el miedo, por supuesto, pero sobre todo el aire, el gusto, el alborozo, el recuerdo de una vida que casi estuvimos a punto de vivir y que ahora, cuerpo a cuerpo, tan cerca del sudor de los otros, casi enredados entre sus cabellos, pareciera estar a punto de empezar”.

A veces, como ahora, la literatura parece salvarnos de la realidad, nos consuela, nos conmueve y entendemos sus historias mejor que la propia realidad. No dejamos de autoengañarnos mientras soñamos evasiones de la realidad, soñamos para adentro porque somos postmodernos, íntimos narcisos que dejaron de soñar hacia afuera, incapaces de proyectar el sueño sobre la realidad misma, haciendo de ésta la materia de nuestros sueños...No, eso no podemos hacerlo porque nos hemos creído que no es posible otra realidad distinta a ésta y, mucho menos, una que pudiera ser mejor. Es contundente la lógica postmoderna: si no hay futuro, ¿para qué imaginar otra vida, de qué sirve soñar?...mejor disfrutar de lo que hay o, al menos, hacer lo que sea para no ir a peor, no, mejor que sea la literatura, el cine, los videojuegos o la televisión quienes sueñen otros mundos por nosotros, mejor que nos lo den hecho, que nos ahorren ese trabajo como hacen los medios de comunicación que se dedican a crear nuestra pública opinión

 Durante años, el liberalismo estuvo culpando a las utopías de todos nuestros males, desde el nazismo hasta la Unión Soviética. Y un día nos despertamos y es el capitalismo el que sueña con ellas”. Esto dice Alejandro Galliano (*) en un libro titulado “¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?” . Se trata, como dice el subtítulo, de un breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro. Para Galliano, la frase “hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, que Frederic Jameson atribuyera a un anónimo, describe la imposibilidad contemporánea de pensar un futuro distinto al presente: “en efecto, el impulso utópico no es un ejercicio fantasioso sino una especulación realista que toma experiencias concretas como modelos para futuros realizables”. Por eso afirma que la crisis del pensamiento utópico es la manifestación de un problema mayor, la ausencia de imágenes de futuros alternativos, que para Galliano comenzara en torno al año 2000 como una reducción del horizonte de expectativas, según concepto del historiador alemán Reinhart Koselleckes, como sensación de extinción del futuro: “Los grandes proyectos que ordenaron las expectativas del siglo XX se habían agotado, desde las vanguardias estéticas hasta el propio pensamiento moderno, pasando por el comunismo”.  

Mientras las izquierdas han dado por imposible pensar ningún futuro, el orden capitalista no para de narrar y anunciar futuros delirantes. Galliano propone pensar la economía social y el decrecionismo como dos filosofías de la miseria, vinculadas al animalismo: no solo comparten profundas raíces religiosas sino también una vocación por animalizar al ser humano: tanto la reproducción material como la idea de una naturaleza intocable coinciden en entendernos fundamentalmente como un conjunto de seres con necesidades biológicas en un entorno material finito en el que debemos limitarnos a subsistir “. El autor hace una crítica a la sociedad de la postescasez: “el materialismo no dialéctico lleva a ver el motor del cambio histórico en tecnologías y fuentes energéticas sin preguntarse por las fuerzas sociales que las conducen”, concluyendo que “todos los modelos de postescasez parten del supuesto del desempleo tecnológico y la consiguiente necesidad de establecer un ingreso por fuera del salario, llámese ingreso básico universal, renta básica o salario social”.

Incluso hay parte de las izquierdas que comparten las concepciones transhumanistas, Galliano los resume como aquellos “que están dispuestos a sacrificar su condición humana con tal de no morir, ni sufrir, ni fallar; personas convencidas de que el cuerpo y la mente pueden mejorarse gracias a la tecnología hasta dejar detrás su naturaleza (...), un movimiento intelectual que propone emanciparnos de la naturaleza a través de la tecnología”. Llega a considerar que hay sectores de izquierda que plantean modos de pensar las luchas actuales: “algunos de los más dinámicos y productivos movimientos sociales de la actualidad se constituyen en torno a problemáticas vinculadas con el control del cuerpo (aborto, identidad sexual, calidad alimentaria...)”.

Una vez más, incluso desde “la izquierda que critica a la izquierda”, son imaginables muchas variantes de anticapitalismos, todas menos estas dos: pensar en la apropiación de los medios de producción que constituyen el capitalismo en todas sus versiones (hasta la última 4.0.) y la de pensar en disolver el aparato de control social que es el Estado, como si en éste aparato residiera la última y toda la esperanza de futuro de las izquierdas.

Y es que somos postmodernos incluso para criticar la postmodernidad. No me resisto a repensar que hubo largos siglos en los que la palabra "futuro" estuvo marcada por valoraciones positivas, que servían como formas de anticipación. Llegados a la modernidad, alcanzados sus deslumbrantes logros de progreso, las consideraciones positivas fueron desplazadas y el significante “futuro” perdió esa aura de entusiasmo, se volvió una noción ambivalente y hasta sombría. Ahora escuchamos con frecuencia que podría no haber futuro (nihilismo), que no se puede imaginar el futuro excepto como aniquilamiento (catastrofismo) o como un presente eterno (presentismo) que nos condena a la repetición invariable de un tiempo igual a sí mismo.

