lunes, 26 de junio de 2017

LA MODERACIÓN Y LA REPRESENTACIÓN COMO ARGUCIAS

Ilustración de David Plunkert
Comprendo, defiendo y hasta procuro practicar la moderación en las relaciones personales, porque  favorece la empatía y la convivencia. Pero en el ámbito político pienso que las posiciones autodefinidas como “moderadas” no sólo son nefastas en el contexto de la política actual, sino que, además, son rotundamente amorales. No concibo otra política que la dirigida al bien común, sin que quepan argucias, como el  recurso a la moderación, queriendo justificar una moral circunstancial y acomodaticia aplicada a la vida pública, en la que  todo quepa en un mismo paquete “democrático y moderado”: el bien, el mal y todo lo contrario, todo en un espacio de centro moderado, tan falso como amoral.
Son inadmisibles las políticas  mediocres, etiquetadas de  “menos malas”. Buenas a medias o malas a medias. En ambos casos las considero malas por naturaleza y por definición, cuando a priori renuncian a la excelencia moral, a su propio perfeccionamiento. Es moralmente inadmisible cualquier política que anteponga el bien individual al bien común, sin que haya lugar para excepciones, porque esa es la ontológica  naturaleza ética y moral de la política, orientada a ser, necesaria y radicalmente social, comunitaria y democrática.  Si el mal  figura entre las opciones disponibles, ni la sociedad ni el individuo pueden concebir esa forma de libertad sino como neutra e irresponsable facultad de elegir. Tampoco es nada inocente contraponer las libertades individuales al bien común.
Considero la libertad como una facultad prepolítica y exclusivamente individual. Podremos hablar de individuos libres, pero sólo podremos hablar de sociedades libres como metáfora de su autonomía y soberanía, sólo en el sentido de sociedades autogobernadas, en asamblea de individuos libres e iguales. Sólo un individuo aislado, sometido y acosado por su instinto de supervivencia, puede plantearse la elección de bienes exclusivamente  individuales; mientras que la sociedad  no puede sucumbir a la miseria ética de ese individuo “libre”, sometido a su instinto más primario. Ese individuo aislado tiene un sentido utilitario del bien y del mal, sólo pensando socialmente puede plantearse la bondad o maldad de su conducta, aunque esa duda se preste a producir una falsa conciencia, una moral laxa y acomodaticia. Sólo en la práctica de su comportamiento en sociedad, en los hechos de la vida real, adquirimos clara conciencia de lo que está bien o mal, porque la vida humana nunca es sólo individual, siempre es social, como lo es toda forma de vida. Ningún individuo, de ninguna especie, tiene una vida que empiece y acabe en sí mismo, todas las vidas son sociales.


Por imperativo categórico, la sociedad sólo puede ser autónoma y soberana, sólo puede optar por la excelencia moral y política, sólo puede avanzar encaminada al bien común,  a corregir toda contradicción entre bien individual y bien común...por eso, desde la ética personal y desde la moral social, la política está obligada a ser siempre radical y en absoluto moderada.


Por ejemplo, es radicalmente amoral toda forma de trabajo asalariado, como lo es toda forma de representación política. No caben juicios moderados  cuando nos referimos a la clase social constituida por propietarios, patronos y gobernantes, porque todos ellos son radicalmente malos en esencia y en grado sumo. Es totalmente inadmisible e insoportable que cualquier individuo pueda disponer de una “libertad” que le permita apropiarse de los bienes que, por ser naturales (de la Tierra), o por ser producidos socialmente son, respectivamente, “propios”  del común global o del común local. Es inadmisible e insoportable la idea de que alguien pueda vivir “libremente” a costa del trabajo y de la vida de otro u otros individuos. Porque tal relación de dependencia y sumisión, por muy “generosa” que fuera, es radicalmente inasumible en su totalidad, como lo es  cualquier forma de relación  de poder que degrade la vida humana a la condición de objeto y mercancía. A partir de ahí, todo discurso “moderado” sobre la libertad o las  libertades no es  sino pura pedagogía panfletaria del sistema dominante.
La política no puede ir orientada sino a la creación de las condiciones de vida que impidan la organización jerárquica de la sociedad. No cabe concebir otro orden social que uno "bueno",  en el que no haya lugar para la existencia de élites dominantes, sean propietarias, patronales o gobernantes. Consecuentemente, tampoco hay lugar para las instituciones que sustentan el orden jerárquico estatal-capitalista, construido a lo largo de la historia por esas élites.

