Mantengo
una posición crítica respecto del marxismo en su formulación
filosófica y política como materialismo histórico, lo que no me
impide apreciar las valiosas aportaciones al libre pensamiento de
algunos autores marxistas, como Renán Vega Cantor en el caso del
ensayo dedicado a la reflexión sobre la expropiación capitalista
del tiempo humano, que reproduzco a continuación.
Vega Cantor, Renán.
Historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional
de Bogotá, Colombia. Doctor de la Universidad de París VIII.
Diplomado de la Universidad de París I, en Historia de América
Latina. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI (2
volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; El
Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999; Gente muy Rebelde (4
volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002;
Neoliberalismo: mito y realidad; Entre sus últimos trabajos podemos
mencionar: Los economistas neoliberales, nuevos criminales de guerra:
El genocidio económico y social del capitalismo contemporáneo
(2010). La República Bolivariana de Venezuela le entregó en 2008 el
Premio Libertador por su obra Un mundo incierto, un mundo para
aprender y enseñar. Dirige la revista CEPA (Centro Estratégico de
Pensamiento Alternativo). Es integrante del Consejo Asesor de la
Revista Herramienta, en la que ha publicado varios de sus trabajos.
La
expropiación del tiempo en el capitalismo actual
Autor: Vega Cantor,
Renán. Publicado en Herramienta
(http://www.herramienta.com.ar)
No les tengas miedo a
lo sagrado y a los sentimientos, de los cuales el laicismo consumista
ha privado a los hombres transformándolos en brutos y estúpidos
autómatas adoradores de fetiches” (Pasolini, 1997: 24)
"Caminamos en silencio.
En medio de uno de esos silencios que son la mejor forma de
comunicación” (Sepúlveda, 2010: 90)
En este texto se analiza
un asunto crucial de la expropiación de los bienes comunes en el
mundo de hoy por parte del sistema del capital, pero sobre el cual
poco se reflexiona. Nos referimos a la expropiación del tiempo de la
mayor parte de los seres humanos. La exposición parte de recordar en
forma breve la manera como la expropiación inicial del tiempo,
cuando surge el capitalismo industrial, estaba relacionada con la
conversión de campesinos y artesanos en obreros asalariados y se
limitaba al ámbito fabril. Luego se consideran los rasgos generales
de la expropiación del tiempo en nuestra época, recalcando el papel
que desempeñan las tecnologías de la información y la
comunicación. Por último, a partir de este análisis general se
presenta el recuento de algunos aspectos emblemáticos de
expropiación del tiempo, tal como los supermercados, la siesta, la
noche, la comida rápida y la memoria y la historia.
Con respecto al papel de
las Nuevas Tecnologías de la Información (NTI) valga señalar que
se enfatiza en el papel que han desempeñado como un factor
importante, en la lógica del capital, de expropiar el tiempo de la
gente, tanto dentro como fuera del ámbito laboral. Como este es el
objetivo prioritario de este ensayo, no se consideran las múltiples
y contradictorias posibilidades de esas NTI como medio de
comunicación y difusión de información, lo cual amerita otro tipo
de estudio que queda fuera del tema aquí propuesto.
1. Primeros momentos
del capitalismo industrial
En un principio la
expropiación del tiempo en el capitalismo industrial estaba referida
de forma preferente a los obreros y al ámbito laboral, porque se
trataba de convertir a antiguos campesinos y artesanos, que tenían
su propio manejo del tiempo –algo muy diferente al tiempo abstracto
del capitalismo, regido por el reloj-, con sus ritmo lento y pausado,
en el que se mezclaba la actividad productiva, con la fiesta, el
calendario religioso, el carnaval, el descanso, la vida en común.
Los trabajadores resistieron en este primer momento con la huida y el
abandono de los sitios del trabajo, proclamando de manera implícita
el “derecho a la pereza”, un principio prioritario en la
resistencia a la proletarización.
Cuando el capitalismo
logró crear la primera generación de trabajadores asalariados los
disciplinó en concordancia con sus intereses de valorización y de
generación de ganancias y se empezó a regir por la célebre máxima
“el tiempo es oro”. En este segundo momento, los trabajadores
habían sido sometidos y ya no luchaban contra el nuevo ritmo
temporal -el del cronómetro- sino por el acortamiento del tiempo de
trabajo, lo que indica que se había aceptado el nuevo ritmo
temporal, abstracto y vertiginoso del capital. Un componente
fundamental de la lucha histórica de los trabajadores de todo el
mundo, cuando ya habían asumido su condición de asalariados, se
centró en plantear la separación entre el tiempo de trabajo en el
ámbito fabril, y luego en todos los sitios de trabajo (oficinas,
escuelas, hospitales…) respecto al resto del tiempo, lo cual se
expresó en la lucha por los tres ochos (8 horas de trabajo, 8 horas
de estudio, 8 horas de descanso). Esta lucha generó importantes
movilizaciones y épicas conquistas de la clase obrera, entre las
cuales la más relevante, por el simbolismo que connota, es la del
Primero de Mayo. Con esa celebración se trataba de arrancarle al
capital un día al año, en el cual los trabajadores no estaban
sometidos al ritmo infernal del despotismo del capital, y en ese día
podían marchar, gritar y protestar o desarrollar actividades propias
de la cotidianidad de los trabajadores. Fueron estos espacios
externos al escenario de la fábrica, aunque ligados a la misma, en
donde se gestó y se construyó una cultura obrera. Esa cultura
disfrutaba su tiempo libre a su manera: jugando futbol, tomando trago
en la taberna, fundando bibliotecas populares, impulsando clubes
contra el consumo de alcohol, fomentando la publicación de libros,
periódicos y revistas de los trabajadores, organizando salidas a las
afueras de los pueblos y ciudades en compañía de sus familias…
Durante toda la época
del fordismo, los trabajadores lograron mantener la separación entre
el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio. Incluso, en la época del
Estado de Bienestar, y sus diversos remedos en todo el mundo, los
trabajadores obtuvieron como una de sus conquistas fundamentales el
derecho a disfrutar de vacaciones durante unas semanas del año. Para
hacer frente a esta realidad, el capitalismo procedió a
mercantilizar el tiempo libre de los trabajadores y convertirlo en
tiempo de ocio, mediante el fomento del consumo individual y familiar
y haciendo que ese tiempo estuviera regido por la lógica del
capital, porque, por ejemplo, las vacaciones se disfrutan en hoteles,
balnearios o playas en las cuales se despliega una actividad
mercantil que genera ganancias. Por esa razón, Herbert Marcuse
señalaba que a una sociedad libre corresponde un tiempo libre y a
una sociedad represiva un tiempo de ocio.