Por eso que me gusta el concepto de futuridad, que Ezequiel Gatto explica como entremedio frágil, virtualidad de acontecimientos, posibilidad de que haya posibilidades. La futuridad no se agota ni se realiza, es la posibilidad de que algo se realice. Así la inmanencia del futuro en el presente no se agota en una proyección, expectativa o juicio de valor y es posible definir. Es posible definir la futuridad como dijera Alfred North Whitehead: “un hecho general sin suceso actual”. Me interesa mucho esta diferencia entre futuro y futuridad, para no pensar linealmente el futuro y porque pienso que así esta diferencia resulta productiva, que amplía el campo de la exploración y la estrategia,  no lo reduce a imágenes o proyectos, que también incluye ética, ecología, infraestructura, gramática, lógica, códigos, sentido común, novedades, sentimientos, imprevistos y sorpresas.

Este es, a mi entender, el momento histórico en que estamos hoy, a punto de estrenar el calendario de un año nuevo: el orden dominante se sabe inviable y lo sabe mejor que nosotros, por eso que ha decidido cómo salvarse: soñando un futuro en el que no cabemos el resto. Todo eso de la Agenda 2030, el Pacto Verde o New Deal y la Transición Energética, es para ganar tiempo, metiendo miedo con las apocalípticas amenazas del Cambio Climático, todo para ganarle tiempo al tiempo, porque saben mejor que nosotros que las soluciones propuestas son provisionales, solo para mientras sucede el inevitable colapso por agotamiento de la energía fósil, el petróleo, que ha sostenido un modo de vida que desaparecerá con esa energía. Porque saben, mejor que nosotros, que las nuevas energías "alternativas" conllevan un incremento en el gasto de las fósiles, saben que no hay minerales suficientes para las nuevas energías como saben que éstas ni son renovables ni tienen futuro más allá de un par de décadas como máximo, porque saben muy bien, mejor que nosotros, que nunca podrán reemplazar a las energías fósiles, que nunca más será posible reeditar el sueño de modernidad vivido durante los dos últimos siglos. 

Mejor que la gente pensemos en el cambio climático antes que en una vida sin coche. Piensan que soportaremos mejor las miserías derivadas del cambio climático o de pandemias, todo antes que una vida sin coche, saben que eso sería el detonante para una gran rebelión de las masas que acabaría con Todo. Por eso que sueñen con salvar a la humanidad, no a toda, porque la Tierra ya no da para ello, pero sí a una importante selección integrada por los “mejores”, por aquellos humanos más inteligentes, más sanos y más fuertes. Ese es, sin duda, su sueño de futuro. Y no hace falta ser tan inteligentes como ellos para ver las señales de su plan en el presente.

De ahí mi modesta última llamada, apelando a la futuridad más que al futuro, en este final de año. Llamo a la anticipación utópica de los que somos tontos, enfermos y pobres, a no seguir más las indicaciones de esosmejores", más listos, más sanos y más ricos que nosotros, a quienes por nuestra propia debilidad e ignorancia concedimos un día el título de “autoridad competente” y, con ello, la propiedad y el gobierno de la Tierra y de las gentes. Pero, ¿lo hicimos para siempre?...me resisto, y por eso que yo hable de realismo utópico a 31 de diciembre de este 2021.

Notas: 

 (*) Ezequiel Gatto es investigador  en el espacio de Investigaciones Socio-históricas Regionales (ISHIR) / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina. Profesor de Teoría Sociológica en la Universidad Nacional de Rosario (UNR), traductor y coordinador de talleres,  participa del Grupo de Investigación en Futuridades (GIF) y de la editorial Tinta Limón.

(**) Alejandro Galiano, nacido en Tigre (provincia de Buenos Aires, Argentina) en 1978, es docente en Historia y Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires. Su libro “¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?” fue editado por Siglo XXI Editores, de Méjico.

 


 






















jueves, 23 de diciembre de 2021

REQUIEM

 Requiem en dos tiempos. Se lo debo a William Henley, autor del poema "invictus", escrito en 1875. Y parece que no pasa el tiempo. Gracias a Gabi Romano, en cuyo blog “Erato” encontré el poema y de paso le robé una foto.

 
La otra foto es un ejemplo de wabi sabi, término  japonés que describe un tipo de visión estética basada en la belleza de la simplicidad y la imperfección.
 

 

martes, 14 de diciembre de 2021

HACER DEL CUERPO

 hacer del cuerpo

 Pocas frases tan absurdas como ‘"hacer de cuerpo". Dice el diccionario que también se puede usar, indistintamente, "dar del cuerpo" y que en ambos casos se trata de un eufemismo referido  a la acción de defecar o cagar.

