sábado, 14 de marzo de 2020

NUESTRO DÉBIL SISTEMA INMUNOLÓGICO Y EL EFECTO MARIPOSA


En un sistema caótico, minúsculas variaciones en las condiciones iniciales derivan muy pronto en enormes diferencias en la evolución del sistema. Ello implica que cualquier imprecisión microscópica en el conocimiento del estado inicial se transformará con rapidez en una imprecisión a escala macroscópica. El tiempo meteorológico o el capitalismo son ejemplos de sistemas caóticos. El efecto mariposa sirve para conceptualizar la teoría del caos. A pesar de su complejidad, hace referencia a los cambios cuyas consecuencias en determinadas circunstancias generan un gran Desorden, cuya apariencia puede ser la de un Orden Nuevo.
¿Sabemos cómo y de qué vivir durante y después del previsible colapso del sistema capitalista?
Con la pandemia originada por el coronavirus están muriendo los más mayores, sobre todo los que padecen patologías previas, aquellos que tienen más debilitadas sus defensas. La muerte se ceba allí donde fallan las defensas naturales, el sistema inmunológico. Hace una década la amenaza del colapso previsible era financiera y sin que ésta fuera resuelta, hasta hace un mes le siguió la debida al cambio climático sumado al caos financiero. Ahora es un virus desconocido el que está poniendo el mundo a prueba, un nuevo caos añadido a los anteriores, al financiero y al climático. Cada uno de estos caos está condicionado y amplificado por los efectos acumulados de los anteriores, el climático sobre el financiero, el sanitario sobre el financiero más el climático. Y el próximo, el caos productivo que ya está viniendo solapado, llegará después y como consecuencia de la suma de efectos de todas las crisis anteriores: la financiera más la climática, más la sanitaria.

En todos los casos el funcionamiento del caos viene a ser el mismo, se produce a partir de unas condiciones previas y su gravedad tiene relación directa con unas patologías que ya estaban ahí antes de que nos asaltaran como sucesión caótica. Cada uno de estos caos “temáticos” se van acumulando al anterior, cuajando una tormenta global y perfecta. Por eso que en estos momentos resulte trascendental averiguar algunas cosas esenciales: primero, cuáles son esas patologías previas; segundo, si éstas son comunes a las manifestaciones (financiera, climática, sanitaria y productiva) del caos global que se está cociendo; y en tercer lugar, disponer de conclusiones ciertas acerca de las causas en origen, conclusiones que nos lleven a tomar decisiones dirigidas a regenerar urgentemente nuestro sistema inmunológico, en el supuesto de que aún estemos a tiempo.
La primera causa general y común que deduzco es la pérdida de diversidad -tanto biológica como cultural- que provoca la globalización capitalista. La sobreexplotación de los bienes naturales ha originado una inmensa merma de la biodiversidad y la conversión del mundo en un único mercado ha propiciado la homogeneidad cultural a escala global, con el resultado igualmente letal de aniquilar las culturas nativas y, por tanto, la diversidad cultural. He ahí las primeras patologías.
Una radical pérdida de resiliencia -capacidad de resistencia ante las dificultades y la adversidad- para mí es la siguiente causa. Esa resistencia era muy potente en la era agrícola-preindustrial, cuando cada individuo contaba con muchas más posibilidades de ser autosuficiente a partir del cultivo de la tierra, la cría de ganado, junto a trabajos artesanos e industriales con uso de tecnologías no dependientes, en mercados locales de proximidad. La producción industrial, en serie, una vez proletarizada genera una exclusiva y absoluta dependencia del sistema económico capitalista, lo que se traduce rápidamente en una pérdida brutal de autosuficiencia por parte de la inmensa mayoría de los individuos asalariados, que se vieron forzados a desplazarse a los centros urbanos en los que surgían las nuevas industrias, abandonando sus anteriores trabajos campesinos y artesanos.
El individuo contemporáneo ha perdido el conocimiento y las habilidades que le permitieron ser autosuficiente en la era preindustrial y si ahora le faltara el salario no sabría cómo ni de qué vivir. Cierto que la vida no sería fácil para quien no fuera “dóminus”, señor o propietario de la tierra, pero eso es otro problema, distinto y previo, consecuencia del parcelamiento de la Tierra común, mediante apropiación o robo, cuya solución sigue pendiente a pesar del paso de los siglos. Y que ahora es más actual y urgente que nunca.
La resiliencia, como fortaleza, individual y colectiva, en comunidad convivencial de iguales, fue durante siglos característica de la vida comunitaria, más social y ecológica, la más inteligente y eficiente forma de sobrevivir a las adversidades de la existencia. Es obvia, a la vez que trágica, la debilidad del individuo contemporáneo, socialmente aislado, privado de vida comunitaria, enfrentado a sus iguales en brutal competencia por un puesto de trabajo, totalmente dependiente del sistema económico capitalista y su aparato estatal de control social. Desposeído de la tierra y de los conocimientos y habilidades que realmente son útiles a su autonomía y, en definitiva, a su supervivencia.
La convivencia en comunidad de iguales y en regimen productivo de máxima autosuficiencia, individual y colectiva, provee de seguridad a cada individuo como al conjunto de la sociedad humana. La vida en comunidad compensa las debilidades y fallos de la iniciativa y autonomía personal, educa a cada individuo en la ayuda mutua y la solidaridad, lo que sirve para que éstas sean aplicadas a la cooperación entre individuos y entre comunidades. Y al tiempo le otorga seguridad al conjunto de la especie, porque su autonomía es una defensa general ante el peligro de una infección por contagio. “No poner todos los huevos en una misma cesta” es un viejo y sabio refrán popular, perfectamente oportuno en estos momentos, en medio de la crisis de salud pública y sistémica que afrontamos. La gestión de la complejidad del mundo global que tenemos supone en sí misma una inmensa debilidad del sistema en su conjunto; es infinitamente más segura y más inteligente la gestión distribuida en nodos autónomos y redes comunitarias descentralizadas.