2. Generalización de
la expropiación del tiempo
En el mundo
contemporáneo, la expropiación del tiempo se ha extendido a todos
los ámbitos de la vida y no se limita, como antes, al terreno
laboral. En el capitalismo actual la expropiación del tiempo de la
vida se expresa, de manera paradójica, en la falta de tiempo. Esto
es ocasionado por el culto a la velocidad, la aceleración de ritmos,
la dilatación de los trayectos de las ciudades, la incorporación de
las periferias urbanas mediante la generalización del automóvil,
los embotellamientos por el exceso de vehículos privados, la
conversión del ocio en una mercancía, la omnipresencia esclavizante
del celular, el sometimiento al televisor, frente al cual las
personas pasan una buena parte de su existencia, la ampliación de la
jornada de trabajo… Un dicho africano expresa de manera contundente
nuestra falta de tiempo: “Todos los blancos tienen reloj, pero
nunca tienen tiempo” (Chesneaux, 1996: 41).
Esta expropiación del
tiempo de la vida está relacionada con la definición del poder en
términos del control del tiempo ajeno. En concreto, para decirlo en
términos de David Anisi:
Todos partimos de una
igualdad básica. Independientemente de nuestras coordenadas
sociales, el día tiene veinticuatro horas para todos. Técnicamente
el tiempo es algo imposible de producir. Sólo el ejercicio del
poder, al apropiarnos del tiempo de los demás, puede acrecentarlo.
El poder se mide como la relación entre el tiempo obtenido de los
demás y el tiempo necesario para conseguir esa movilización (Anisi,
2006: 14).
Hasta ahora, a
importantes sectores de la sociedad el capitalismo no les había
podido expropiar su tiempo, si recordamos que “el tiempo es el
único recurso del cual pueden disponer gratuitamente los que viven
en el escalón más bajo de la sociedad” (Sennett, 2006: 14). Esto
era aplicable a gran parte de la población que habitaba en los
países periféricos y también concernía a las personas que se
encontraban en los territorios de la antigua Unión Soviética y de
Europa oriental. En el caso de nuestros países, pobres y
periféricos, al capitalismo sólo le interesaban aquellas personas
que pudieran convertirse en trabajadores asalariados, fueran
potenciales consumidores de mercancías materiales o pudieran pagarse
unas vacaciones –como manera de expropiarles el tiempo libre,
convertido en tiempo de ocio mercantil, comercializado en forma de
paquetes turísticos.
Las personas más pobres,
que no podían, ni pueden, convertirse en trabajadores asalariados,
que no cuentan con dinero para consumir a vasta escala y que tampoco
tienen ingresos para ir de vacaciones, ahora soportan la expropiación
de su tiempo, por medio, principalmente, del teléfono celular,
convertido en un verdadero objeto de consumo masivo, tan omnipresente
hoy en día como los relojes de mano. Todas las clases sociales usan
celulares, aunque de diferente precio y calidad, pero con la misma
finalidad de consumir tiempo en una comunicación perpetua, y en la
mayor parte de los casos innecesaria. Eso lo hacen también los
pobres, sin empleo y en condiciones indignas de vida (sin escuelas,
sin salud, sin ingresos económicos, sin ninguna perspectiva vital,
aprisionados en tugurios, sin agua potable…), que invierten lo poco
que tienen en la compra de un celular y en adquirir tarjetas para
hablar. En ese sentido, puede decirse que hoy ni siquiera los pobres
pueden disponer gratuitamente de su tiempo, pues se les ha expropiado
y se les ha obligado a usarlo de forma permanente en parlotear en el
celular o en ver televisión basura, con lo cual no sólo pierden su
tiempo sino que producen fabulosas ganancias a los emporios
multinacionales que controlan y manejan la economía de los teléfonos
celulares.
En el caso de la antigua
URSS y los países de Europa oriental, la gente constata la magnitud
de los cambios experimentados en los últimos veinte años en el
“tiempo perdido”. Las personas que hablan de la época anterior a
1989-1991 coinciden en que antes les sobraba tiempo para tener
amigos, visitarlos, hablar con ellos, conversar y compartir. Ahora,
nada de eso existe, porque el capitalismo ha impuesto un ritmo
frenético y veloz, en el que ya no les queda tiempo para nada, ni
para los amigos, ni para disfrutar de alguna actividad cultural o de
goce personal (leer, ver una película, ir a un concierto o a una
obra de teatro), algo que no sólo era gratuito hace un cuarto de
siglo sino que convocaba a importantes sectores de la población. Hoy
predomina el tiempo cuantitativo, vacío, homogéneo y abstracto, que
se expresa, entre otras muchas cosas, en la generalización de la
televisión basura al más puro estilo estadounidense. Las
bibliotecas están vacías, se ha reducido dramáticamente la lectura
y la compra de libros. A cambio, la mayor parte de la gente malvive
en el rebusque diario para conseguir su sustento y un ritmo
vertiginoso caracteriza sus existencias pauperizadas.[1]
En síntesis, con la
universalización del capitalismo lo que hoy se está viviendo es la
plena “subsunción de la vida al capital”, que implica que se han
mercantilizado y sometido a la férula del tiempo abstracto todos los
aspectos de la vida. En concordancia con este presupuesto, el capital
ha rotó la distancia que separaba el tiempo de trabajo y el tiempo
libre, o el tiempo de la vida. Eso se ha logrado con la utilización
de múltiples estrategias, entre las que sobresalen la
flexibilización laboral, que no es otra cosa sino el alargamiento de
la jornada de trabajo y el regreso a formas de explotación donde
impera la plusvalía absoluta, la deslocalización de empresas a
otros países y continentes, en los que se puede someter a vastos
contingentes de trabajadores a ritmos infernales y prolongados de
explotación diaria (jornadas de 15 o más horas de trabajo) y, sobre
todo, el empleo de la tecnología electrónica y digital. Este
aspecto es tan crucial, que amerita ser tratado con algún detalle.
