lunes, 5 de diciembre de 2011

POR LA CALZADA ROMANA DE SOMACONCHA

Cuando alguien escribió lo que nos íbamos diciendo

Me gusta ir a Mataporquera por la carretera nacional, por donde ya casi no va nadie, porque vamos tranquilos, sin coches, viendo de lejos la Sierra de Híjar por un lado y el caserío elevado de Villanueva de Henares por el otro, viendo desde arriba a los camiones circulando por la autovía que media entre ambas, que se van hacia el puerto de Santander, a desembocar en la mar  cantábrica y cercana.

Me gusta ver las casas de Mataporquera metidas en un hoyo, repartidas por las cuestas, alineadas, dejando asomar la torre imperial de la gris cementera, que de noche se parece a la NASA. Todo ello, ahora que es de día y que no hay niebla, contra un fondo de praderas muy verdes, en un punto en que destacan los molinos de viento de Barruelo de Santullán, a punto de recibir la nieve del invierno recién llegado. Es mediodía y comeremos en el Ventorrillo antes de andar la calzada.

Llegando a Pesquera hay que bajar, pasar por debajo del puente del ferrocarril, encontrarse una bolera con cubierta industrial fabricada en chapa, una iglesia  más arriba y a la derecha, encaramada en la ladera, luego es probable encontrarse con un águila culebrera colgada sobre un olmo deshilachado y otra vez  con la autovía, que penetra en la montaña por debajo de nosotros, que estamos llegando al caserío de Somaconcha. Allí tomaremos la calzada empedrada que vio pasar a las tropas romanas al paso lento de los carros tirados por bueyes, que también iban a la mar.

Entrando ya en Somaconcha percibimos el silencio de los sitios deshabitados. Es cierto que hay ganado pastando en los prados, pero no hay pastor a su cargo, ni sale humo por los tejados. Hay una iglesia sin culto y también está cerrada la primera casa que vemos. Alguien como nosotros, un caminante, se sobrecogió ante este mismo silencio en el invierno del año pasado y puso en la puerta un poema, que parece una frase pintada: “cosas al oído para llevar callando”.

Ya no es el tiempo del magosto, la fiesta colectiva en que se recogen y se asan las castañas antes de que llegue el mal tiempo y el blanco silencio. Pero aún perduran los envoltorios de los frutos caídos sobre las piedras de la calzada romana. ¿Habría castaños por aquí, en aquellos tiempos del imperio?,  ¿quién sería el  esclavo que colocó esta gran losa?, ¿quién el que vio la necesidad de hacer  pequeños regatos para desaguar la calzada y preservarla de la destrucción de los siglos?, ¿cuántos carros tuvieron que pasar por  estas losas para marcar las roderas que ahora contemplamos?

Un acebo invade la calzada, esperando que lleguen  los animales hambrientos que deambulan por los bosques cuando se acercan los tiempos de escasez, los tiempos albos del invierno. Y en un claro del mismo bosque podemos asomarnos al valle que se abre a nuestros pies, dejándonos ver un ferrocarril sinuoso, que se adapta a las curvas de nivel de la abrupta montaña y una autovía muy recta que salva el hondón del valle con un larguísimo y esbelto viaducto con grandes patas de hormigón. Nosotros los vemos desde la calzada romana, al ferrocarril sinuoso,  a la veloz autovía, pero los viajeros que van por ellos no nos ven a nosotros, que vamos despacio, que vamos a pie, con la calzada y en medio del bosque, ¿cuántos siglos durarán las roderas de esos trenes y camiones, cuántos siglos perdurará la memoria de quienes los construyeron?

Hacemos un alto en la solitaria ermita del barrio de Media Concha, a medio camino, a medio derruir. Se la están comiendo las hiedras, que no pueden trepar hasta su pequeña bóveda que ha resistido al paso de los siglos, a sus intemperies, a muchos saqueos y  a muchos olvidos. En el cenit de la bóveda pervive un escudo nobiliario, a buenas horas. En medio de las paredes caídas bebemos algo de agua, nos recolocamos la mochila y el abrigo y tú te alisas el pelo antes de colocarte los guantes y el gorro que protegen del frío a tus manos blancas y a tus pequeñas orejas.

Seguimos bajando la calzada y nos encontramos la primera casa del barrio, como todas también vacía, con tiestos en las ventanas que dicen que allí hubo gente el pasado verano. Y vimos cerca algunos juguetes rotos y abandonados, que nos dicen que pudo también haber niños corriendo por estas remotas cuestas de romanos.

Nos sale al camino un cartel caído, donde alguien puso un mapa del recorrido que sigue la calzada, de qué ciudades partía y a dónde iba, breves explicaciones sobre el porqué de estas piedras, de su ingeniería y utilidad, económica, militar  y política. Y a poco de seguir bajando, llegamos a un puente sobre el ferrocarril, donde las piedras ya no son romanas y desde donde tenemos enfrente la aldea de Pujayo. Nos asomamos  sobre los dos carriles y allí nos reconocemos, siempre paralelos y juntos, caminando sin parar por los itinerarios que nos va  deparando la vida.

Nos damos la vuelta, porque la tarde avanza deprisa y emprendemos la cuesta arriba de la calzada, en la dirección que nos lleva al punto de partida. Y ya en la carretera, a la altura de Mataporquera, la tarde se puso gloriosa, dorando aquellos cielos de cemento, un instante antes del ocaso, lo que vino a suceder  cuando yo encendía las luces del coche, sobrepasando Aguilar de Campoo, ya muy cerca  de casa.

Cuando le hacías una foto al cielo anaranjado, en medio de interjecciones por mí compartidas, no se me iban de la cabeza unos versos  de Nicanor Parra, que yo había leído por la mañana, en los que venía a decir que ¡Dios! es sólo una interjección, da igual que exista o no... Son cosas al oído, para llevar callando.  

Cuando la calzada se abrigaba para pasar el invierno
Cuando caminabas sin prisa
Cuando vimos las roderas romanas
Cuando la ermita se dejaba comer por las hiedras
Cuando la heráldica resistía a su definitivo hundimiento
Cuando te recogías el pelo en medio de las ruinas
Cuando entrábamos en el barrio de Media Concha
Cuando, enfrente, vimos el viaducto de Pujayo

Cuando por Mataporquera se doraron los cielos
Mapa de la ruta

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