 

 









EL SIGLO DEL MIEDO


Albert Camus murió en enero de 1960, víctima de un accidente de automóvil cerca de París. En 1948 fue publicado "El siglo del miedo". Su siglo fue el XX y a ese siglo se refiere en este texto, pero a mí me parece recién escrito. La selección que aquí traigo  la tomé de la revista argentina Contratiempo
 
Foto de Tomás Ramírez, revista Contratiempo
 
 

El siglo XVII fue el siglo de las matemáticas, el XVIII el de las ciencias físicas y el XIX el de la biología. Nuestro siglo XX es el siglo del miedo. Se me dirá que el miedo no es una ciencia. Pero, en primer lugar, la ciencia es en cierto modo responsable de ese miedo, porque sus últimos avances teóricos la han llevado a negarse a sí misma y porque sus perfeccionamientos prácticos amenazan con destruir la tierra toda. Además, si bien el miedo en sí mismo no puede ser considerado una ciencia, no hay duda de que es, sin embargo, una técnica.

Lo que más impresiona en el mundo en que vivimos es, primeramente y en general, que la mayoría de los hombres (salvo los creyentes de todo tipo) están privados de porvenir. No hay vida valedera sin proyección hacia el porvenir, sin promesas de maduramiento y de progreso. Vivir contra una pared es una vida de perros. ¡Y bien! Los hombres de mi generación y de la que ingresa hoy en los talleres y las facultades vivieron y viven cada vez más como perros.

Por cierto, no es la primera vez que los hombres se hallan ante un porvenir materialmente cerrado. Pero salían adelante, por lo general, gracias a la palabra y al clamor. Recurrían a otros valores en los que depositaban sus esperanzas. Hoy nadie habla ya (salvo los que se repiten) porque el mundo nos parece conducido por fuerzas ciegas y sordas que no oyen las voces de advertencia, los consejos y las súplicas. Algo en nosotros fue destruido por el espectáculo de los años que acabamos de vivir. Y ese algo es aquella eterna confianza del hombre que le ha hecho creer siempre que podían obtenerse de otro hombre reacciones humanas hablándole con el lenguaje de la humanidad. Nosotros vimos mentir, envilecer, matar, deportar, torturar y cada vez que sucedía era imposible persuadir a los que lo hacían de no hacerlo, porque estaban seguros de sí mismos y porque no se persuade a una abstracción, es decir al representante de una ideología.

El largo diálogo de los hombres acaba de cortarse. Y, por supuesto, un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo. Así, al lado de los que no hablaban porque lo juzgaban inútil, se extendía y se extiende aún una inmensa conspiración del silencio, aceptada por los que tiemblan y se dan buenas razones para ocultarse a sí mismos que tiemblan, y suscitada por quienes tienen interés en hacerlo. "No deben ustedes hablar de la depuración de artistas en Rusia, porque es hacerle el juego a la reacción". "No deben ustedes decir que Franco se mantiene en el poder gracias a la ayuda de los anglosajones, porque es hacerle el juego al comunismo". Bien decía yo que el miedo es una técnica.

Entre el miedo muy general a una guerra que todo el mundo prepara y el miedo particular a las ideologías homicidas, es muy cierto que vivimos en el terror. Vivimos en el terror porque ya no es posible la persuasión, porque el hombre fue entregado por completo a la historia y no puede volverse hacia esa parte de sí mismo, tan verdadera como la parte histórica, y que reencuentra ante la belleza del mundo y de los rostros; porque vivimos en el mundo de la abstracción, el mundo de las oficinas y de las máquinas, de las ideas absolutas y del mesianismo sin matices. Nos asfixia esa gente que cree tener la razón absoluta, ya sea con sus máquinas o sus ideas. Y para todos aquellos que no pueden vivir sino en el diálogo y la amistad de los hombres, este silencio es el fin del mundo.

Para salir de este terror habría que poder reflexionar y actuar según esa reflexión. Pero el terror precisamente no constituye un clima favorable para la reflexión. Creo, sin embargo, que en lugar de vituperar este miedo, hay que considerarlo como uno de los primeros elementos de la situación y tratar de ponerle remedio. Nada hay más importante. Pues esto concierne a la suerte de gran número de europeos a quienes, hartos de violencia y de mentiras, burlados en sus esperanzas más caras, les repugna tanto la idea de matar a sus semejantes para convencerlos como la de ser convencidos de la misma manera. Sin embargo, es la alternativa en que se coloca a esta gran masa de hombres en Europa, que no pertenecen a ningún partido, o que no están cómodos en el que eligieron, que dudan de que el socialismo se haya realizado en Rusia y el liberalismo en Estados Unidos, que reconocen, no obstante, a aquéllos y a éstos el derecho de afirmar su verdad, pero les rehúsan de imponerla por la muerte, individual o colectiva. Entre los poderosos de la hora actual, esos hombres no tienen fuerza y sólo podrán hacer admitir (no digo triunfar, sino admitir) su punto de vista y sólo recuperarán su lugar en el mundo cuando hayan tomado conciencia de lo que quieren y lo digan simple y enérgicamente, como para que sus palabras puedan liar un haz de energías. Y si el miedo no es el clima adecuado para la reflexión, deberán, en primer lugar, enfrentarlo.