Un primer dato,
indicativo del fenómeno que comentamos, está referido a un hecho
que contraviene los anuncios de algunos teóricos del trabajo, como
André Gorz, quienes habían previsto la reducción del tiempo de
trabajo y el correlativo incremento del tiempo libre y de ocio. No
obstante, se ha presentado una situación completamente opuesta a lo
anunciado: un incremento inesperado del tiempo de trabajo en el
mundo. Una persona nacida en 1935 llegó a trabajar 95 mil horas; a
una persona que nació en 1972 se le preveía una vida laboral de 40
mil horas; y las personas recién empleadas en la primera década del
siglo XXI van a tener que trabajar 100 mil horas[2]. ¡Toda una vida
de trabajo!, en el sentido literal del término. Si a eso le
agregamos que un habitante promedio de los Estados Unidos, el país
en donde el trabajo es una enfermedad, gasta 1.500 horas al año
metido en su automóvil (lo que en unos 30 años representa 45.000
horas), podemos comprender el predominio del tiempo no libre en el
capitalismo de hoy.
De la misma manera, la
introducción de aparatos microelectrónicos en el ámbito laboral,
especialmente el teléfono celular, ha roto la separación entre
tiempo de trabajo y tiempo libre, o, más exactamente, el tiempo de
trabajo ha absorbido el tiempo libre. En este caso, “el teléfono
celular tomó el lugar de la cadena de montaje en la organización
del trabajo cognitivo: el infotrabajador debe ser ubicado
ininterrumpidamente y su condición es constantemente precaria”
(Berardi Biffo, 2010: 27).
Aunque no exista otro
momento en la historia del capitalismo, como el de las dos últimas
décadas, en que tanto se hayan exaltado las libertades individuales,
en la práctica tenemos que el tiempo laboral se ha celularizado y
cada día se parece más al trabajo de los esclavos, porque ya nadie
puede disponer de su propio tiempo. El tiempo no pertenece a los
seres humanos concretos (y formalmente libres) sino al ciclo
integrado de trabajo. Sólo los desertores escolares, los vagabundos,
los fracasados, los ociosos desocupados pueden disponer libremente de
su tiempo (íd).
Lo que resulta más
significativo con respecto a la mezcla del tiempo de trabajo y el
tiempo libre radica en que, por lo común, las nuevas generaciones de
trabajadores lo aceptan como algo normal, especialmente los llamados
trabajadores cognitivos, porque conciben al trabajo como la parte más
importante de su vida y ellos mismos tienden a prolongar de manera
voluntaria su jornada de trabajo. Un cambio antropológico y social
tan importante se explica por múltiples razones: la pérdida de
vínculos humanos en las grandes ciudades en donde los nexos entre
las personas se han convertido en un envoltorio muerto y sin placer;
la mercantilización y el culto al consumo como la razón de ser de
la existencia humana y de los trabajadores, lo cual se complementa
con la crisis de los proyectos emancipatorios; el culto a los
artefactos tecnológicos como sustitutos de las relaciones con otros
seres humanos; el éxito del capital en imponer su ideología
individualista en la que se atenúa y se reducen, y en algunos
sectores, desaparecen, las luchas colectivas y se enfatiza la
cuestión del triunfo individual, que en forma supuesta se alcanzaría
subordinándose por completo a los intereses del capital. En
resumen,el efecto que se produjo en la vida cotidiana durante las
últimas décadas es el de una des-solidarización generalizada. El
imperativo de la competencia se volvió dominante en el trabajo, en
la comunicación, en la cultura, a través de una sistemática
transformación del otro en un competidor e incluso en un enemigo.
Una máquina de guerra se esconde en todo nicho de la vida cotidiana
(ibíd.: 87).
Como se ha impuesto la
lógica de la mercantilización absoluta y del consumo como sinónimo
de felicidad humana, se concibe que se debe trabajar y endeudarse, es
decir, dedicar mayor tiempo al trabajo, con la expectativa ingenua de
obtener más dinero para comprar más mercancías, que permitirán el
disfrute del tiempo libre, el cual cada vez es más lejano,
precisamente porque la vida no alcanza para trabajar tanto y
conseguir dinero para pagar las deudas que se han adquirido en la
perspectiva de tener algún día tiempo libre. Así,
Cuanto más tiempo
dedicamos a la adquisición de medios para poder consumir, tanto
menos nos queda para poder disfrutar el mundo disponible. Cuanto más
invirtamos nuestras energías nerviosas en la adquisición de dinero,
tanto menos podemos invertir en el goce [...] Para tener más poder
económico (más dinero, más crédito) es necesario prestar más
tiempo al trabajo socialmente homologado. Pero esto supone reducir el
tiempo de goce, de experimentación, de vida.
La riqueza entendida como
goce disminuye proporcionalmente al aumento de la riqueza como valor
económico, por la simple razón de que el tiempo mental está
destinado a acumular más que a gozar (íd).
La utilización de los
artefactos microelectrónicos y digitales en el trabajo además de
hacer que desaparezca el tiempo libre, fragmentan y precarizan aún
más la actividad laboral. Esa precarización no es solamente una
cuestión jurídica, en la cual los individuos no tienen derechos,
sino que además supone “la disolución de la persona como agente
de la acción productiva y la fragmentación del tiempo vivido”
(ibíd.: 91). Esto quiere decir que en el plano de la organización
del trabajo se generaliza la individualización de las tareas, hasta
el punto que el colectivo trabajador puede ser disuelto, como ocurre
en el llamado trabajo en red, donde ciertos individuos se conectan
durante un tiempo para realizar un determinado proyecto, luego se
desconectan y se vuelven a conectar en el momento en que tienen un
nuevo proyecto. De esta forma, se pone en marcha la “dinámica de
la descolectivización”, un logro muy importante para el
capitalismo de nuestra época, porque el trabajo se organiza en
pequeñas unidades que auto administran su producción, las empresas
apelan más ampliamente a los temporarios y a los contratados, y
practican la terciarización en una gran escala. Los antiguos
colectivos no funcionan y los trabajadores compiten unos con otros,
con efectos profundamente desestructurantes sobre las solidaridades
obreras (Castel, 2010: 24s.).
Por ello, el capital
reclama su derecho de moverse libremente por el mundo para “encontrar
el fragmento de tiempo humano en disposición de ser explotado por el
salario más miserable” y luego de usarlo lo tira a la basura. Esto
es posible porque el tiempo de trabajo ha sido fractalizado, es
decir, se ha reducido a fragmentos mínimos que luego se pueden
recomponer y por eso el capital busca el lugar donde impera el
salario más miserable. Aunque la persona que trabaja es
jurídicamente libre, el control de su tiempo por un poder extraño,
el del capital, lo hace esclavo; sencillamente, “su tiempo no le
pertenece, porque está a disposición del ciberespacio productivo
recombinante” (Berardi Bifo, 2010: 92). A esta nueva forma se le
puede denominar el esclavismo celular, lo cual se evidencia de manera
contundente en el BlackBerry, un aparato que reproduce el nombre de
un instrumento usado en la época de la esclavitud en los Estados
Unidos, que se ataba en los tobillos de los esclavos para que no
huyeran, para que su tiempo siguiera perteneciendo, por la fuerza
bruta, a los esclavistas. Algo similar sucede hoy, cuando el
BlackBerrymantiene a la gente esclava de otros, principalmente de los
patronos y empresarios, siempre atados de manos y cerebro a ese
aparatejo insoportable.
