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Ruyman Rodríguez
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Publicado en: www.portaloaca.com/opinion/15413-un-juicio-ruyman-rodriguez.html
En unas semanas seré enjuiciado y también,
indudablemente, condenado. Se me acusa de un delito de«atentado a la
autoridad» (poético, para un anarquista) y se me pide un
mínimo de 1 año y 6 meses de prisión y 770 pavos de multa. Todo
esto por supuestamente haber dado en 2015 una patada a un guardia
civil en el cuartelillo donde se me retenía y torturaba con la
finalidad de intimidarme y desestabilizar el proyecto autogestionario
de vivienda de la Comunidad«La Esperanza», ubicada en el municipio
grancanario de Guía.
No gastaré el tiempo en
clamar por mi inocencia ni chorradas similares, y
menos aun cuando hay compañeras y compañeros que en estos momentos,
mientras escribo, ya están en la cárcel. Además, sería inútil.
Que seré condenado es tan seguro como que mañana saldrá el sol. Se
intentará con ello (si quiero evitar, según parece, que se ejecute
la sentencia) tenerme «tranquilo» y sin alborotar durante
algunos años y, si es posible, escarmentar en mi espalda a un
anarquismo canario y a un movimiento insular por el derecho a la
vivienda que lleva demasiado tiempo incordiando por encima de sus
posibilidades.
Y luego dicen que los anarquistas somos ingenuos…
Si piensan que la convicción de los militantes y la necesidad de los
desahuciados pueden sofocarse con leyes, juicios y condenas es que no
han comprendido nada. Hasta los propios fundadores del Derecho Romano
lo asumían: necessitas caret lege («la necesidad
carece de ley»). Ningún papel ni barrote han podido aplastar nunca
el instinto de supervivencia y la urgencia de conseguir comida, techo
y abrigo. Mi condena tampoco lo logrará.
Dicho esto, me gustaría usar este episodio como
pretexto para compartir algunas reflexiones sobre el entramado
judicial y sus mecanismos.
Lo primero es el propio acto del juicio. Entrar
por primera vez en una sala donde se te va a procesar es como tomar
parte en una suerte de ritual sobrecogedor. La liturgia recargada, el
lenguaje arcaico, la atmósfera deshumanizada, las vestimentas
ridículas, todo lo necesario para fabricar un ambiente solemne que
apabulle a la víctima y la haga presa de la angustia y la
culpabilidad. La sensación es como la de acercarse a un altar de
sacrificios donde un sumo sacerdote puede decidir, a su antojo, tu
destino. Aunque todo ello esté adornado con la parafernalia
burocrática de la era moderna, el evento es tremendamente similar al
que podría celebrar un chamán consultando a los espíritus sobre la
culpabilidad del infractor o un inquisidor
exigiéndole que confiese la verdad ante Dios: gente con disfraces
absurdos asume un rol de autoridad suprema y decide sobre el destino
ajeno en base a una fórmula, escrita o no, que para el enjuiciado
adquiere cierto carácter sobrenatural.
La experiencia o la formación política pueden ir
resquebrajando el aspecto mágico del chiringuito. Ver a los
protagonistas momentos después del juicio con las togas en la mano,
riéndose de lo sucedido en la sala, hablando de fútbol mientras
mean en los baños del juzgado o apurándose un carajillo mientras
fuman en una terraza cercana, le quita un poco de rigor al asunto.
Igual que pasa con las detenciones en comisaría, con el tiempo
llegas a comprender que todo es un teatrillo, una farsa enorme,
patética, cómica y a la vez dramática. Gente adulta, orgullosa de
símbolos y uniformes, amparada en un rango, convencidos más o menos
del papel que interpretan y que han convertido una ópera bufa, un
trágico carnaval, en un oficio respetable del que sus hijos pueden
presumir en el colegio. Si no tuvieran el poder de destrozar la vida
de otros, serían dignos de lástima.
Pero todo este circo se fundamenta sobre el texto
sagrado de la sociedad civil desde el Código de Hammurabi: la ley.