Dichas élites han logrado imponer dos ideas que son claves en su estrategia de hacer sostenible el orden de la dominación: que el individuo humano es de natural egoísta y que el autogobierno  de la sociedad es “técnicamente” imposible y que, por tanto, debemos conformarnos con una  especie de predemocracia imperfecta, mínima y mediocre -la parlamentaria o representativa- bajo el pretexto y justificación de que  es "la menos mala de todas las democracias posibles”. Ni siquiera se permite el sistema imaginar cualquier otra opción que pudiera ir encaminada a  resolver esas "dificultades técnicas”, sería demasiado radical; para el sistema siempre será preferible la opción “moderada” que consiste en una apariencia o representación de la democracia.

En su formulación actual, la política se nos presenta como un doble ámbito, económico y político, en paralelismo similar y tan falso como el existente entre las dos facciones que componen el sistema bipartito (izquierdas/derechas) del poder, que no es sino la simulación de una  confrontación, entre el ámbito de la Economía (del que es titular la clase de propietarios-patrones) y el ámbito político del Estado, del que es  titular una  falsa “comunidad nacional”, supuestamente soberana, que con su voto legitima el orden jerárquico general.
Así, en esa confusión institucionalizada, el  conflicto de clases aparece escamoteado; la clase dominante actúa repartida en esos dos frentes colaborativos, el económico y el político, bajo una apariencia bipartita de intereses contrapuestos, de izquierdas y derechas,  camuflada en un bosque legal de aparente igualdad “política”. Así, escuchamos decir, sin rubor alguno, que “según la Constitución, todos los ciudadanos somos iguales ante la Ley”.

La bipartita clase dominante tiene así siempre asegurada su posición de dominio a través de ese mecanismo de sumisión estructural y legal que es el Estado...tiene toda su lógica,  para eso y no para otro fin fueron creados todos los Estados. Por eso, se vista de mona o de democracia, el Estado no puede ocultar su esencia totalitaria y su finalidad como baluarte del “estatus” de la clase dominante. Todo armatoste estatal tiene su origen  en una contínua y sistemática apropiación violenta, de los bienes sociales o del Común y de la autonomía individual, por lo que siempre está necesitada de legitimación “democrática”. Y por esta razón el Estado ha venido perfeccionando sus mecanismos de simulación y camuflaje a lo largo de la historia, hasta alcanzar su máxima perfección en la modernidad industrial, creando un ámbito  político artificialmente separado de la vida real...como si una  “democracia  política” pudiera encubrir la realidad de una dictadura integral: social, económica y política.

Sólo pueden llegar al poder político los que ya lo tenían por la vía económica (propietarios y patronos)  o aquellos que  pasan a participar aubalternamente de dicho "estatus",  legitimando en los parlamentos el robo de los bienes comunales y pasando a desempeñar el mismo  oficio de las élites,  consistente en vivir de los bienes del Común y del trabajo ajeno. Los representados asisten así al espectáculo de la política como un juego de ficción democrática, de izquierdas y derechas, en la que el Estado es presentado y soñado como única  posibilidad de defensa ante los abusos de las élites  y como única vía hacia un Estado imposible, justo e igualitario.
Pero la realidad es que la sostenibilidad del “Estatus” se asienta en la permanencia  y reproducción de las condiciones de vida que favorecen la dominación. El armatoste estatal es consustancial al conflicto social, de igual modo que es equiparable al permanente conflicto -comercial y bélico-  entre Estados. Nadie que pertenezca a la clase sometida, de los asalariados y gobernados, puede defender la utilidad del  armatoste estatal como herramienta de liberación, sin menoscabo de su vergüenza e inteligencia.