El tiempo laboral de los
trabajadores cognitivos se ha celularizado porque se divide en
fragmentos, en células, que de manera despersonalizada el capital
hace circular por la red, y se mantiene una conectividad perpetúa, a
través del teléfono celular, que obliga a que los trabajadores
precarizados estén disponibles como esclavos posmodernos, cuando el
capital los requiera. Esto es posible porque ahora “la persona no
es más que el residuo irrelevante, intercambiable, precario del
proceso de producción de valor. En consecuencia, no puede
reivindicar derecho alguno ni puede identificarse como singularidad”,
por ende es un esclavo celular y del celular (íd.). El trabajador se
convierte así en un código de barras, que no importa como ser
humano, por su subjetividad, sino sólo porque es una pieza más de
un engranaje conectado en red, a través de la computadora, Internet
y, en la forma más íntima, a través del teléfono celular.
Y, entre paréntesis, si
el objetivo es convertir a los seres humanos que trabajan en un
simple código de barras, como el de cualquier objeto mercantil que
se vende en un supermercado, también se transforma la escuela y la
universidad para hacerlas funcionales a este propósito. No otra cosa
es lo que está sucediendo en nuestros días con las transformaciones
educativas cuya finalidad es producir terminales humanos que sean
compatibles con un circuito productivo, porque ya el objetivo
explícito del capital es transformar a los seres humanos en
engranajes de la producción de valor en el capitalismo y para
lograrlo, o sea, convertirlos en códigos de barras, hay que eliminar
las diferencias culturales e históricas en los procesos de
enseñanza. Eso se expresa, por ejemplo, en la nueva lengua de la
escuela, con sus estándares universales de créditos, competencias,
movilidad internacional, saberes comunes y homogéneos, acreditación
externa, todo lo cual no es sino la legalización administrativa y
pretendidamente pedagógica de nuestra conversión en códigos de
barras.
Y esto tiene que ver con
los saberes de forma directa. En efecto, la producción del espacio
productivo del saber se articula en estrecha relación con la
construcción de la tecnosfera digital de red. La dinámica de la red
muestra una fundamental duplicidad: por un lado, su expansión
requiere un potenciamiento de los agentes sociales del saber. Pero,
por otro lado, y al mismo tiempo, somete la transmisión de saber a
automatismos tecno-linguisticos modelados según el paradigma de la
competencia económica.
Todo agente de sentido,
si quiere volverse productivo, operativo, debe ser compatible con el
formato que regula los intercambios y vuelve posible la
interoperabilidad generalizada en el sistema (ibíd.: 98).
En tales circunstancias,
la potencia del Internet no es otra cosa que una potencia de
despersonalización a vasta escala, de liquidación de la
singularidad y de la individualidad. Se han creado “las condiciones
para la reproducción ampliada de un saber sin pensamiento, de un
saber permanente, funcional, operacional, desprovisto de cualquier
dispositivo de auto-dirección (ibíd.: 98s.)”.
Por supuesto, esto genera
patologías entre la población en general y entre los trabajadores
en particular, porque la comunicación obligatoria se ha convertido
en una epidemia. Su lógica es simple pero destructiva de la psiquis
individual: si quieres sobrevivir en el capitalismo actual tienes que
ser competitivo y para serlo requieres estar conectado todo el
tiempo, recibir y enviar información sin pausa, manejar una masa
creciente de datos, suministrar tu tiempo, siempre, a quien lo
requiera. Ya no eres dueño de tu tiempo nunca, ni de día, ni de
noche, ni los fines de semana, siempre debes estar dispuesto a dar tu
tiempo a quien te lo compre a bajo precio. Esto genera un estrés
permanente, porque debe estarse atento a la información que recibes
y la que se te solicita, a la par que tu tiempo disponible para la
afectividad y las relaciones personales prácticamente se reduce a
cero. Con estas dos tendencias se devasta el psiquismo individual. En
estas condiciones, se presenta un cambio trascendental:
Mientras el capital
necesitó extraer energías físicas de sus explotados y esclavos, la
enfermedad mental podía ser relativamente marginalizada. Poco le
importaba al capital tu sufrimiento psíquico mientras pudieras
apretar tuercas y manejar un torno. Aunque estuvieras tan triste como
una mosca sola en una botella, tu productividad se resentía poco,
porque tus músculos funcionaban. Hoy el capitalismo necesita
energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente ésas
las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales
están estallando en el centro de la escena social (ibíd.: 179).
Todo esto lo ha hecho
posible el capital, porque desde el momento en que surge la medición
del tiempo, en horas, minutos y segundos, se puede comprar y vender,
es decir, el tiempo se convierte en una mercancía. Hasta no hace
mucho tiempo esto aparecía como algo etéreo, pero hoy se hace
evidente de una manera gráfica. En Colombia, y suponemos que eso se
reproduce en otros países del mundo, las personas que alquilan
celulares tienen unas avisos en papel en los que se puede leer: “Se
venden minutos”, lema comercial que también agitan a viva voz,
diciendo “minutos a 100 pesos”. Incluso, las empresas
comercializadoras de los teléfonos celulares no les importa tanto, o
por lo menos de manera exclusiva, que la gente tenga un Móvil, sino
que lo use sin pausa, que hable no ya minutos sino horas o días, lo
que ha logrado plenamente. Por eso, esas empresas ofrecen tarjetas
que cada vez tienen más minutos. Así, se venden tarjetas con las
que se puede hablar durante 2.000 o 3.000 o 5.000 minutos. La gente
las compra y se ve obligada a consumirlas en un tiempo determinado.
Es decir, que de manera forzada tiene que hablar durante 50 o más
horas en un corto lapso de tiempo, unos dos o tres meses. Esto,
aparte de generar una verdadera neurosis individual y colectiva y un
chismorroteo insustancial para comunicarse cosas triviales que no
requieren de ninguna conexión telefónica, es un espectacular
negocio para las empresas de telefonía celular, a costa del tiempo
de la gente.
