En
un sistema caótico, minúsculas variaciones en las condiciones
iniciales derivan muy pronto en enormes diferencias en la evolución
del sistema. Ello implica que cualquier imprecisión microscópica en
el conocimiento del estado inicial se transformará con rapidez en
una imprecisión a escala macroscópica. El tiempo meteorológico
o el capitalismo son ejemplos de
sistemas caóticos.
El efecto mariposa sirve
para conceptualizar la
teoría del caos. A pesar de
su complejidad, hace referencia a los cambios cuyas consecuencias en
determinadas circunstancias generan un gran Desorden, cuya apariencia
puede ser la de un Orden Nuevo.
¿Sabemos
cómo y de qué vivir durante y después del previsible colapso del
sistema capitalista?
Con
la pandemia originada por el coronavirus están muriendo los más
mayores, sobre todo los que padecen patologías previas, aquellos que
tienen más debilitadas sus defensas. La muerte se ceba allí donde
fallan las defensas naturales, el sistema inmunológico. Hace una
década la amenaza del colapso previsible era financiera y sin que
ésta fuera resuelta, hasta hace un mes le siguió la debida al
cambio climático sumado al caos financiero. Ahora es un virus
desconocido el que está poniendo el mundo a prueba, un nuevo caos
añadido a los anteriores, al financiero y al climático. Cada uno de
estos caos está condicionado y amplificado por los efectos
acumulados de los anteriores, el climático sobre el financiero, el
sanitario sobre el financiero más el climático. Y el próximo, el
caos productivo que ya está viniendo solapado, llegará después y
como consecuencia de la suma de efectos de todas las crisis
anteriores: la financiera más la climática, más la sanitaria.
En
todos los casos el funcionamiento del caos viene a ser el mismo, se
produce a partir de unas condiciones previas y su gravedad tiene
relación directa con unas patologías que ya estaban ahí antes de
que nos asaltaran como sucesión caótica. Cada uno de estos caos
“temáticos” se van acumulando al anterior, cuajando una tormenta
global y perfecta. Por eso que en estos momentos resulte
trascendental averiguar algunas cosas esenciales: primero, cuáles
son esas patologías previas; segundo, si éstas son comunes a las
manifestaciones (financiera, climática, sanitaria y productiva) del
caos global que se está cociendo; y en tercer lugar, disponer de
conclusiones ciertas acerca de las causas en origen, conclusiones que
nos lleven a tomar decisiones dirigidas a regenerar urgentemente
nuestro sistema inmunológico, en el supuesto de que aún estemos a
tiempo.
La
primera causa general y común que deduzco es la pérdida de
diversidad -tanto biológica como cultural- que provoca la
globalización capitalista. La sobreexplotación de los bienes
naturales ha originado una inmensa merma de la biodiversidad y la
conversión del mundo en un único mercado ha propiciado la
homogeneidad cultural a escala global, con el resultado igualmente
letal de aniquilar las culturas nativas y, por tanto, la diversidad
cultural. He ahí las primeras patologías.
Una
radical pérdida de resiliencia -capacidad de resistencia ante las
dificultades y la adversidad- para mí es la siguiente causa. Esa
resistencia era muy potente en la era agrícola-preindustrial, cuando
cada individuo contaba con muchas más posibilidades de ser
autosuficiente a partir del cultivo de la tierra, la cría de ganado,
junto a trabajos artesanos e industriales con uso de tecnologías no
dependientes, en mercados locales de proximidad. La producción
industrial, en serie, una vez proletarizada genera una exclusiva y
absoluta dependencia del sistema económico capitalista, lo que se
traduce rápidamente en una pérdida brutal de autosuficiencia por
parte de la inmensa mayoría de los individuos asalariados, que se
vieron forzados a desplazarse a los centros urbanos en los que
surgían las nuevas industrias, abandonando sus anteriores trabajos
campesinos y artesanos.
El
individuo contemporáneo ha perdido el conocimiento y las habilidades
que le permitieron ser autosuficiente en la era preindustrial y si
ahora le faltara el salario no sabría cómo ni de qué vivir. Cierto
que la vida no sería fácil para quien no fuera “dóminus”,
señor o propietario de la tierra, pero eso es otro problema,
distinto y previo, consecuencia del parcelamiento de la Tierra común,
mediante apropiación o robo, cuya solución sigue pendiente a pesar
del paso de los siglos. Y que ahora es más actual y urgente que
nunca.