En sus actuales condiciones de masificación a escala estatal/nacional y global, la democracia sólo puede darse en su ínfima expresión, al modo de su actual forma parlamentaria o “representativa”, que con esta adjetivación está reconociendo su teatralización, su naturaleza aparente y sucedánea. Como consecuencia, los individuos no participan realmente, ni son ni se sienten realmente responsables de las decisiones políticas, delegan esta responsabilidad y con su voto se autodeclaran insolventes, ignorantes e irresponsables. Y, sin embargo, su gesto le sirve a los verdaderos responsables de la política para descargar su propia responsabilidad en aquellos que les votan, esas masas a las que eufemísticamente denominan “pueblo soberano”.
A partir de la enorme concentración de las poblaciones humanas en grandes urbes como consecuencia directa del sistema productivo-mercantil capitalista, la cantidad numérica de los censos electorales sirve de justificación para descartar la democracia directa y para su sustitución por un sucedáneo, la democracia representativa o indirecta...y eso en el mejor de los casos. Así quedan anulados el individuo, la comunidad y la democracia directa en un mismo lote, por  razón de que “no es funcional al orden estatal-capitalista”.
Vamos entreviendo las patologías que están en el orígen del caos sistémico y la verdadera dimensión del daño causado a nuestro sistema inmunológico, la enfermedad que ha debilitado nuestras defensas peligrosamente, hasta hacernos plenamente vulnerables, precarizando en extremo nuestras vidas como nunca podíamos imaginar que llegara a suceder, situados como estábamos hace bien poco en un estado de pánfila fascinación, ante un progreso tecnológico en el que habíamos puesto toda nuestra pequeña esperanza, más o menos religiosa, más o menos proletaria y pequeñoburguesa.

Ahora toca lavarnos las manos muy bien y con frecuencia, tenemos que aislarnos en casa, saludarnos lo menos posible y amarnos a más de un metro de distancia, no hay más remedio. Pero puede ser una buena ocasión para reflexionar un poco en lo que está pasando y en la acuciante necesidad que tenemos de regenerar nuestro sistema inmunológico. Podríamos hacerlo, por ejemplo, pensando la respuesta a esta sencilla pregunta: ¿cómo y de qué vivir durante y después del colapso?




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