Todo lo señalado
constituye una verdadera expropiación del tiempo personal y produce
una neurosis colectiva, que todos los días soportamos en el bus, en
la universidad, en los teatros, en donde sea, porque tarde o temprano
el insoportable sonido del celular interrumpe cualquier actividad,
por sublime que fuese, como el hacer el amor. Al respecto, en España
se dice que un 40 por ciento de las personas interrumpen relaciones
sexuales para contestar el celular. Aparte de la expropiación del
tiempo personal hay otra expropiación igualmente grave, la de la
dignidad individual, la de la autoestima, porque hasta se ha perdido
la pena y la vergüenza: antes una conversación telefónica era algo
privado, de la que no tenía por qué enterarse nadie que estuviera
cerca. Hoy, eso es cosa del pasado, ya que la gente habla y cuenta
sus cosas personales delante de cualquiera. Esta expropiación de la
dignidad es como un esnobismo público permanente, como se evidencia
con las mal llamadas redes sociales (Facebook y similares), en las
que se socializan por la red, y en forma visual, hasta las relaciones
íntimas.
La generalización de la
conectividad perpetua tiene como consecuencia que la gente sienta la
necesidad imperiosa de estarse comunicándose todo el tiempo,
enviando mensajes, averiguando o que le averigüen dónde está y qué
está haciendo. Si no se puede comunicar o no le contestan cunde el
pánico, se siente abandonado. Lo paradójico radica en que la gente
se comunica todo el tiempo, pero eso no es un resultado del
enriquecimiento de las relaciones sociales, sino todo lo contrario,
de la muerte de cualquier relación social. Esto indica que estamos
viviendo una catástrofe temporal, porque en la comunicación virtual
y digital
la presencia del cuerpo
del otro se vuelve superflua, cuando no incomoda y molesta. No queda
tiempo para ocuparse de la presencia del otro. Desde el punto de
vista económico, el otro debe aparecer como información, como
virtualidad y, por tanto, debe ser elaborado con rapidez y evacuado
en su materialidad (ibíd.: 184).
En conclusión: acabamos por amar lo
lejano y por odiar lo cercano porque este último está presente,
porque huele, porque hace ruido, porque molesta, a diferencia de lo
lejano que se puede hacer desaparecer con el zapping… Estar más
cerca de quien está lejos que de quien está a nuestro lado es un
fenómeno de disolución política de la especie humana. La pérdida
del propio cuerpo comporta la pérdida del cuerpo de los demás en
beneficio de una especie de espectralidad de lo lejano
(Virilio/Petit, 1996: 42, 46).
En consonancia con el
tiempo virtual, instantáneo e inmediato, se impone la velocidad, esa
cierta forma de fascismo que tanto denunció en su momento Pierre
Paolo Pasolini, al señalar el impacto de la tecnología en la vida
de la gente en su Italia de las décadas de 1960 y 1970. Y el culto a
la velocidad está en la base de las diversas formas de expropiación
del tiempo en el mundo contemporáneo, las cuales ameritan un breve
análisis.
a) Expropiación del
tiempo en el centro comercial y en los supermercados
Un espacio que rompe
brutalmente el tiempo son los centros comerciales y los
hipermercados, que establecen una jornada interrumpida de quince o
más horas y todos los días de la semana. Los dueños de estos
supermercados determinan que no se cierre al mediodía, pauta que
siguen otros almacenes y establecimientos. Así se fractura el
horario de la siesta y se quiebra a los pequeños comerciantes y
artesanos. Esto tiene también consecuencias sobre el tiempo libre y
el tiempo urbano, porque “cualquier instante de nuestro tiempo
libre se rellena por algún tipo de conexión comercial, convirtiendo
así al tiempo en el más escaso de todos los recursos” (cit. en
Angulo/Unzueta). Entre esos efectos se encuentran que la gente que
trabaja durante un horario prolongado y/o los fines de semana
descuida a sus hijos y familiares, se incrementa el uso del automóvil
privado y, por ende, los embotellamientos y la contaminación.
En algunos supermercados
de los Estados Unidos se registra una de las más aberrantes formas
de expropiación del tiempo de los trabajadores, cuando de manera
casi inverosímil, ni siquiera se les permite que vayan al sanitario,
en razón de lo cual esos trabajadores se ven obligados a usar
pañales en el sitio de trabajo, dada la amplitud de la jornada
laboral[3] (cit. en Carr, 2011).
Debe agregarse a tan
degradante expropiación del tiempo de la gente y de expropiación de
su dignidad personal, la generalización del control y la vigilancia
sobre los trabajadores, situación que justifican los empresarios con
el argumento que deben protegerse contra el robo de tiempo por parte
de los empleados. Se ha vuelto algo normal, y no lo es de ningún
modo, que los empresarios vigilen a sus trabajadores de día y de
noche, en el puesto de trabajo y fuera de él, que husmeen en sus
correos electrónicos si usan Internet, graben y registren sus
movimientos, controlen sus actividades personales mediante el celular
y los mantengan en contacto permanente, incluso en los instantes en
que los trabajadores están en sus casas o en sus “momentos de
ocio”.
En el centro comercial el
logos cartesiano ha desaparecido para dar paso a la implacable lógica
mercantil, que se resume en la frase “Consumo, luego existo” y
ese es, desde luego, no sólo un consumo de mercancías sino de
tiempo, medido cuantitativamente en dinero, que expresa una auténtica
colonización del tiempo personal. El supermercado y el centro
comercial expropian tiempo a la gente de múltiples maneras, porque
se convierten en el principal lugar de “sociabilidad”, ante la
clausura de los espacios públicos (parques, bibliotecas, teatros), y
la sensación de inseguridad que se pregona por doquier, pero de una
sociabilidad reducida al puro ámbito del consumo mercantil, del
desfile de modas, del mundo sin contradicciones, en donde todo es
limpio e iluminado, y no hay ni pobres ni ricos, porque están
unificados por el deseo hedonista de consumir.
b) Expropiación del
tiempo de la comida
La expropiación del
tiempo de la gente barre todas aquellas costumbres y tradiciones,
inscritas en un tiempo lento, de la modorra, de la quietud, todas las
cuales son despreciadas por el capitalismo como expresión de atraso,
de pereza, de falta de competitividad, de ineficiencia, de
improductividad y de mil calificativos por el estilo. Tal cosa sucede
con el acortamiento, desaparición o transformación de cosas tan
humanas como comer con tranquilidad o hacer la siesta.