La
resiliencia, como fortaleza, individual y colectiva, en comunidad
convivencial de iguales, fue durante siglos característica de la
vida comunitaria, más social y ecológica, la más inteligente y
eficiente forma de sobrevivir a las adversidades de la existencia. Es
obvia, a la vez que trágica, la debilidad del individuo
contemporáneo, socialmente aislado, privado de vida comunitaria,
enfrentado a sus iguales en brutal competencia por un puesto de
trabajo, totalmente dependiente del sistema económico capitalista y
su aparato estatal de control social. Desposeído de la tierra y de
los conocimientos y habilidades que realmente son útiles a su
autonomía y, en definitiva, a su supervivencia.
La
convivencia en comunidad de iguales y en regimen productivo de máxima
autosuficiencia, individual y colectiva, provee de seguridad a cada
individuo como al conjunto de la sociedad humana. La vida en
comunidad compensa las debilidades y fallos de la iniciativa y
autonomía personal, educa a cada individuo en la ayuda mutua y la
solidaridad, lo que sirve para que éstas sean aplicadas a la
cooperación entre individuos y entre comunidades. Y al tiempo le
otorga seguridad al conjunto de la especie, porque su autonomía es
una defensa general ante el peligro de una infección por contagio.
“No poner todos los huevos en una misma cesta” es un viejo y
sabio refrán popular, perfectamente oportuno en estos momentos, en
medio de la crisis de salud pública y sistémica que afrontamos. La
gestión de la complejidad del mundo global que tenemos supone en sí
misma una inmensa debilidad del sistema en su conjunto; es
infinitamente más segura y más inteligente la gestión distribuida
en nodos autónomos y redes comunitarias descentralizadas.
En sus actuales condiciones de masificación a escala estatal/nacional y global, la democracia sólo puede darse en su ínfima expresión, al modo de su actual forma parlamentaria o “representativa”, que con esta adjetivación está reconociendo su teatralización, su naturaleza aparente y sucedánea. Como consecuencia, los individuos no participan realmente, ni son ni se sienten realmente responsables de las decisiones políticas, delegan esta responsabilidad y con su voto se autodeclaran insolventes, ignorantes e irresponsables. Y, sin embargo, su gesto le sirve a los verdaderos responsables de la política para descargar su propia responsabilidad en aquellos que les votan, esas masas a las que eufemísticamente denominan “pueblo soberano”.
A
partir de la enorme concentración de las poblaciones humanas en
grandes urbes como consecuencia directa del sistema
productivo-mercantil capitalista, la cantidad numérica de los censos
electorales sirve de justificación para descartar la democracia
directa y para su sustitución por un sucedáneo, la democracia
representativa o indirecta...y eso en el mejor de los casos. Así
quedan anulados el individuo, la comunidad y la democracia directa en
un mismo lote, por razón de que “no es funcional al orden
estatal-capitalista”.
Vamos
entreviendo las patologías que están en el orígen del caos
sistémico y la verdadera dimensión del daño causado a nuestro
sistema inmunológico, la enfermedad que ha debilitado nuestras
defensas peligrosamente, hasta hacernos plenamente vulnerables,
precarizando en extremo nuestras vidas como nunca podíamos imaginar
que llegara a suceder, situados como estábamos hace bien poco en un
estado de pánfila fascinación, ante un progreso tecnológico en el
que habíamos puesto toda nuestra pequeña esperanza, más o menos
religiosa, más o menos proletaria y pequeñoburguesa.
Ahora toca lavarnos las manos muy bien y con frecuencia, tenemos que aislarnos en casa, saludarnos lo menos posible y amarnos a más de un metro de distancia, no hay más remedio. Pero puede ser una buena ocasión para reflexionar un poco en lo que está pasando y en la acuciante necesidad que tenemos de regenerar nuestro sistema inmunológico. Podríamos hacerlo, por ejemplo, pensando la respuesta a esta sencilla pregunta: ¿cómo y de qué vivir durante y después del colapso?