Ilustración de David Plunkert |
Comprendo, defiendo y hasta procuro practicar la moderación en las relaciones personales, porque favorece la empatía y la convivencia. Pero en el ámbito político pienso que las posiciones autodefinidas como “moderadas” no sólo son nefastas en el contexto de la política actual, sino que, además, son rotundamente amorales. No concibo otra política que la dirigida al bien común, sin que quepan argucias, como el recurso a la moderación, queriendo justificar una moral circunstancial y acomodaticia aplicada a la vida pública, en la que todo quepa en un mismo paquete “democrático y moderado”: el bien, el mal y todo lo contrario, todo en un espacio de centro moderado, tan falso como amoral.
Son inadmisibles las políticas mediocres, etiquetadas de “menos malas”. Buenas a medias o malas a medias. En ambos casos las considero malas por naturaleza y por definición, cuando a priori renuncian a la excelencia moral, a su propio perfeccionamiento. Es moralmente inadmisible cualquier política que anteponga el bien individual al bien común, sin que haya lugar para excepciones, porque esa es la ontológica naturaleza ética y moral de la política, orientada a ser, necesaria y radicalmente social, comunitaria y democrática. Si el mal figura entre las opciones disponibles, ni la sociedad ni el individuo pueden concebir esa forma de libertad sino como neutra e irresponsable facultad de elegir. Tampoco es nada inocente contraponer las libertades individuales al bien común.
Por imperativo categórico, la sociedad sólo puede ser autónoma y soberana, sólo puede optar por la excelencia moral y política, sólo puede avanzar encaminada al bien común, a corregir toda contradicción entre bien individual y bien común...por eso, desde la ética personal y desde la moral social, la política está obligada a ser siempre radical y en absoluto moderada.
Son inadmisibles las políticas mediocres, etiquetadas de “menos malas”. Buenas a medias o malas a medias. En ambos casos las considero malas por naturaleza y por definición, cuando a priori renuncian a la excelencia moral, a su propio perfeccionamiento. Es moralmente inadmisible cualquier política que anteponga el bien individual al bien común, sin que haya lugar para excepciones, porque esa es la ontológica naturaleza ética y moral de la política, orientada a ser, necesaria y radicalmente social, comunitaria y democrática. Si el mal figura entre las opciones disponibles, ni la sociedad ni el individuo pueden concebir esa forma de libertad sino como neutra e irresponsable facultad de elegir. Tampoco es nada inocente contraponer las libertades individuales al bien común.
Considero la libertad como una facultad prepolítica y exclusivamente individual. Podremos hablar de individuos libres, pero sólo podremos hablar de sociedades libres como metáfora de su autonomía y soberanía, sólo en el sentido de sociedades autogobernadas, en asamblea de individuos libres e iguales. Sólo un individuo aislado, sometido y acosado por su instinto de supervivencia, puede plantearse la elección de bienes exclusivamente individuales; mientras que la sociedad no puede sucumbir a la miseria ética de ese individuo “libre”, sometido a su instinto más primario. Ese individuo aislado tiene un
sentido utilitario del bien y del mal, sólo pensando socialmente puede plantearse la bondad o maldad de su conducta, aunque esa duda se preste a producir
una falsa conciencia, una moral laxa y acomodaticia.
Sólo en la práctica de su comportamiento en sociedad, en los hechos de
la vida real, adquirimos clara conciencia de lo que está bien o mal, porque la vida humana nunca es sólo individual, siempre es social, como lo es toda forma de
vida. Ningún individuo, de ninguna especie, tiene una vida que
empiece y acabe en sí mismo, todas las vidas son sociales.
Por imperativo categórico, la sociedad sólo puede ser autónoma y soberana, sólo puede optar por la excelencia moral y política, sólo puede avanzar encaminada al bien común, a corregir toda contradicción entre bien individual y bien común...por eso, desde la ética personal y desde la moral social, la política está obligada a ser siempre radical y en absoluto moderada.