Cuando alguien escribió lo que nos
íbamos diciendo |
Me
gusta ir a Mataporquera por la carretera nacional, por donde ya casi no va
nadie, porque vamos tranquilos, sin coches, viendo de lejos la Sierra de Híjar
por un lado y el caserío elevado de Villanueva de Henares por el otro, viendo
desde arriba a los camiones circulando por la autovía que media entre ambas, que
se van hacia el puerto de Santander, a desembocar en la mar cantábrica y cercana.
Me
gusta ver las casas de Mataporquera metidas en un hoyo, repartidas por las
cuestas, alineadas, dejando asomar la torre imperial de la gris cementera, que
de noche se parece a la NASA. Todo ello, ahora que es de día y que no hay
niebla, contra un fondo de praderas muy verdes, en un punto en que destacan los
molinos de viento de Barruelo de Santullán, a punto de recibir la nieve del
invierno recién llegado. Es mediodía y comeremos en el Ventorrillo antes de
andar la calzada.
Llegando
a Pesquera hay que bajar, pasar por debajo del puente del ferrocarril,
encontrarse una bolera con cubierta industrial fabricada en chapa, una iglesia más arriba y a la derecha, encaramada en la
ladera, luego es probable encontrarse con un águila culebrera colgada sobre un
olmo deshilachado y otra vez con la
autovía, que penetra en la montaña por debajo de nosotros, que estamos llegando
al caserío de Somaconcha. Allí tomaremos la calzada empedrada que vio pasar a
las tropas romanas al paso lento de los carros tirados por bueyes, que también
iban a la mar.
Entrando
ya en Somaconcha percibimos el silencio de los sitios deshabitados. Es cierto
que hay ganado pastando en los prados, pero no hay pastor a su cargo, ni sale
humo por los tejados. Hay una iglesia sin culto y también está cerrada la primera
casa que vemos. Alguien como nosotros, un caminante, se sobrecogió ante este
mismo silencio en el invierno del año pasado y puso en la puerta un poema, que
parece una frase pintada: “cosas al oído para llevar callando”.
Ya
no es el tiempo del magosto, la fiesta colectiva en que se recogen y se asan
las castañas antes de que llegue el mal tiempo y el blanco silencio. Pero aún
perduran los envoltorios de los frutos caídos sobre las piedras de la calzada
romana. ¿Habría castaños por aquí, en aquellos tiempos del imperio?, ¿quién sería el esclavo que colocó esta gran losa?, ¿quién el
que vio la necesidad de hacer pequeños
regatos para desaguar la calzada y preservarla de la destrucción de los siglos?,
¿cuántos carros tuvieron que pasar por
estas losas para marcar las roderas que ahora contemplamos?
Un
acebo invade la calzada, esperando que lleguen
los animales hambrientos que deambulan por los bosques cuando se acercan
los tiempos de escasez, los tiempos albos del invierno. Y en un claro del mismo
bosque podemos asomarnos al valle que se abre a nuestros pies, dejándonos ver
un ferrocarril sinuoso, que se adapta a las curvas de nivel de la abrupta
montaña y una autovía muy recta que salva el hondón del valle con un larguísimo
y esbelto viaducto con grandes patas de hormigón. Nosotros los vemos desde la
calzada romana, al ferrocarril sinuoso,
a la veloz autovía, pero los viajeros que van por ellos no nos ven a
nosotros, que vamos despacio, que vamos a pie, con la calzada y en medio del
bosque, ¿cuántos siglos durarán las roderas de esos trenes y camiones, cuántos
siglos perdurará la memoria de quienes los construyeron?
Hacemos
un alto en la solitaria ermita del barrio de Media Concha, a medio camino, a
medio derruir. Se la están comiendo las hiedras, que no pueden trepar hasta su
pequeña bóveda que ha resistido al paso de los siglos, a sus intemperies, a
muchos saqueos y a muchos olvidos. En el
cenit de la bóveda pervive un escudo nobiliario, a buenas horas. En medio de
las paredes caídas bebemos algo de agua, nos recolocamos la mochila y el abrigo
y tú te alisas el pelo antes de colocarte los guantes y el gorro que protegen
del frío a tus manos blancas y a tus pequeñas orejas.
Seguimos
bajando la calzada y nos encontramos la primera casa del barrio, como todas
también vacía, con tiestos en las ventanas que dicen que allí hubo gente el
pasado verano. Y vimos cerca algunos juguetes rotos y abandonados, que nos
dicen que pudo también haber niños corriendo por estas remotas cuestas de
romanos.
Nos
sale al camino un cartel caído, donde alguien puso un mapa del recorrido que
sigue la calzada, de qué ciudades partía y a dónde iba, breves explicaciones
sobre el porqué de estas piedras, de su ingeniería y utilidad, económica,
militar y política. Y a poco de seguir
bajando, llegamos a un puente sobre el ferrocarril, donde las piedras ya no son
romanas y desde donde tenemos enfrente la aldea de Pujayo. Nos asomamos sobre los dos carriles y allí nos reconocemos,
siempre paralelos y juntos, caminando sin parar por los itinerarios que nos
va deparando la vida.
Nos
damos la vuelta, porque la tarde avanza deprisa y emprendemos la cuesta arriba
de la calzada, en la dirección que nos lleva al punto de partida. Y ya en la
carretera, a la altura de Mataporquera, la tarde se puso gloriosa, dorando aquellos
cielos de cemento, un instante antes del ocaso, lo que vino a suceder cuando yo encendía las luces del coche, sobrepasando
Aguilar de Campoo, ya muy cerca de casa.
Cuando
le hacías una foto al cielo anaranjado, en medio de interjecciones por mí
compartidas, no se me iban de la cabeza unos versos de Nicanor Parra, que yo había leído por la
mañana, en los que venía a decir que ¡Dios! es sólo una interjección, da igual
que exista o no... Son cosas al oído, para llevar callando.
Cuando la calzada se abrigaba para pasar el invierno |
Cuando caminabas sin prisa |
Cuando vimos las roderas romanas |
Cuando la ermita se dejaba comer por las hiedras |
Cuando la heráldica resistía a su definitivo hundimiento |
Cuando te recogías el pelo en medio de las ruinas |
Cuando entrábamos en el barrio de Media Concha |
Cuando, enfrente, vimos el viaducto de Pujayo |
Cuando por Mataporquera se doraron los cielos |
Mapa de la ruta
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