Fast Food no sólo es un
tipo de comida sino un estilo de vida, con una temporalidad
acelerada, en la que se pierden los nexos sociales que históricamente
se han creado alrededor de la mesa. No vamos a referirnos a sus
consecuencias sobre la salud de la gente, sino a los efectos que
tiene en términos de expropiación del tiempo. La comida es una de
las formas culturales más importantes para cualquier sociedad,
porque en torno a ella se tejen relaciones humanas, en la medida en
que se preparan, se consumen y se degustan los alimentos, los cuales
a lo largo del tiempo gestan tradiciones y costumbres que dan
identidad a los pueblos, porque “comer no es una mera actividad
biológica sino también una actividad vibrantemente cultural”
(Mintz, 2003: 78). El comer en términos culturales se ha basado
hasta no hace muchos años en el sentido de la lentitud, uno de los
lujos más preciosos que existen, porque una buena comida requiere y
necesita tiempo, en su preparación y en su degustación.
Esto queda hecho añicos
con la imposición de la comida rápida, cuyo símbolo principal esta
constituido por los restaurantes McDonald’s, los cuales constituyen
un modelo a pequeña escala de lo que es el capitalismo realmente
existente. Primero, en términos laborales, la fuerza de trabajo
empleada en esos restaurantes es una de las peores expresiones de la
flexibilización y la precarización laboral, tanto por los bajos
salarios, como por las mismas condiciones de trabajo en la que no
existe la posibilidad de protestar y de organizarse sindicalmente.
Aunque a primera vista parezca que el trabajador de McDonald’s es
polivalente, porque realiza una serie de faenas en la venta de
hamburguesas, en realidad esa labor es profundamente monótona y
rutinaria, típica del fordismo, en la que se le prohíbe que tome
cualquier iniciativa y no puede ni hablar con los clientes. Segundo,
en términos de los consumidores, el objetivo de los McDonald’s es
llenar de comida a los comensales para que estos devoren rápido y
sin pestañear. Que coman lo más posible en el menor tiempo, y
desocupen el restaurante, el cual es diseñado sin ningún atractivo
interesante y obliga a la gente a comer e irse de inmediato. Como de
lo que se trata es de promover la rapidez, los platos que ofrecen los
restaurantes de Fast Food son pocos, estandarizados y producidos en
serie. De esta forma, no sólo se come rápido sino siempre lo mismo,
con el pretexto de que así se gana tiempo.
El argumento dominante
para justificar la generalización del McDonald’s es que el
capitalismo actual es profundamente vertiginoso y la forma de comer
también lo debe ser. Se supone que así se está beneficiando al
consumidor, lo que en el caso de la comida chatarra es completamente
falso, y no sólo por los problemas nutricionales y de salud que
origina, sino porque altera aspectos fundamentales de las relaciones
sociales de las personas que, cuando comen, cada vez son más
solitarios y acelerados, porque necesitan tiempo para el trabajo, al
cual se le deben dedicar la mayor parte de las energías
individuales. El Fast Food no deja tiempo ni para la compañía, ni
la solidaridad, ni la hospitalidad.
Habría que preguntarse,
además, cuál es el costo humano y ambiental de la comida rápida,
es decir, en que medida la temporalidad acelerada de los McDonald’s
destruye la temporalidad pausada de la naturaleza y de las sociedades
campesinas. ¿En cuantos días o semanas se destruyen los bosques del
mundo, resultado de lentos procesos de evolución natural, en los
cuales se va a producir el pasto que alimenta a las vacas, que van a
ser factorías de carne de las que sale la materia prima de las
hamburguesas?
En este caso, la rapidez
que se le imprime al comer suprime la importancia de los saberes
locales, sacrificados a nombre de un universal superior, la
hamburguesa made in USA, y donde se aplican unas mismas formulas
química y recetas que uniformizan y degradan el gusto y empobrecen
los saberes del mundo. En contraposición, debe reivindicarse la
alimentación lenta, en la cual se respeten las tradiciones
alimenticias locales, y la alimentación refleje valores humanos de
buen vivir y compartir, más allá de la eficiencia y la
predictibilidad de lo que se va a consumir, que recupere los saberes
artesanales que se transmiten de generación en generación y respete
lo autóctono y lo natural de un territorio determinado y se
constituya en un espacio para compartir con familiares y amigos. No
por azar, los partidarios de la Slow food (comida lenta) tienen como
símbolo al caracol, tal como lo explica Carlo Petrini: “Emblema de
la lentitud, este animal cosmopolita y prudente es un amuleto contra
la velocidad, la exasperación, la distracción del hombre demasiado
impaciente para sentir y gustar, ávido para recordar lo que recién
ha terminado de devorar” (Petrini, 2006).
c) Expropiación de la
siesta
En cuanto a la siesta se
refiere, se ha hecho dominante su desprecio por considerarla como el
mejor ejemplo de lo que genera el atraso y el subdesarrollo, porque
quienes practican y reivindican la siesta son vistos como perezosos e
improductivos. La siesta en esa perspectiva es una tradición de
holgazanes, que pierden el tiempo y no les gusta trabajar y quien la
hace derrocha el dinero y el tiempo de otros, porque mientras duerme
plácidamente los demás trabajan como bestias, como quien dice la
persona que hace la siesta es vista como un parasito. En contra de
tan discutibles opiniones, propias del tiempo capitalista que sólo
mide la importancia de las cosas y de las prácticas humanas por su
carácter mercantilista y productor de ganancia, la siesta puede
considerarse como un derecho humano fundamental, porque desde el
punto de vista biológico el organismo necesita descansar no sólo
durante la noche sino una vez al día, además que ese breve lapso de
tiempo después del almuerzo en que se puede dormir resulta
trascendental para desarrollar todas las actividades individuales. La
siesta ayuda en el rendimiento individual, incrementa la capacidad de
atender y concentrarse en determinada labor, contribuye a mejorar la
vida sexual, la memoria y el genio, retrasa el envejecimiento, reduce
el estrés y la ansiedad. Según Sara C. Mednick, psicóloga y
experta en el sueño humano, la siesta es tan importante que "hace
que el cerebro opere con la máxima eficiencia, que el cuerpo sea más
ágil y sano y, por encima de todo, no tiene efectos colaterales"[4].