Para enfrentarlo es necesario ver qué significa y qué rechaza. Significa y rechaza el mismo hecho: un mundo en el que se legitima el homicidio y en el que la vida humana se considera una futileza. He aquí el primer problema político de hoy. Y antes de seguir adelante es necesario tomar posición al respecto de él. Previamente a toda realización deben hoy plantearse dos preguntas: "Sí o no, directa o indirectamente, ¿quiere usted que lo maten o lo violenten? Sí o no, directa o indirectamente, ¿quiere usted matar o violentar?" Todos los que contesten no a estas dos preguntas quedan automáticamente enfrentados a una serie de consecuencias que deben modificar su manera de plantear el problema. Tengo el proyecto de precisar tan sólo dos o tres de esas consecuencias. Entretanto, el lector de buena voluntad puede interrogarse y responder.


lunes, 13 de diciembre de 2021

CONTRA LA NATURALIDAD

 


Lo  natural viene precedido de un aura de verdad y superioridad que no es cosa de ahora. Me parece a mí, sin pretender exagerar, que hunde sus raíces en nuestra memoria social y evolutiva, que discretamente pasa desapercibida como mentalidad, ese poso subyacente en las culturas de los pueblos, que  acaba por determinar hábitos de pensamiento y las conductas dominantes,  haciéndose costumbre, camuflada e incuestionable por su normalidad.

Así, por ejemplo, parece natural el predominio social de los individuos más fuertes, de los más inteligentes, de los más hábiles, de los más trabajadores, de los más virtuosos o de los más astutos, sobre otros más débiles, más ignorantes, más torpes, más perezosos, más indolentes  o más inocentes. O parece natural que aquellos humanos primitivos que pasaban sus vidas deambulando por el mundo, persiguiendo  manadas de animales por sabanas y estepas y  recolectando plantas comestibles por el camino, junto con semillas y frutos con los que también se alimentaban, nos parece natural, digo, que llegara un día en que se cuestionaran ese modo de vida y eligieran quedarse para siempre en un mismo lugar, uno con tierra fértil donde cultivar aquellas plantas de las que tenían semillas. Natural que enseguida apreciaran  la mejoría, el nuevo estado de bienestar y de progreso que suponía vivir todos los días en una tierra con abundancia de agua,  con bosques que dieran abundantes frutos y con abundante leña para hacer fuego. Natural, pues, para ellos y natural que nos lo parezca a nosotros, natural la agricultura y la domesticación de animales que permiten producir y acumular alimentos junto a la cabaña o muy cerca.

Por natural tenemos que la sociedad confíe en la opinión y consejo de sujetos expertos, de alguien que haya estudiado y hable avalado por un título académico, que le reconoce su dominio en un área concreta del conocimiento, de igual modo que a la gente primitiva le pareciera que  confiar en la natural sabiduría de chamanes y sacerdotes era lo más natural del mundo, por ser ellos los genuinos intermediarios entre la divinidad y los humanos, por lo que naturalmente disponían de mayor conocimiento que el resto de la tribu, ¡cómo oponerse a la naturalidad de su jerarquía!  Y si al lugar llegaban más individuos o más tribus,  con intención de hacerse con la mejor tierra, natural que la primera tribu en llegar dijera: ¡no, no, esta tierra ya tiene propietario, es mía!; natural que defendieran su derecho a la propiedad, natural como que con el tiempo se crearan oficinas estatales donde ejercer las profesiones de notarios y registradores de la propiedad, natural que se crearan leyes y ejércitos, eso que naturalmente son los Estados, para que defendieran la propiedad. Y natural que se aplicaran estos entes en acumular fuerza armada suficiente para colonizar y explotar propiedades y poblaciones en  vecinas y  lejanas tierras.

A medida que crecía la propiedad, natural que a todos les pareciera natural que la propiedad tuviera que echar mano de gente que pudiera con el trabajo de tanta tierra; natural que llegara el día en que la tierra fuera trabajada exclusivamente por esclavos y siervos, gentes carentes de propiedad, natural que el laborioso propietario pudiera descansar y beneficiarse del trabajo de aquellas gentes, natural su compasión con aquellos que no tenían tierra propia que trabajar, de la que poder vivir. Natural que unos renegaran de su condición de sirvientes y esclavos, que unos lo hicieran por envidia y otros por razón de justicia; natural que hubiera división de clases, conflictos y revoluciones por aquel invento neolítico de la propiedad,  que aseguraba  alimento y posición social.

Natural que el naturalista señor Darwin, de la observación minuciosa de aves e iguanas dedujera la natural evolución de todas las formas de vida, incluida la humana; natural que el cerebro humano creciera gracias a su perfección morfológica y a la consiguiente destreza de las manos, las que a los homínidos más espabilados les permitían manipular con soltura piedras y palos, creando tecnologías que a su vez contribuían a aumentar sus cerebros en peso y volumen, obteniendo así gran ventaja sobre los demás depredadores que, naturalmente, pasaban a ser depredados por aquellos  homínidos sapiens, más habilidosos y más inteligentes.  Natural que de la tecnología lítica llegáramos a la informática, del cuchillo de piedra a los bits y luego al algoritmo, natural la evolución y  natural la supremacía de la especie humana sobre las demás especies. Como natural que  nos parezca llegado el día en que los humanos empezaron a prescindir de su culto a los dioses, ¿para qué los querían, si bastaba su inteligencia y su conocimiento de la naturaleza  para explicarlo todo, incluso su propia existencia?; natural que los más ignorantes desconocieran las explicaciones científicas, tan complejas, natural que siguieran creyendo en los dioses, si ni siquiera sabían leer ni escribir, natural que por ello fueran despreciados por los  sapiens más cultos y  que éstos  se empeñaran en educarlos naturalmente.

