Anticipaba en un post
anterior que la estrategia de la nueva ruralidad pasa necesariamente por un
doble objetivo de cirugía reconstructiva: el empoderamiento individual de
los ciudadanos y el empoderamiento de las comunidades locales. Para comprender
la necesidad de una estrategia tan radical es necesario visualizar bien la radicalidad de la realidad que padecemos. Hemos llegado a una miseria
individual y colectiva que los seres humanos no nos merecemos; en algún momento
de nuestra evolución debió producirse el pecado original que nos ha traído
hasta aquí, a un mundo de individuos fragmentados y débiles, cuyas vidas
dependen de otros individuos a los que venden su fuerza de trabajo y su
inteligencia productiva para poder subsistir, que han aceptado con sumisión la
desposesión sistemática de los recursos
naturales y comunitarios, que han
entregado su soberanía de individuos libres a una casta financiera-política que
decide por ellos, que han permitido que haya florecido un sistema económico
mortalmente tóxico y caótico, en el que una ficción de conveniencia, el dinero, se ha convertido en producto
principal y donde el crédito es la
industria preferente, la que monopoliza toda la actividad económica, por delante de
los alimentos y de las cosas reales, las necesarias para la vida humana, haciendo
que ésta sea inestable y precaria. Y todo ello en un momento de nuestra
evolución en el que hemos logrado un desarrollo tecnológico que podría
favorecer, como nunca, la erradicación definitiva de la pobreza y la desigualdad,
en vez de estar dedicado a la producción de infinitas chorradas innovadoras y
superfluas con las que abarrotamos las
estanterías de los supermercados, al tiempo que agotamos los recursos naturales
necesarios para la supervivencia de la vida humana.
¡Por supuesto que la
realidad nos sitúa obligatoriamente en un escenario de lucha de clases!,
pero para ser certeros en el juicio,
debemos remontarnos a un pecado original que lo es del conjunto de la humanidad, y que la actual formulación de dicho pecado -eso que
llamamos el capitalismo neoliberal-, no es sino un error mayúsculo en la evolución de
la especie humana, cuyo antecedente es muy anterior a la revolución industrial. Ese pecado
original se inició el día que permitimos que alguien se apropiara
de un trozo de nuestro planeta común en su exclusivo beneficio, cuando dejamos
de producir nuestros propios alimentos y
viviendas y nos convertimos en esclavos de quien se apropió la Tierra, cuando
nos pusimos a trabajar para él a cambio
de un salario con el que a su vez le compramos el alimento y la vivienda que todos nosotros producimos para él.
La solución no puede
ser sino la antítesis de esa bárbara realidad global. No soy tan pretencioso
como para pensar que soy capaz de
diseñar dicha solución, que necesariamente habrá de ser una tarea colectiva y de escala universal. No fue un extremista antiglobalización quien dijo que “a
falta de un gobierno que nos proteja contra la economía de las multinacionales,
el pueblo se encuentra, como muchas otras veces antes, en peligro de perder su
seguridad económica y su libertad, ambas a la vez. Pero al mismo tiempo los
medios para defenderse siguen existiendo en la forma de un venerable principio:
los poderes no ejercidos por el gobierno deben volver a pueblo. Si el gobierno
no se propone defender las formas de vida y libertades de su propio pueblo,
entonces el pueblo debe pensar en protegerse por sí mismo”. Esto lo ha dicho
Wendell Berry, un conservador norteamericano, que sobre la actual economía
total piensa que “supone la absorción desenfrenada de beneficios obtenidos
gracias a la desintegración de naciones, comunidades, hogares, campos y
ecosistemas…”
En esa antítesis de la
barbarie, se sitúa mi propuesta de “democracia local y economía del procomún”,
asentada en mi caso sobre una poderosa intuición acerca de la utilidad del
sentido común y de “lo común”, aunque bien fundamentada por un buen número de pensadores
y activistas anarquistas a los que la deriva histórica orilló, arrollados por
la dialéctica de los bloques este-oeste, y
luego por la fuerza bárbara del pensamiento único y capitalista.
Una democracia
local para reconstruir al individuo
libre, autónomo y soberano, que no delega en nadie la responsabilidad sobre su propia vida y en el autogobierno de
la comunidad en la que habita. Una economía del procomún en la que ese mismo
individuo asume la responsabilidad de producir los medios necesarios para su
subsistencia personal y los de su comunidad; una economía del procomún para
reconstruir la administración comunal de
los recursos naturales y productivos,
aboliendo la apropiación privada y
delictiva de los mismos. El individuo libre que sueñan los auténticos liberales
y la sociedad igualitaria que sueñan los auténticos socialistas o comunistas.
Eso es, creo yo, el anarquismo renovado, perfectamente pacífico y radical, que palpita hoy, aún sin conciencia de sí
mismo, en las asambleas populares que se reúnen desde el quince de mayo en las plazas
de muchas ciudades, barrios y pueblos de España y del mundo.
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