Proliferan
por todas partes organizaciones y movimientos sociales autodefinidos como “alternativos”,
algunos de ellos con muchos años de rodaje: desde el ecologismo, el
feminismo, el cooperativismo o el comunitarismo...ecoaldeas, municipalismos, indigenismos, monedas locales, neorruralistas...así como desde el
pensamiento crítico y la política en general, tanto en su versión más
académico-filosófica, como desde iniciativas más militantes y
comprometidas, conformando todas estas iniciativas un enorme y fragmentado prisma de experiencias, que
en conjunto constituyen lo que podríamos denominar la gran nebulosa "anticapitalista" y/o "alternativa".
Todas son experiencias reformistas en esencia, incluso las autoetiquetadas como revolucionarias. Su propuesta alternativa es
parcial, o localista sin perspectiva global o viceversa; y en todo caso referida únicamente a algún aspecto parcial, sin abordar la hipercompleja realidad de nuestro
mundo contemporáneo. Y las que más se acercan, como el
ecosocialismo o el anarquismo, carecen de visión holística y de propuesta
estratégica. Véase
la amplia lista de “anticapitalismos” y compruébese quiénes de entre ellos cuestionan la propiedad de los bienes comunes universales, la Tierra y el Conocimiento,
o quiénes cuestionan el trabajo asalariado, el sistema productivo y los mercados, quiénes tienen una
propuesta que sea completa y no de parte...porque, ¿cómo ser anticapitalistas y estatalistas a la vez, cómo sin comprender que el Estado es el aparato generador y sostén del capitalismo en todas sus formas?, ¿cómo sin saber qué hacer para deshacernos del Estado?
Cierto
que la mayoría de estas “alternativas”, vistas de una en una,
contienen valiosos conocimientos y experiencias muy útiles en el
corto plazo, que sus aportaciones son revolucionarias en muchos
casos, pero siempre limitadas a un aspecto. Es como si el pensamiento
y la capacidad humana se hubieran rendido definitivamente a la fuerza descomunal del
sistema dominante, considerado ya como inevitable y, por tanto, insuperable.
En
el reciente IV Encuentro de Transformación Integral repasamos y
analizamos algunas de estas experiencias, en un proceso abierto a la
autocrítica radical, lo que nos es imprescindible en el camino que
hemos tomado, para la definición de una propuesta revolucionaria
holística, que necesita encontrar fundamentos comunes a todas estas
iniciativas y movimientos sociales, para la autoconstrucción de una
verdadera alternativa autónoma y radical, transversal y convergente, que cuanto antes pueda traducirse
y articularse en un gran movimiento de resistencia y transformación integral, a escala local y global: todo lo contrario a los eclécticos populismos en auge,
que sólo buscan avances
electorales, a izquierda y derecha del circo político.
En adelante iré desgranando la autocrítica de todas esas experiencias, que será constructiva, porque todas ellas reúnen valiosas experiencias prácticas, que nos serán muy útiles, más en los próximos tiempos postpandemia. Traigo aquí, como ejemplo, los casos de la agroecología y la permacultura, considerados movimientos alternativos. Se trata de un breve texto, recién publicado en la web de Revolución Integral por uno de los
compañeros que participaron en el mencionado IV Encuentro:
EL DILEMA
PERMACULTURAL. LIBERTAD O ECOCACIQUISMO.Texto de Diego Martínez
Urruchi
El recientemente celebrado IV Encuentro de
Transformación Integral ha puesto de manifiesto la creciente
disconformidad con los frutos cosechados de lo que se conoce como
“Revolución Verde”, efectuada en el estado español hacia los
años 60 del siglo pasado.
Alimentos carentes de nutrientes, sabor y plenos
de tóxicos; desarraigo profundo tras abandonar los pueblos para
poblar las ciudades; desconexión completa con el medio natural, con
un contacto reducido a algunas actividades lúdicas; pérdida de la
libertad que supone la producción del alimento propio y dependencia
total del sistema productivo industrial; destrucción de suelos y
contaminación de masas de agua y del aire; bajada drástica de la
biodiversidad; entre otras.