Natural que para muchos humanos el mundo parezca no tener arreglo y que piensen que, incluso admitiendo que no sea perfecto, para ellos éste sea el mejor de los posibles mundos. Natural que haya quien piense en explorar otros mundos afuera, en las estrellas, como que haya quien sospeche que no hay otras Tierras, sólo ésta, donde la vida sea posible. Naturales son el egoísmo como el altruismo, su teórico contrario. Y natural que triunfe el egoísmo, porque trabaja a corto plazo y más sobre seguro, más que el altruismo, que lo hace a largo  plazo y preñado de incertidumbres. Natural que los altruistas culpen a los egoístas de acaparar para sí las riquezas del mundo, natural que los egoístas los vean como verdaderos gilipollas. Natural el gobierno y natural la oposición, izquierdas,  derechas, los centros moderados y los fascistas de todo signo, la patronal y los sindicatos, naturales la policía y la delincuencia, los derechos y los deberes, las leyes y la justicia, el Estado y la Anarquía, natural la represión y la revolución, ésto y lo contrario, el bien y el mal, porque  todo es ya relativo y natural. Sí, sí, como natural es que siempre gane la misma parte y natural que haya quien diga: “¡naturalmente, como no podía ser de otra manera!” (1)

Mi modesta conclusión es que no hay nada más contradictorio que la lógica  equiparable con esta mentalidad natural, la naturalidad con la que observamos y juzgamos el mundo y a nosotros mismos. Pienso que somos conscientes de nuestra  ontológica naturalidad solo durante esos pocos minutos que pasamos en el retrete, y poco más, porque el resto del tiempo lo dedicamos a contradecir la naturaleza que decimos ser, con la boca pequeña, del modo más lógico y natural. 

Así que para eso fueron inventados la propiedad y la libertad, el estado y la democracia, para que  según su inteligencia,  cada homínido pudiera defender  su opinión y lo suyo naturalmente, con la lógica natural que emana de la ciencia y la propiedad. Ya saben ustedes que fue Solón, uno de los siete sabios de Grecia, quien inventara la democracia, en la que naturalmente participaban solo los propietarios, asistidos por  sacerdotes y guerreros, cuyas sabidurías y fuerzas respectivas les permitían llegar a ser   ellos  también propietarios,  por fin  libres y plenamente ciudadanos. Como se sabe, incluso en las democracias campesinas y feudales también participaban en los concejos las mujeres viudas, no por su viudedad o por su condición femenina, sino por su condición de propietarias, y por eso vecinas de pleno derecho, naturalmente.

Ya saben que el derecho de presura, el que el Estado romano concedía a los soldados-colonos, permitía a éstos roturar en propiedad  cualquier tierra que no estuviera cultivada; y que tal derecho pasó a la Declaración Universal de los Derechos Humanos que promulgara en París  la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 217 A (III), el 10 de diciembre de 1948 y que recoge en sus 30 artículos los derechos humanos considerados básicos, como el de libertad de opinión y expresión. Y no se le olvidó a la Asamblea meter entre ellos,  como uno más, el derecho de propiedad (que  figura como artículo 17 de dicha Declaración), descrito como  derecho de toda persona y que puede ser ejercido individual o colectivamente. Recuérdese que este artículo fue redactado por consenso, en medio de la Guerra Fría, entre el bloque socialista y el bloque capitalista.

A ninguna mente feminista se le ocurrió por entonces hilar la propiedad de la Tierra con el Patriarcado a través del derecho de herencia, ni con la esclavitud en general, y menos aún con la específica  esclavitud de las mujeres, ni tampoco con la creación de los primeros Estados, aquellas instituciones dotadas de Leyes y Ejércitos, constituidas para  la defensa natural y legítima de tal derecho a la  apropiación de la tierra común, como de la vida en general, y en particular la de mujeres y hombres, igualmente esclavos. Natural que se molesten los defensores del feminismo estatal cuando sus contrarios identifican este feminismo como ideología propia del Estado.

Como a nadie se le ocurrió entonces (y eso dura todavía) la diferencia existente entre hacer propios los productos del trabajo y apropiarse de aquello que por ser  común no es de nadie. Comunal se llama eso, que  es universal cuando se refiere a bienes universales, caso de la Tierra y el Conocimiento, al menos tal como yo lo entiendo. Recuérdese que el conocimiento no puede ser producido más que socialmente y que, por tanto, aunque nos parezcan naturales las propiedades intelectuales, los derechos de patentes y los copyright, a ningún particular  puede pertenecer legítimamente en modo alguno, por muy natural que  nos parezca. Claro que  será muy difícil entenderlo mientras parezca natural que el trabajo humano siga siendo mercancía, de alquiler y compra-venta, como la tierra misma, o como la dignidad debida a  nuestros iguales.
 