Si las sociedades necesitan o no un código
escrito para regularse puede ser tema de debate. Que ese código sea
elegido por una minoría en base a sus intereses, impuesto a la
mayoría y de obligado cumplimiento a través de la compulsión o la
violencia, me parece algo mucho menos debatible. Siempre que los
anarquistas planteamos la ridiculez que supone que un código
verticalmente impuesto rija nuestras vidas se nos pregunta que
haríamos con los crímenes, la violencia, etcétera (si nos dieran
un céntimo cada vez que nos interrogan sobre esta cuestión
tendríamos un PIB muy superior al de cualquier Estado). La realidad
es que los códigos penales llevan existiendo siglos y nunca han
conseguido mitigar o suprimir la violencia humana; con suerte la han
refinado.
El Código Penal español, como todos los códigos
punitivos del resto del mundo, sólo se fundamenta en la defensa de
dos principios elementales: proteger la propiedad privada (todos los
artículos sobre robo, allanamiento, usurpación, etc., derivan de
ahí1) y garantizar que sea el Estado, y no ningún
particular, el detentador único del monopolio de la violencia
(usando la expresión de Max Weber). El Estado no tiene ningún
interés en suprimir la violencia; sólo pretende controlarla y
asegurarse de que nadie le disputa el privilegio de su aplicación.
Ese, por encima de cuestiones morales, es el fundamento del que
emanan todos los artículos que penalizan el uso de la violencia
entre terceros.
Aun cuando esto se admita, se nos seguirá
insistiendo sobre cuál es la alternativa anarquista a leyes,
cárceles, policías y judicatura. Muchas compañeras y compañeros,
antes y mejor que yo, nos han legado elaboradas respuestas al
respecto2. Yo, con menos tiempo y luces, sólo puedo decir
que no conozco la solución perfecta y definitiva,
porque quizás no la haya. Sólo sé que el Estado español tiene
casi la mayor población penitenciaria de la UE con una de las ratios
más bajas de criminalidad3. Sólo sé que los delitos
relacionados con la violación de la propiedad privada perderían su
razón de ser si tuviéramos una sociedad donde la riqueza fuera
compartida por todos y no estuviera retenida en manos de un
porcentaje mínimo de la población. Sólo sé que gran parte de los
presos y presas de las cárceles españolas están recluidos por
delitos morales que quizás mañana no lo sean, como
por ejemplo los vinculados con las drogas (tal y como en su día dejó
de ser punible el adulterio). Sólo sé que fenómenos humanos
naturales como la migración son considerados ilegales y que encerrar
con ese pretexto a miles de personas en condiciones infrahumanas,
como ocurre ahora mismo en Canarias, parece ser algo perfectamente
legal. Sólo sé que en el Estado español es delito blasfemar contra
Dios, ultrajar a la bandera, al rey o a las comunidades autónomas,
hacer comentarios de mal gusto sobre terrorismo (quedan excluidos,
por supuesto, el terrorismo de extrema-derecha o el de Estado) y que
hay gente procesada o encarcelada por chistes, canciones, obras de
teatro, performances o por quemar símbolos. Sólo
sé que los cuerpos policiales profesionales existen
desde hace siglos y sólo han servido para mantener los privilegios
de la clase dirigente, salvaguardar la desigualdad, perseguir la
pobreza, reprimir la disidencia política e imponer una violencia
vertical muy superior a cualquier violencia horizontal. Sólo sé que
las cárceles evidencian un grave estado de inmadurez social, donde
el Estado, convertido en padre ignorante y cruel, soluciona los
problemas de su hijo, el individuo disruptivo, encerrándolo en un
cuarto oscuro hasta que aprenda la lección. Sólo sé que después
de milenios con todo tipo de condenas, de cadenas perpetuas o penas
de muerte, la violencia no se ha reducido un ápice. Sólo sé que
quizás nunca haya una cura para la violencia
humana, pero que tal vez no estaría mal analizar qué porcentaje de
actos atroces son un reflejo de la sociedad donde se producen; probar
con otros modelos de sociedad y aprendizaje donde a lo mejor no se
nos inculque a los hombres que violentar a las mujeres forma parte de
nuestra naturaleza y de nuestros privilegios; experimentar, quizás,
con otras fórmulas de resolución de conflictos que no pasen por
sumar más violencia a la violencia o por enterrar los problemas,
también cuando esos problemas son seres humanos, bajo la alfombra.