Todo esto ha sido motivo de una preocupación que
ha originado diversas reacciones. Quizá la más conocida es la
agricultura ecológica, cuyos productos ya ocupan buena parte de las
estanterías de todos los supermercados. Sus méritos no son otros
que ser un calco de la agricultura convencional, pero envolviéndose
bajo la atractiva y dudosa rúbrica “eco”. De esta manera, ahora
es una ecoindustria ecoquímica la que provee al empresario agrícola
de fitoquímicos, la calidad de los alimentos sigue siendo bastante
pobre, se mantiene una clase empresarial separada por una inmensa
brecha de una masa de asalariados que reciben un jornal mísero por
un trabajo repetitivo y agotador[1],
los daños ambientales siguen siendo muy preocupantes, la
concentración de tierras que desplaza a cada vez más gente del
rural, especialmente a los agricultores con poca/media cantidad de
tierras, se agrava y el lucro permanece como categoría central sobre
otras como la sostenibilidad o la repoblación rural, completamente
desterradas.
Huelga decir que una agricultura de este tipo es
incompatible con una transformación positiva de la sociedad, por
neofeudal y destructiva, así que no me detendré más en ella.
Sí que son interesantes algunas propuestas que se
autoenmarcan dentro del ámbito de la agroecología que, con una
modesta producción, pero la eliminación de intermediarios, logran
asentar una cierta población en el mundo rural. Ejemplo de ello es
la cooperativa agroecológica BAH, a partir de la que han surgido
multitud de proyectos de naturaleza similar. Uno de ellos, de nombre
“Los Esquimos”, asentado en Perales de Tajuña, asumirá
próximamente la iniciativa de otorgar formación a quien lo desee en
su escuela de horticultura.
Por otro lado, quizá la más sonada alternativa
al modelo productivo convencional sea la conocida como
permacultura[2],
nacida a finales de los 70 a partir del trabajo de los australianos
Bill Mollison y David Holmgrem. Esta disciplina, cada vez más
generalizada a lo largo y ancho del territorio peninsular, engloba
multitud de operaciones agrícolas y ganaderas muy útiles y a tener
en cuenta y practicar, así como a personas muy valiosas enfocadas en
el avance de la misma.
Sin embargo, considero conveniente una crítica a
este modelo, por insuficiente, desarraigado y poco fiel a su nombre,
resultante de la contracción “cultura permanente”. Si se
pretende que sea una herramienta para la construcción de un mundo
nuevo, mucho mejor que el actual orden social: tiránico, hostil al
amor y a la convivencia, y profundamente desigual; es crucial sacar a
relucir sus defectos y faltas, para pulirlos y completarlos.
En primer lugar, la permacultura, proveniente de
culturas y territorios foráneos, además de haberse fraguado en el
calor de la modernidad, obnubilada en sí misma, ignora el pasado (y
presente) cultural, estructural y social de los pueblos peninsulares.
Así, ahonda en la desmemoria que sufre la gestión tradicional,
milenariamente sostenible, de los ecosistemas ibéricos[3].
Sobre el comunal, de cardinal importancia en nuestro territorio, no
existen en ella referencias. Al contrario que en aquel, las
iniciativas permaculturales consisten en la adquisición de un pedazo
de tierra para cultivar, opción cada día menos factible, dada la
decreciente capacidad adquisitiva y la creciente acumulación de la
tierra en manos del Estado y las grandes empresas.
Es fundamental proponer recetas para el
mantenimiento y recuperación de las tierras y medios de producción
comunales, capaces de cohesionar un conjunto social de manera eficaz.
No solo en el ámbito de lo material, sino que también otorga la
base para una forma de vida convivencial y más libre, que a la vez
facilita y depende de la existencia de un tipo de persona inclinada
hacia el bien moral, la autoconstrucción personal, la capacidad de
diálogo y el encuentro cordial, y la responsabilidad, entre otras.
La permacultura adolece de un análisis histórico
y político que le permita comprender los motivos del punto al que
hemos llegado, y por tanto ha de errar en sus soluciones. El término
permanente se confunde con sostenible, y la diferencia es abismal.
Como he descrito brevemente, los pueblos ibéricos fueron capaces de
asegurar la existencia futura de sus ecosistemas en el pasado y, sin
embargo, aquellas culturas hoy se han extinguido prácticamente. Si
no fueron capaces de “permanecer” no fue por su mal hacer
agropecuario, sino más bien por la brutalidad con que el ente
estatal se propuso adueñarse de aquellos recursos, así como de la
mano de obra que precisaba para industrializar el país.
La permacultura puede, a pequeña escala, corregir
la debacle ambiental que la fractura de aquella cultura trajo, pero
si no tiene voluntad revolucionaria, si no hace propia la propuesta
de un cambio profundo de las estructuras de poder, de la ética
individual o del sistema de propiedad no puede ofrecerse como
permanente. No, porque nada propone para constituir una sociedad
libre y hermanada, con unas oportunidades razonables para acceder a
la tierra y formar comunidad. Para esto debe dotarse de una
estrategia, como la que propone el proyecto de Transformación
Integral, que le permita evitar que el sistema de poder se adueñe de
ella (si esto le fuera posible) para corregir sus fallos garrafales y
así apuntalar una ecodictadura.
Las sociedades tradicionales pretéritas
asistieron a su resquebrajamiento tan pronto como el Estado se vio
capaz de ello, al percibirlas como una amenaza y como una fuente de
recursos. Las primeras, ya bastante debilitada su capacidad para
recibir tal envite, finalmente sucumbieron ante la horda de
veterinarios, técnicos forestales, propagandistas varios, ingenieros
agrónomos y ganaderos, policías y militares, entre otros, en quien
el poder estatal confió tal empresa[4].
Hay cosas aún más importantes que la
sostenibilidad, que es perfectamente compatible con una vida esclava,
solitaria y de espaldas a la verdad. Por eso animo a quienes con muy
buenas intenciones se decantan por la permacultura y otras fórmulas
similares, a que conozcan, profundicen y practiquen lo que desde la
Transformación Integral venimos planteando. Porque para “permanecer”
habrán de escoger, y o lo hacen bajo un modelo social de dictadura
estatal o desde la voluntad de cultivar una sociedad nueva y superior
(por muchos motivos), que sólo podrá serlo tras auto otorgarse una
razonable libertad desde la que partir.
A continuación, propongo una breve bibliografía
para seguir profundizando en el tema, recomiendo su estudio.
- “Tierra y sociedad en Castilla” – David E.
Vassberg.
- “Naturaleza, ruralidad y civilización” –
Félix Rodrigo Mora.
- “El común catalán” – David Algarra
Bascón.
- Artículos varios de los autores María Bueno y
Enrique Bardají, que pueden encontrarse en esta página web.
[1]
Podría pensarse que esto es el resultado de un sistema meritocrático
que premia a quien se esfuerza más que los demás (o es más listo,
más tramposo, parte de una situación inicial más favorable, etc.)
y esto le permite adueñarse de cantidades crecientes de tierra.
Dejando a un lado la legitimidad de este modelo, la realidad es que
la agricultura ultra concentrada actual no hubiera sido posible sin
la actuación estatal, quien, por ejemplo, expolió violentamente los
medios productivos comunales para favorecer una propiedad
latifundista a su servicio. Este es solo un ejemplo de las muchas
intervenciones de las que el aparato estatal se sirve para dar pie a
una agricultura como la actual, cuya existencia solamente se puede
explicar desde la voluntad de poder del mismo.
[2]
A día de hoy, cuando se usa la palabra permacultura, se suele
englobar otras iniciativas cercanas, como la agricultura natural de
Masanobu Fukuoka, la agricultura regenerativa, el pastoreo racional,
etc.
[3]
Un hermoso ejemplo de ello nos lo ofrece Jaime Izquierdo Vallina en
su obra “La conservación cultural de la naturaleza”. En este
caso se hace eco de la realidad asturiana, pero es extrapolable a
prácticamente toda la península Ibérica. Hoy en día, ya
desarticuladas vía operación estatal aquellas sociedades que hacían
posible esta formidable gestión de los recursos naturales, se
pretende mantener por todos los medios aquellos ecosistemas tal como
fueron abandonados. Así, lo que antaño era una fuente de riqueza,
hoy es puro derroche: donde antes pastaban vacas, cabras, ovejas o
cerdos, hoy es zona de campeo para las cuadrillas de desbrozadores.
[4]
La mayoría de estas medidas se disfrazaron (y hoy lo hacen) de
buenas intenciones. Para comprender cómo el llamado conservacionismo
profundiza en la despoblación y la desposesión, el artículo “El
conservacionismo contra la ruralidad, los pastores y los indígenas”
de Enrique Bardají Cruz es de enorme ayuda.