Si todo esto es cierto,
la expropiación de la siesta se constituye en un atentado contra la
salud de los seres humanos y por eso hoy adquiere mucho sentido
plantearse una revolución de la siesta, que la reivindique como un
derecho humano fundamental, en estos tiempos vertiginosos en que no
queda tiempo para aquello que no esté regido por la lógica de la
ganancia y de la acumulación.
d) La expropiación
del tiempo de la noche
Hasta no hace muchas
décadas la noche estaba consagrada al descanso y al reposo, salvo en
las fábricas donde desde finales del siglo XIX, tras la invención
de la luz eléctrica, el capitalismo había implantado la jornada
perpetua de 24 horas de trabajo, en unidades productivas que nunca
cerraban y en las cuales las máquinas no se detenían jamás. A ese
ritmo febril se tuvieron que acoplar a la fuerza los obreros, que
debieron repartirse los turnos y laborar en la noche. Esa fue la
primera expropiación del tiempo nocturno, un momento en el cual
nuestro reloj biológico, por disposición genética, nos dice que
debemos dedicarnos a descansar, porque nuestro organismo está
adecuado para eso y no para estar despierto y menos trabajando.
Después, cuando la luz
salió de las fábricas y se extendió por las ciudades, en el siglo
XX, se alargó el tiempo cotidiano de la gente, que podía salir y
deambular en la noche. En el último medio siglo en casi todo el
mundo se presentó otro cambio drástico que se proyecta hasta el día
de hoy, consistente en que la televisión se fue convirtiendo en un
instrumento permanente en los hogares y cada vez se fue ampliando más
el tiempo de transmisión televisiva, hasta durar hoy las 24 horas
del día. En este caso, se asiste a la expropiación del tiempo
personal de las familias que empezaron a dedicarle una parte
sustancial de sus vidas a ver televisión, que en algunos casos, como
en los Estados Unidos, supone que cada persona vea en promedio siete
horas diarias de televisión, en razón de lo cual ese aparato se ha
convertido en uno de los principales medios de educación de nuestra
época.
Esta expropiación de la
noche que acompaña la desbocada urbanización en el mundo produce
cambios significativos en el comportamiento de los seres humanos y
una modificación brusca del entorno natural y de los ecosistemas,
así como de las costumbres y hábitos temporales de las personas,
que pierden todo vínculo evidente y directo con la naturaleza y sólo
se relacionan con el medio artificial, principalmente con la luz
eléctrica. Ya lo decía Pasolini en uno de sus últimos escritos que
se habían acabado las luciérnagas en la Italia de comienzos de la
década de 1960 y que las nuevas generaciones no tenían ni idea que
aquéllas habían existido y, por lo tanto, no podían quejarse por
su desaparición. En donde habían luciérnagas ahora aparecían
centros comerciales, propiedad de capital transnacional, y en contra
de esa presunta modernización en la que se adora el cemento, la luz
de neón y el fulgor y sonido de los artefactos electrónicos,
Pasolini declara: “Yo, por más multinacional que sea, daría toda
la Montedison (un centro comercial) por una luciérnaga”
(Passolini, 1983).
Así como han
desaparecido las luciérnagas, también han desaparecido las
estrellas en la noche, o mejor, nunca las vemos porque no tenemos ni
tiempo ni espacio para mirar hacia arriba. La luz artificial nos
ciega o estamos resguardados, los que podemos, en nuestras cuatro
paredes ante la luz espectral del televisor.
e) La expropiación de
la memoria y del pasado
Haremos mención al
aspecto crucial de la expropiación de la memoria y del pasado de las
sociedades, las culturas y los seres humanos. Para comenzar, un punto
de partida crítico está referido a la manera como el abuso de los
artefactos electrónicos, de manera principal Internet y el Celular,
están alterando el funcionamiento del cerebro en general y de la
memoria en particular. Al respecto valga señalar que las denominadas
tecnologías intelectuales tienen un impacto directo sobre el
funcionamiento del cerebro, hasta tal punto que, según estudios
neurológicos, lo que se está alterando es nuestro propio cerebro y
no solamente la forma en que nos comunicamos. Esto lo han confirmado
estudios en los que se señala el impacto contundente sobre la
memoria a largo plazo, la más importante que tenemos, y la memoria a
corto plazo. La primera memoria guarda recuerdos que duran mucho
tiempo, incluso de por vida. La segunda aloja recuerdos que duran muy
poco, en muchos casos sólo unos cuantos segundos. La memoria a largo
plazo es la sede del entendimiento, porque no sólo almacena datos y
hechos sino, lo más importante, conceptos y esquemas, los cuales
permiten organizar datos dispersos. Como lo dice John Swellwr, un
estudioso del asunto: “Nuestra capacidad intelectual proviene en
gran medida de los esquemas que hemos adquirido durante largos
períodos de tiempo. Entendemos conceptos de nuestras áreas de
pericia porque tenemos esquemas asociados a dichos conceptos” (cit.
en Carr, 2011: 153).
Ahora resulta que con la
sobrecarga de información a que estamos expuestos todos los días
por los sistemas microelectrónicos nos saturamos de datos que asume
la memoria de corto plazo, sin poderla conectar con la información
almacenada en la memoria de largo plazo. En tal caso, no estamos en
capacidad de distinguir lo relevante de lo irrelevante, o en otras
palabras, estamos perdiendo la memoria y “nos convertimos en
descerebrados consumidores de datos” (ibíd.: 153).
Lo que resulta
sintomático de la presión a que está siendo sometido nuestro
cerebro y nuestra memoria de largo plazo se muestra con el hecho que,
en gran medida, los cultores de la inteligencia artificial están
adecuando la memoria de corto plazo a la lógica de funcionamiento de
los ordenadores, lo que quiere decir que “entrenamos nuestros
cerebros para que presten atención a tonterías”, algo que tiene
funestas consecuencias sobre nuestra vida intelectual. En resumen:
Las funciones mentales
que están perdiendo la “batalla neuronal por la supervivencia de
las más ocupadas” son aquellas que fomentan el pensamiento
tranquilo, lineal, las que utilizamos al atravesar una narración
extensa o un argumento elaborado, aquellas a las que recurrimos
cuando reflexionamos sobre nuestras experiencias o contemplamos un
fenómeno externo o interno. Las ganadoras son aquellas funciones que
nos ayudan a localizar, clasificar y evaluar rápidamente fragmentos
de información dispares en forma y contenido, los que nos permiten
mantener nuestra orientación mental mientras nos bombardean los
estímulos. Estas funciones son, no por casualidad, muy similares a
las realizadas por los ordenadores, que están programados para la
transferencia a alta velocidad de datos dentro y fuera de la memoria.
Una vez más, parece que estamos adoptando en nosotros mismos las
características de una tecnología intelectual novedosa y popular
(cf. ibíd: 174s.).
Para los apologistas de
las Nuevas Tecnologías de la Información esto significa que el
cerebro se reduce a un instrumento que procesa datos y, en tal caso,
la inteligencia humana ya no se diferencia de la llamada inteligencia
artificial. Esta concepción taylorista aplicada al cerebro, la
reproduce muy bien Google, cuyos gestores conciben a la inteligencia
como un proceso mecánico, constituido por una serie de pasos que se
pueden aislar, medir y optimizar, como el taylorismo ha hecho con la
división de tiempos y tareas para producir tornillos o automóviles.
En esta perspectiva, no
resulta sorprendente que se confundan la memoria de los seres humanos
con los espacios en que se almacena información de los computadores
y a eso se le llame memoria, sin rubor alguno. La confusión resulta
crítica porque de allí se desprende que el computador puede
remplazar a nuestra memoria biológica. No por azar, ciertos
apologistas de la tecnología lo dicen sin titubear: “Con un clic
en Google, memorizar largos pasajes o hechos históricos” ya es
algo obsoleto y en tal caso memorizar se considera una “pérdida de
tiempo” (Don Tapscotott, cit. en Carr, 2011: 220). Desde luego, si
reducimos la memoria humana a una simple caja que almacena
información de corto plazo, eso puede ser asumido por los
computadores, pero si concebimos a la memoria como una característica
exclusivamente humana y que no se reduce a recordar información
desechable sino que es esencial para nuestra vida, porque no sólo
nos permite recordar sino sentir, pensar y sobrevivir, tener
emociones y empatía, las cosas cambian sustancialmente porque la
memoria está viva, y la que se llama memoria informática no.
Las transformaciones que
están generando las Nuevas Tecnologías de la Información sobre
nuestro cerebro y memoria se relacionan con la lógica del
capitalismo actual de inscribir a los seres humanos en el corto
plazo, o más exactamente, en el carácter instantáneo del tiempo
comercial, un perpetuo presente, sin pasado ni futuro. El ritmo
vertiginoso y acelerado del capitalismo sólo deja tiempo para
consumir y tirar a la basura, con lo cual se anulan las diferencias
temporales. Ahora, “el proceso productivo se presenta objetivamente
como un gran flujo informático que atraviesa los espacios
tradicionales destruyéndolas y que anula las distancias temporales
con una inaudita aceleración del tiempo (casi hasta la desaparición
de las temporalidades tradicionales: noche, día, laborable, festivo,
etcétera)” (Barcellona, 1992: 23). De esta forma se nos ha robado
el tiempo y el espacio, y por tanto no hay lugar para la memoria,
salvo que esta se puede convertir también en una mercancía, en un
bien de consumo, lo cual la transforma y la aplasta, porque deja de
ser un patrimonio crítico del individuo y de la sociedad y deviene
en un artefacto insustancial que se reduce a la memoria informática,
como indicamos más arriba.
En esas condiciones
desaparece el ser humano como un sujeto histórico, con vínculos
profundos con su pasado personal y social, para quedar reducido a un
mero consumidor, que vive en un presente eterno, sin antes ni
después. De ahí que, entre otras cosas, en las reformas educativas
implementados en los últimos años en diversos países del mundo se
proponga de manera clara el abandono a las nociones temporales, para
que los estudiantes se doten de competencias laborales y
empresariales, atadas a la producción y al consumo inmediatos, como
cosas que son presentadas como las únicas útiles que existen. Esto
no es otra cosa sino hundirnos en la barbarie, que, según Philip
Rieff, es “la ausencia de memoria histórica. Y esto es
precisamente lo que caracteriza la mentalidad mecanicista del
tecnólogo” (cit. en Riechmann, 2006: 231).
Desde otro punto de
vista, la expropiación de la memoria fortalece al capitalismo, si la
ubicamos en la perspectiva que su expansión mundial aniquila otros
espacios y otras temporalidades. En ese sentido, el tiempo real corre el
riego de hacernos perder el pasado y el futuro a favor de una
“presentificación” que supone una amputación del volumen del
tiempo. El tiempo es volumen. No es sólo un espacio tiempo en el
sentido de la relatividad. El volumen y profundidad del sentido, y el
advenimiento de un tiempo mundial único que liquide la multiplicidad
de tiempos locales es una perdida considerable de la geografía y de
la historia (Virilio/Petit, 1996: 79).
Debe enfatizarse que
existe otro elemento adicional, la expropiación de la memoria de las
luchas de los oprimidos, cuyas gestas y logros, que se han
materializado en importantes rebeliones y revoluciones a lo largo de
los últimos siglos, han desaparecido del imaginario de las
generaciones contemporáneas que han sido “educadas” en la lógica
capitalista y neoliberal del fin de la historia y en la ideología
TINA (There is no alternative) que los obliga a pensar que este es el
único mundo posible, y tolerable y, además de todo, es insuperable.
Por todo ello, y para
terminar, un proceso revolucionario en el mundo de hoy debe recuperar
otra visión del tiempo, en el que se reivindique la lentitud, la
quietud, el goce por disfrutar cosas fundamentales de la vida que
necesitan de tiempo, la recuperación de la memoria de los vencidos y
de sus luchas, para iluminar el tenebroso presente capitalista,
porque, como decía Oscar Wilde, el socialismo necesita muchas tardes
libres. O, para decirlo con Pier Paolo Passolini, hay que reivindicar
los tiempos lentos del ser, en los cuales se pueda contemplar un
mundo agrícola con bosques y leñadores, la comida “sencilla”,
la interpretación estética clásica [...], las costumbres repetidas
hasta el infinito, las relaciones duraderas y absolutas, las
despedidas desgarradoras, los pasmosos regresos a un mundo que no ha
cambiado (Pasolini, 1981: 149).
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Philippe, La politique du pire. Textuel: París, 1996.
[1] Cf. Riechmann,
2006: 199ss. y Lewin, 2006: 478ss.
[2] Cf. Berardi Bifo,
2007: 160.
[3] Cf.
Altvater/Mahnkopf, 2008, p. 112, nota 1.
[4] La siesta tiene
ventajas como el mejoramiento de la vida sexual y el retraso del
envejecimiento, en
http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-5790444
Revista Herramienta N°
51 Sociología Filosofía. © Ediciones Herramienta.
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