Empresas y partidos, junto a otras muchas instituciones que conforman la hipercompleja estructura de los Estados contemporáneos, son los principales instrumentos de los que se sirven las élites para encajar a los individuos en el orden jerárquico, facilitando su amaestramiento según normas, usos y costumbres a ellas convenientes. Inequívocamente, empresas y partidos  trabajan siempre a beneficio de la clase dominante, para mantener su “Estatus”. Empresas y partidos no sólo son perjudiciales e innecesarios para la democracia, sino que, además, la hacen imposible. El Común y el Estado son incompatibles y excluyentes entre sí. Bajo el Estado, el Común  o Pueblo sólo es concebible como una fantasmal "comunidad nacional", destinataria de un "bien común" no menos irreal. El Común o Pueblo sólo puede alcanzar existencia propia al margen, en contra y tras la extinción del armatoste estatal.

Podemos darle todas las vueltas que queramos, dejar que el tiempo siga pasando, esperar tres siglos más de evolución y perfeccionamiento del sistema de dominación estatal-capitalista...pasará la época de la corrupción pepera, de las fallidas mociones pablistas y de los convulsivos congresos sanchistas, pasarán las oficiales y nostálgicas conmemoraciones del regimen neofranquista del 78... que por más moderado que sea nuestro comportamiento individual y social, todo lo que ahora nos parece tan importante y definitivo quedará para el recuerdo como un mínimo hito, meramente anecdótico e insignificante, mientras  nos acercamos aceleradamente a la encrucijada  en la que una elección responsable y radical será ineludible... o tiramos hacia la construcción de una democracia real y  optamos por reconstruir nuestra individualidad consciente,  o tiramos hacia su definitiva  destrucción.
No será necesario esperar mucho. Y no hace falta mucha inteligencia para intuir que la opción recomendada por el Estatus siempre será la más “moderada”. La moderación política es la argucia “moral” de la que se sirven las oligarquías propietarias y gobernantes para manejar al individuo-masa que, forzado por las condiciones de sometimiento en las que transcurre su vida, es fácil cautivo de una interpretación relativista de los valores éticos y morales, una interpretación de conveniencia, dispuesta a relativizar toda conducta, tanto en sus relaciones personales como sociales, incluso hasta despreciar la idea del bien común siempre que atisbe un beneficio personal e inmediato que favorezca a su propia supervivencia, aunque sea mínimamente.


Así, es radicalmente inmoral toda forma de organización de la sociedad que no sea democrática. Las oligarquías económico-políticas, de derechas y de izquierdas, son siempre moderadas, aunque proclamen insurrecciones y revoluciones, porque no pueden ser radicales quienes no conciben la democracia radicalmente,  que no admite graduación, por lo que no caben “democracias” adjetivables, ni populares, ni parlamentarias, como no caben dictaduras, ni buenas, ni malas, ni regulares. Democracia y dictadura, son categorías radicales y sustantivas, no relativizables. La democracia sólo puede ser concebida y practicada como autogobierno, no cabe otra opción moral y, por tanto, la democracia es incompatible con cualquier forma de Estado, que siempre es, siempre ha sido y sólo puede ser una organización jerárquica y antidemocrática de la sociedad. Erramos cada vez que llamamos “democracias” a todas las formas de organización social, del pasado y del presente, que tuvieron y tienen la forma de Estado.
La representación política es contraria al autogobierno y, como la moderación, es otra argucia política de las élites gobernantes, que exhimen al individuo del trabajo y la responsabilidad de participar en el autogobierno de la sociedad, impidiendo la existencia de comunidad y favoreciendo la producción y reproducción desde el poder de ese masivo individuo irresponsable que caracteriza a la sociedad contemporánea.

Y es radicalmente inmoral toda forma de apropiación de bienes ajenos. La propiedad privada o exclusiva sólo es legítima sobre bienes propios -aquellos que son producidos con el trabajo personal- nunca sobre los bienes producidos socialmente y mucho menos sobre los bienes que son "propios de la Naturaleza" y que, por tanto son bienes propios del conjunto de las especies vivas, la humana entre ellas, a la que le corresponde la responsabilidad de su buen uso,  en ningún caso institucionalizar el robo bajo la forma de apropiación privada.

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