Cuando alguien escribió lo que nos
íbamos diciendo |
Me
gusta ir a Mataporquera por la carretera nacional, por donde ya casi no va
nadie, porque vamos tranquilos, sin coches, viendo de lejos la Sierra de Híjar
por un lado y el caserío elevado de Villanueva de Henares por el otro, viendo
desde arriba a los camiones circulando por la autovía que media entre ambas, que
se van hacia el puerto de Santander, a desembocar en la mar cantábrica y cercana.
Me
gusta ver las casas de Mataporquera metidas en un hoyo, repartidas por las
cuestas, alineadas, dejando asomar la torre imperial de la gris cementera, que
de noche se parece a la NASA. Todo ello, ahora que es de día y que no hay
niebla, contra un fondo de praderas muy verdes, en un punto en que destacan los
molinos de viento de Barruelo de Santullán, a punto de recibir la nieve del
invierno recién llegado. Es mediodía y comeremos en el Ventorrillo antes de
andar la calzada.
Llegando
a Pesquera hay que bajar, pasar por debajo del puente del ferrocarril,
encontrarse una bolera con cubierta industrial fabricada en chapa, una iglesia más arriba y a la derecha, encaramada en la
ladera, luego es probable encontrarse con un águila culebrera colgada sobre un
olmo deshilachado y otra vez con la
autovía, que penetra en la montaña por debajo de nosotros, que estamos llegando
al caserío de Somaconcha. Allí tomaremos la calzada empedrada que vio pasar a
las tropas romanas al paso lento de los carros tirados por bueyes, que también
iban a la mar.