Pasados diez mil años, sólo a un ignorante se le podría ocurrir hilar aquel invento neolítico, el del derecho natural a la apropiación de la Tierra Común con la pronta inclusión de la naturaleza y de la vida toda, incluida la de mujeres y hombres...¡qué artificio mental, hilar aquel suceso tan remoto con el hipermoderno Capitalismo de Datos actual y sus Estados financieros!...¡qué simpleza, no apreciar su deslumbrante promesa de progreso, su prometeica metafísica, tan ecológica y algorítmica!, pero ¿a quién, sino a un loco o a un inculto, se le podía ocurrir tamaño despropósito, cuando ya no nos acordamos (ni nos importa) lo que sucedió la semana pasada? Y además:  para eso está la democracia y la lucha de clases, amigas y amigos, para que puedan expresarse libremente y con toda naturalidad tanto locos como cuerdos, para que la clase de los propietarios pueda defender lo suyo y tengan el mismo derecho todos aquellos que  quieran ser propietarios como ellos, eso es lo democrático, científico y natural.

Así que natural me parece ahora que  un cuñado mío me llamara ayer por teléfono, para darme este consejo: “mira a ver si dejas de soñar y darle vueltas al coco, anda y ve a vacunarte antes de que tenga que ir a tu casa la Guardia Civil para llevarte al ambulatorio a la fuerza”. Natural que me lo diga, es lo que  me pasa por ser negacionista de la naturalidad.

 
Nota:
(1) Acostumbrado y natural “latiguillo” frecuentemente utilizado por las autoridades en sus comunicaciones y discursos, tanto públicos como privados.

jueves, 9 de diciembre de 2021

NO NO ME QUEDAN PALABRAS

 

  No no me quedan palabras

 

Tengo para pensar cuanto deseo

no para decir lo que quiero

un mundo al que ponerle

futuros con cuerpo


Palabras que se aproximen siquiera


No no tengo palabras nuevas

que digan por mí lo que siento


Se me agotaron las existencias

estoy esperando un pedido

perdonen la espera


Dediqué una vida a tomar distancia

del cuartel y de la escuela

a olvidar su tufo a semen y naftalina

 

Me llevé conmigo sólo el olor a madrugada

una botella de oxígeno obrero

envasado en los altos páramos

de los Pajarillos Altos mi barrio

 alto y molinero


Toda una vida ha pasado

y se me ha hecho toda muy corta

como una tarde de las pasadas al fresco

dudando si entrar o no

al prohibido corro de las niñas

vigiladas por sus abuelas


Y todo para volver a respirar

a estas alturas de los tiempos

aquel viejo tufo reciclado

de la escuela y del cuartel 

a mis setenta años


Quién me lo iba a decir

que no podría hablar sin cuidado

nada que parezca inconveniente


No no puedo con este hambre


Sin palabra que llevarme a la boca

otra vez aquel ansia por decir

el mismo tufo a semen y naftalina


Decía un humorista alemán del año 38

qué felices serán los que lleguen a vivir

el próximo año del próximo siglo


No no me quedan palabras

sábado, 27 de noviembre de 2021

ECOGRAFÍA

 

CRISIS DE LA PRESENCIA, PROSPECTO, CONTRAINDICACIONES                        (sobre sueltos de Tiqqun) 

Advertencia. Sólo me hago responsable de las palabras no cursivas y negritas, por lo que todas las posibles reclamaciones de los posibles lectores deberán ser dirigidas a Tiqqum, marca editorial, corporativa y anónima, de los verdaderos autores de estas líneas, que yo me he limitado a entresacar al azar de entre algunos de sus textos, eso sí, interesadamente.

Nativos del extranjero. En los últimos siglos del Imperio romano, todo estaba igualmente desgastado. Los cuerpos estaban cansados, los dioses muriéndose y la presencia en crisis. En los cuatro rincones de un mundo en exilio, se escuchaba la gran súplica: que se ponga fin a ésto. El fin de una civilización empujaba la búsqueda de otro comienzo. El vagabundeo venía a aliviar el sentimiento de ser un extranjero en todas partes. (TIQQUN: Y la guerra apenas ha comenzado, 2001) 

Consumidor intocable, ciudadano impotente. En la república burguesa, ahí donde el hombre es un sujeto reconocido y verdadero se le abstrae de cualquier atributo propio, es una figura sin realidad, un «ciudadano»; y ahí donde, ante sus propios ojos y los ojos de los demás, pasa por ser un sujeto real, en su existencia cotidiana es una figura sin verdad, un «individuo». La edad clásica ha planteado de este modo los principios cuya aplicación han hecho del hombre lo que conocemos, a saber, el agregado de una doble nada: por un lado, la del «consumidor», ese intocable, y por el otro, la del «ciudadano», esa irrisoria abstracción de la impotencia.

PROSPECTO

Lágrimas y chocolate. Hizo falta la conjunción de un analfabetismo emocional, a partir de ahora general, y de una pobreza del mundo que se endurece año tras año, para que los hombres llegaran a devorar semanarios en los que se puede leer que, en caso de penas amorosas, las lágrimas son aconsejadas de manera encarecida, ya que “contienen una gran cantidad de neurohormonas de estrés” pero que, si llorar es una operación demasiado compleja para nosotros, podemos dirigirnos a una tableta de chocolate, “porque contiene PEA, cafeína, magnesio y glucosa” (Quo, julio de 1999).

