Mientras eso va ocurriendo, no queda más remedio que
frenar al máximo sus devastadores efectos para con los más débiles.
Los
partidos políticos que funcionan dentro del sistema capitalista, incluso los
que intentan reformarlo, no tienen opción alguna para lograrlo, por la evidente
razón de que el capitalismo ha agotado con esta crisis todas sus capacidades de
reforma, ya desplegadas en la larga sucesión de crisis que jalonan sus dos siglos
de historia. Hay que volver a recordar que la que padecemos en la actualidad se
alarga desde 2008 y que, a pesar de su apariencia financiera y por mucho que se
empeñen en que así nos parezca, todo el mundo intuye que se trata de algo más
que eso, que en realidad se trata de una crisis sistémica, que afecta y
compromete a todo el andamiaje estructural del sistema capitalista.
Hay
que verlo en su auténtica dimensión: el capitalismo ya no tiene arreglo. Incluso,
aunque lograra sobreponerse a su actual parálisis financiera. Si a corto
plazo pudiera lograr este objetivo, exclusivamente financiero y concretado en
recuperar la caída de los bancos y la
deuda de los Estados, sabemos que sólo puede hacerlo a costa del sufrimiento y
precariedad de muchos millones de personas en todo el mundo; sabemos que sólo
puede hacerlo mediante un incremento brutal de las plusvalías extraídas a la fuerza de trabajo, con durísimas
políticas antisociales desarrolladas
desde los Estados que, junto con la primitiva ley de la Propiedad, constituyen
su último y más sofisticado baluarte defensivo. Pues bien, aún así, el
capitalismo tendría por delante muchas otras crisis encadenadas, que lo abocan inevitablemente
a su autodestrucción, ya escrita y
cantada.
Son
muchas las contradicciones que hacen inviable este sistema, no sólo desde un
punto de vista moral, sino incluso desde su propia perspectiva amoral y de eficiencia
material, económica. Veamos las más significativas: