Ilustración de Igor Morski |
Quien no tome algo de
distancia de la actualidad política está obligado a pensar
confinado en los márgenes del pensamiento dominante, que determina
lo que es y lo que no es la Actualidad, tal es su poder. Sin esa
distancia y esa consciencia, hablar de “construir la alternativa”
siempre será un ejercicio quimérico, una ensoñación, eso sí,
renovada en su diseño pero meramente superficial y sólo novedosa en
apariencia.
Le oigo decir a Juan José
Millás, en una entrevista televisiva, que no existe alternativa. Y
estoy de acuerdo, en eso consiste la crisis política del sistema
dominante, en que se ha quedado sin alternativa a su izquierda. Pero
ésta, su enésima crisis, es coyuntural y es interna, es la de su
facción izquierda, no la de su boyante facción derecha. Su crisis
por la izquierda le provoca al sistema un desequilibrio estructural,
con la consiguiente amenaza para su estabilidad. Para encarar su
propia continuidad, necesita una “alternativa” a su izquierda que
ahora le falta, de ahí los movimientos compulsivos por ocupar ese
lugar, de Podemos y PSOE en el caso de España. Esa es la causa de
todas las convulsiones “populistas” que están produciéndose en
el “democrático” occidente, el sistema busca y promueve su
neoalternativa, la renovación de su oposición interna, porque está
en juego la “estabilidad” de la que depende su continuidad
reproductiva.
Su aparente desorden en
éste su momento global, no expresa sino la imperiosa necesidad de
reencontrar el perdido punto de equilibrio que hasta muy
recientemente aportaba la socialdemocracia y que ahora ha dejado de
aportar, aquejada de una grave desafección popular y la consecuente
anemia electoral. Desde la descomposición de la Unión Soviética,
la socialdemocracia venía relizando eficazmente esa función
“alternativa”, de opositora fiel, colaborativa y garante del
equilibrio y la estabilidad del sistema estatal-capitalista.
El pensamiento dominante
es, a mayores de totalitario, fundamentalmente antidemocrático;
embarulla intencionadamente filosofía y política, embute ambos
planos del pensamiento en una tripa exclusivamente económica, que
lo amalgama y lo comprime todo, dando una explicación choricera de
la realidad, simple pero eficaz, a partir de su cuantificación
numérica, es decir, de la economía como chicha vital y única, que
no necesita de la democracia más que como aditivo sucedáneo, en su
publicidad mercantil y electoral, dirigida a ganar la adhesión de
unas masas que aún guardan en su ancestral memoria una vaga idea de
la democracia como “justicia natural”, una borrosa imagen de sí
mismas como comunidades democráticas de individuos libres, lo que
sigue siendo potencialmente peligroso para el Orden de las élites.
Su sistema aún necesita recurrir a la idea de democracia aunque
sólo sea como sucedáneo, porque el peligro subsiste, agazapado en
muchos individuos y culturas, aunque sólo sea como poso mínimo, en
la milenaria memoria de la especie humana.
Eso sería el anarquismo
en esencia, un pensamiento ancestral fundamentado en una idea
abstracta de la democracia como autonomía, como bien esencial,
individual y social, un Estado natural, de “democracia y
justicia”, considerado intrínseco y propio de la condición
humana. Pero es una idea tan natural y abstracta como su contraria,
la del gobierno por élites, éste como mal menor y necesario, que
igualmente considera “natural y legítima” su razón de Estado,
la del gobierno “de los mejores, los más fuertes e inteligentes”.
Es la eterna confrontación entre dos ideas irreconciliables: una
igualitaria y democrática y la otra elitista y antidemocrática. Es
una confrontación cuyo saldo histórico hasta ahora viene siendo
favorable al pensamiento elitista, el que niega la capacidad de
autonomía de los individuos y sus comunidades; así, éstos nunca
tendrán otra opción que el sometimiento al orden que “naturalmente”
se fundamenta en el gobierno de las élites, autoconsideradas como
gobierno selecto de los individuos más fuertes e inteligentes,
elevando los principios de fuerza y competencia a nivel superior a
los de colaboración e inteligencia.
A partir de ahí empieza
a explicarse el continuado fracaso, como el continuado éxito, de uno
y otro sistema de pensamiento. El pensamiento democrático tiene el
potencial en su ideal teórico, mientras que el pensamiento
antidemocrático lo almacena en su operatividad, en el poder de su
praxis. No otra es la explicación de la Actualidad como sistema
dominante a escala global, mucho más por la eficacia de su práctica
que por sus virtudes teóricas.
Haber jugado
“teóricamente” en el terreno “práctico” del contrario,
explica perfectamente la derrota continuada del libre pensamiento y
su rendición a la razón práctica, en la que el contrario
concentra todo su poder. Seguir jugando a izquierdas y derechas,
seguir apostando el destino de la especie humana a una confrontación
interna entre facciones que se disputan el gobierno de un mundo
previamente parcelado en fronteras de Estados y Bloques, de Élites y
Pueblos, de Derechas y de Izquierdas, de Propietarios y
Desposeídos...es asegurar la rendición y definitiva derrota del
pensamiento libre, autónomo y democrático.
Hoy debería llamar
nuestra atención la euforia floja que experimenta la izquierda en
todo el mundo, cuando (si no en su teoría, pero sí en su práctica)
se alista igual con el populismo de derechas que con el de
izquierdas (véase, si no, la distribución por clase social de los
actuales partidos europeos y americanos). Esos populismos son, sin
duda alguna, de corto recorrido: más pronto que tarde serán
absorbidos y plenamente integrados por el orden dominante,
contribuyendo eficazmente a la simulación de una alternativa.
Abstenerse de participar
en el juego falsamente democrático -estatal y capitalista- hasta
crecer lo suficiente para debilitarlo por aislamiento; combatir en el
terreno real y práctico, generando autonomía personal y
comunitaria, economía y autogobierno comunales, esa es la propuesta
estratégica de fondo y de más largo recorrido. Por contra, la
estrategia izquierdista, en esencia cortoplacista, resulta letal,
porque imposibilita cualquier avance real del pensamiento
emancipador, como nuestra experiencia histórica ya ha acreditado en
demasía.
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