Como humanos sufrimos una disociación cognitiva
que nos desgarra por dentro. Se nos ha injertado dos morales: una
superficial (la que públicamente define lo que es bueno o malo) y
otra profunda (la que íntimamente define lo que es bueno o malo),
las mismas que nos permiten repetir que «matar es
malo» mientras somos capaces de racionalizar como aceptable que
un soldado o policía pueda disparar a alguien. Nos han educado para
interiorizar la violencia individual como un fenómeno desconectado
de la violencia social, económica y gubernamental. Nos han
adoctrinado para que las guerras, el heteropatriarcado, los
desahucios, los despidos, la explotación laboral, el racismo
institucional, las torturas y cargas policiales, nos parezcan
violencias de una naturaleza más aceptable, lógica, racional, que
la violencia espontánea de los individuos. Nos han enseñado que hay
leyes de sangre –como las que atañen a la propiedad y a la
obediencia– de obligado cumplimiento, y leyes de papel –como las
que hablan de la responsabilidad social de los Estados– que pueden
ignorarse sin consecuencias. Nos han acostumbrado a que las empresas,
instituciones y partidos puedan romper sus propias leyes, como
pájaros que atraviesan una telaraña, mientras nosotros, simples
moscas, quedamos enredados en los delitos más ridículos, tal y como
decía el viejo Calicles.
A pesar de esta cierta y dura conclusión, el
mundo real, sensitivo, lejos de artificios y medidas de control
mental, se puede abrir paso aunque te arrojen al más infecto
agujero. Lo único que necesitamos es aprender a reducir el mundo
oficial a su justa dimensión, poderoso en lo relativo a la fuerza
bruta, pero impostado, ficticio y penoso en su expresión más pura.
Todo se limita a que un grupo de gente, creyentes en el principio de
autoridad que establece que unas personas son superiores a otras, se
disfraza de jueces y policías para obligarnos a hacer lo que otro
grupo de gente, que se disfraza de políticos, escribe periódicamente
en un libro que dictamina qué es delito y qué no, y todo ello para
salvaguardar el patrimonio de otro reducido grupo de gente que lleva
siglos disfrazándose de propietarios, acaparando lo que es de todos
y dictando lo que hace el resto de gente disfrazada. No te puedes
tomar en serio algo así, aunque desgraciadamente por esa broma
pesada la gente pierda su libertad, su salud, física y mental, años
de vida o incluso la vida misma.
Pero por mucho daño que nos hagan no podrán
borrar nunca una evidencia cruda: sus leyes, incluso las de sangre,
están escritas en papel y hay que tener la certeza de que algún
día, más tarde o más temprano, lloverá.
Desde aquí, y a modo de conclusión, sólo quiero
ofrecer mi agradecimiento a todas las compañeras y compañeros y a
todos los colectivos que de una u otra forma se han solidarizado con
mi situación personal. Nunca podré agradecerles lo suficiente.
Ustedes han hecho posible que pudiera seguir activo en un frente de
lucha tan desgraciada pero necesariamente público y visible como el
que afrontan la Federación Anarquista de Gran Canaria y el Sindicato
de Inquilinas de Gran Canaria. También a mis compañeras y
compañeros de ambas organizaciones, a mis compis de fatiga diaria,
por estar ahí cuando lo más fácil era no estar, por ayudarme a
recoger los pedazos. Gracias a todos.
Sólo recuerden que si estos cabrones nos prohíben
respirar sólo obtendrán una cosa: una desobediencia, como mínimo,
de doce veces por minuto. Respiren fuerte, mis compas.
Ruymán Rodríguez
Norte de África, a finales del año 1 de la
distopía pandémica
Notas: