Manifestación independentista en Barcelona (2012) |
Los nacionalismos se llevan mal entre ellos, sobre todo porque su
sustancia se alimenta de establecer la identidad de unos a partir de la
diferencia con los otros. Asistimos en la actualidad a la descomposición del mal
llamado estado de las autonomías, a partir de la polémica que ha organizado el
presidente de la Generalitat, Artur Más, acerca de la voluntad soberanista de
la nación catalana. El nefasto ministro
de Justicia, señor Gallardón, ha sentenciado al respecto: “España no puede
pensarse a sí misma sin Cataluña y, por tanto, la independencia de Cataluña
significaría la destrucción de España”.
El regimen español adopta la
definición de estado autonómico, de modo
tan impropio como cuando se autodenomina estado democrático. Autonomía
significa carencia de intermediación y dominio, algo imposible en un regimen
estatal, por muy republicano que fuera, que no es el caso; algo totalmente
imposible en el contexto de una organización social basada en los principios de
jerarquía y desigualdad social, económica y política. El propio concepto de estado es, pues,
incompatible con el de autonomía y, por supuesto, con el de democracia, ya que
sólo podemos concebir racionalmente la democracia como sistema de organización
en el que la comunidad se instituye a sí misma y en el que el poder, en todas
sus facetas, se haya distribuido en condiciones de igualdad. Así pues, hablando
con propiedad, el estado español es un estado heterónomo y oligárquico. Nada de
autonómico, nada de democrático.