Solo sabe el experto. Sexólogos, nutricionistas, genetistas, pedagogos, investigadores y “especialistas” de todas las confesiones están involucrados a millares en una minuciosa empresa de desfamiliarización de nuestra fisiología, nuestros sentimientos y nuestra vida. Cada sensación debe pasar —el placer, por supuesto, no es una excepción— por la mesa de disección del “experto”, quien nos dirá lo que uno siente verdaderamente y qué consecuencia puede tener sobre nuestra “salud”.

La enfermedad como justo castigo. Y es ese cuerpo glorioso el que, habiéndose separado de nosotros en una instancia independiente, en un espectro, nos gobierna actualmente en fragmentos contradictorios. Quiere cremas para no envejecer, pues nuestros ojos se cubren de arrugas. Reclama un gel para nuestras piernas, puesto que ya nos pesan. Tal producto le hace falta para broncearse, tal otro para no quemarse y aquél, sobre todo, para mantenerse firme. Sólo nos queda reunir la profusión de decretos así emitidos y después ejecutar las órdenes, todo por nuestro bienestar. Hasta tal punto llega esta tiranía que sus esclavos necesitan creerse los amos: “No le dejo hacer nada, lo controlo todo el tiempo, siempre soy dura con él”, dice la top model Carla Bruni de su cuerpo, creyendo ocultar así las proporciones de su servidumbre. La astucia consiste en transformar toda verdadera intimidad con uno mismo en comportamiento de riesgo, en daño potencial para nuestra “salud”, que sólo nos pertenece, por supuesto, cuando hay que preservarla. La enfermedad figura entonces como un justo castigo.

Hay que impedir toda revolución futura. El brazo armado del poder que viene es la medicina. Es ésta, a partir de ahora, la que decide sobre la muerte y la vida, último vestigio de una soberanía que ya no encontramos por ningún lado en la política clásica. Se prepara una revolución que trata de impedir toda revolución futura. Trata de hacer de nuestro cuerpo un agente exclusivo de separación; quiere que cada uno se convierta en la excepción a una regla médicamente definida. Nosotros seremos entonces los pacientes, los anormales.

La medicina en gestación es una medicina genética, en absoluto terapéutica. Es una técnica que sabrá establecer qué enfermedades podríamos padecer, sobre la base del análisis del ADN. Por esta vía, la relación entre presente y pasado se encontrará invertida, tras haber decidido ya todo en nuestro lugar la combinación única de genes que nos constituye. Será una medicina de la culpabilidad, la certeza y la separación. La enfermedad, en todo lo que ha tenido de confortable y de imprevisible, desaparecerá, dando lugar a la responsabilidad que cada uno acarreará por el peso de su sufrimiento. Y como “más vale prevenir que curar”, nuestras enfermedades potenciales se alinearán en un siniestro cortejo de precauciones a tomar en el camino de la existencia.

La sumisión de los sanos. Habrá de un lado la comunidad de “sanos” y del otro la de los “enfermos”. Prestando atención al Nietzsche más dudoso, la primera huirá de la segunda como de la peste. La vida de los sanos estará constelada por los plazos de un ineludible calendario de prevención, pero los sanos serán los sumisos, los pacientes eternos que llevarán una vida de enfermos para no serlo. Los enfermos, por su parte, serán “los que lo quisieron”. Pues, una vez dados todos los consejos, cada uno se encontrará frente a su deber, hacia sus cónyuges, hacia sus amigos, hacia sus médicos. Y habrá que elegir un bando.

Adivinos sin misterios, los médicos tendrán un papel de una omnipotencia inquietante, pretenderán conocerlo todo y, especialmente, preverlo todo. Ya no serán la inquietud y la duda las que envenenarán nuestra alma, sino la dura certeza de la predisposición, la ley inmutable de lo hereditario. La potencia de los males que nos acechan servirá para acabar de raíz con cada uno de nuestros gestos, para minar de entrada todos nuestros actos.

El deseo de cambiar de cama. Este poder alcanza a lo que hay de más expuesto y al mismo tiempo más oculto en nosotros, la nuda vida, que ha producido una formación social donde todo lo que excede al dominio abstracto de “la economía” no participa de nada. El bloom es el nombre de esta vida sin defensa, sin valor, sin forma y, sinceramente, por debajo de lo humano. Lo que se juega aquí no es indigno de nuestra atención: implica tal devastación del sujeto occidental que lo político mismo se ha vuelto radicalmente imposible, en su forma clásica. La ausencia de este sujeto, que había habitado tanto la filosofía como las ciencias y la política, ha dejado un lugar que hace hiatos, que es el bloom. Con él, tenemos que vérnoslas con una vida humana disminuida, con una criatura incapaz de deseo, voluntad y autonomía. Lo político sólo puede ser trágicamente denegado a tal criatura, cuyo destino es el de una espera sin fin ni objeto. Por último, esta sociedad se asemeja a un hospital donde cada enfermo estaría poseído por el único deseo de cambiar de cama.

Todo sea por mi bien. La dominación ya apenas nos exige ser más que pacientes, en el doble sentido del término: habríamos de soportar y sufrir pasivamente su desastre sin exigir nunca reparación y, al mismo tiempo, tolerar ser dependientes de ella, no como se podría depender de un padre o un empleador —relaciones que siempre reservan la posibilidad de una emancipación—, sino como un paciente depende de su médico, es decir, en una relación cuya interrupción provoca la muerte del paciente mismo.

Contra toda evidencia, el cuerpo podría ser nuestro. Y mientras que los cuerpos humanos invaden el planeta en una proliferación sin precedentes, garantizada por los “progresos” de la medicina, el espíritu termina por abandonar esos cuerpos desapasionados, que se han vuelto extraños, ajenos a sí mismos y al otro, mientras que la realidad se aplana en una trama contingente, donde todo habla de todo salvo de nosotros y nuestro destino.

Entre nosotros y nosotros mismos se ha abierto un abismo de extrañeza que debe ser colmado de cualquier manera por esas figuras expertas que pretenden enseñarnos cómo servirnos de nosotros mismos. Tal es la política por venir de la dominación, la biopolítica: una política que gestiona los cuerpos como continentes de almas. Se trata de hacer que nos reduzcamos a aquello con lo cual el poder nos sujeta. ¿Y qué hay más necesario, más inmediato, qué hay más inalienablemente nuestro que nuestro cuerpo? Todo lo que somos, todo lo que hacemos, se desarrolla en los límites de nuestro cuerpo. Nuestra alma está, decíamos, enclavada en él. Es aquello que nos pone en comunicación con el mundo, con los demás, también es lo que nos separa irremediablemente. Pero sobre todo, es por el cuerpo por lo que somos “individuos”, sujetos distintos, seres identificables, y es precisamente esto lo que sirve como blanco privilegiado para toda opresión. Dicho de otro modo: nuestro cuerpo es prisionero de un alma prisionera del cuerpo.

Usted ni se imagina quién soy yo. Elevándose sobre dos milenios de perfeccionamiento continuo de las técnicas de opresión, el biopoder extrae la conclusión de nuestra debilidad; se arroga toda competencia sobre lo que tenemos de más íntimo: nuestros sentimientos, nuestras “pulsiones”. La luz excesivamente cruda de la realidad podría, dice, herirnos. ¿Y quiénes somos, después de todo, para pretender que sabemos conducirnos? ¿El hombre moderno no es, según Kant, un niño que no puede caminar sin su andador?

Curación preventiva. La medicina en gestación es una medicina genética, en absoluto terapéutica. Es una técnica que sabrá establecer qué enfermedades podríamos padecer, sobre la base del análisis del ADN. Por esta vía, la relación entre presente y pasado se encontrará invertida, tras haber decidido ya todo en nuestro lugar la combinación única de genes que nos constituye. Será una medicina de la culpabilidad, la certeza y la separación. La enfermedad, en todo lo que ha tenido de confortable y de imprevisible, desaparecerá, dando lugar a la responsabilidad que cada uno acarreará por el peso de su sufrimiento. Y como “más vale prevenir que curar”, nuestras enfermedades potenciales se alinearán en un siniestro cortejo de precauciones a tomar en el camino de la existencia.

De sujetos a pacientes. La enfermedad es un lenguaje. El cuerpo es una representación. La medicina es una práctica política. (Bryan S. Turner). El paciente ya no es una parte del engranaje de la medicina convencional. Ahora forma parte de un dispositivo integrado, en el sentido que lo entiende Deleuze. Es un material imprescindible para las actividades productivas, un mecanismo de valor monetario y un arquetipo individual necesario al poder que lo gestiona. No, ya no se trata de la vieja medicina. La nueva realidad es otra cosa.

CONTRAINDICACIONES

Las metrópolis de la separación. Las metrópolis se distinguen de cualquier otra gran formación humana, en primer lugar, porque son lugares en donde la mayor proximidad, y a menudo la mayor promiscuidad, coincide con el mayor extrañamiento. Nunca se había visto reunido semejante número de hombres, pero tampoco estuvieron nunca hasta tal punto separados.

El febril entusiasmo por la producción industrial de kits de personalidad, identidades desechables y demás naturalezas histéricas parece ineluctable. En lugar de considerar su vacío central, los hombres, en su mayoría, retroceden ante el vértigo de una ausencia total de propiedad. Louis Dumont, en su obra sobre la ideología moderna, la ideología económica, dice que la propiedad impone la construcción artificial de un sistema político a partir de átomos individuales (...). No es más que la medida del hecho de que en nuestro universo atomizado todo cae hecho pedazos” (1999, 75).

Podría haberlo dicho Tiqqun o cualquier filósofo radical, podría haberlo dicho cualquiera, incluso yo, pero es la afirmación de un solvente y riguroso científico, antropólogo para más señas.

PD:                                                                                                                                                  Definición y teoría del bloom:  es el afloramiento final de lo originario. Son  los nuevos sujetos anónimos, singularidades cualquiera, vacías, dispuestas a todo, que pueden difundirse por todos lados pero permanecen inasibles, sin identidad pero reidentificables en cada momento. El problema que se plantean es: ¿Cómo transformar el bloom?, ¿Cómo operará el bloom el salto más allá de sí mismo?" En lo sucesivo y por doquier, no habrá más que bloom y  huida del bloom. Queda la inevitable inquietud que creemos apaciguar exigiéndonos unos a otros la rigurosa ausencia de sí, ignorando esta potencia común que, por ser anónima, se ha vuelto incalificable. El bloom es el nombre de ese anonimato.