Manifestación independentista en Barcelona (2012) |
Los nacionalismos se llevan mal entre ellos, sobre todo porque su
sustancia se alimenta de establecer la identidad de unos a partir de la
diferencia con los otros. Asistimos en la actualidad a la descomposición del mal
llamado estado de las autonomías, a partir de la polémica que ha organizado el
presidente de la Generalitat, Artur Más, acerca de la voluntad soberanista de
la nación catalana. El nefasto ministro
de Justicia, señor Gallardón, ha sentenciado al respecto: “España no puede
pensarse a sí misma sin Cataluña y, por tanto, la independencia de Cataluña
significaría la destrucción de España”.
El regimen español adopta la
definición de estado autonómico, de modo
tan impropio como cuando se autodenomina estado democrático. Autonomía
significa carencia de intermediación y dominio, algo imposible en un regimen
estatal, por muy republicano que fuera, que no es el caso; algo totalmente
imposible en el contexto de una organización social basada en los principios de
jerarquía y desigualdad social, económica y política. El propio concepto de estado es, pues,
incompatible con el de autonomía y, por supuesto, con el de democracia, ya que
sólo podemos concebir racionalmente la democracia como sistema de organización
en el que la comunidad se instituye a sí misma y en el que el poder, en todas
sus facetas, se haya distribuido en condiciones de igualdad. Así pues, hablando
con propiedad, el estado español es un estado heterónomo y oligárquico. Nada de
autonómico, nada de democrático.
El filósofo Avishai Margalit, en su libro "La Ética de la Memoria" (2002) discute el papel principal de
la memoria en formar naciones: "la
nación se ha definido como una sociedad que alimenta un embuste sobre los
ancestros y comparte un odio común por los vecinos; por lo tanto, la necesidad
de mantener una nación se basa en memorias falsas y el odio a todo aquél que no
lo comparte."
Personalmente, tengo escaso interés por
esta exageración tan compartida por quienes sistemáticamente se oponen al
nacionalismo, desde posiciones generalmente no menos nacionalistas. De Margalit
me interesa mucho más la reflexión que hizo en su primer libro (“La sociedad decente”), en el que viene a
decir que “no es la justicia lo que nos
lleva a la política, sino la injusticia, la evitación del mal en lugar de la
búsqueda del bien”. Eso, digo yo, será en primera instancia, lo que es
perfectamente compatible con la búsqueda
del bien común, que desde mi punto de vista tiene fundamento racional y alcance
universal, tan alejado de la narrativa identitaria de los nacionalismos como
del corrosivo relativismo postmoderno.
Con todo, el elemento imaginario o creativo en la
historia, tiene más importancia que cualquier tipo de patrón evolutivo en la organización
política. Castoriadis así lo expresa cuando
dice que “la democracia y la filosofía no son el resultado de las tendencias
naturales o espontáneas de la sociedad y la historia, porque ellas mismas son creaciones y suponen una
ruptura radical con el estado previamente establecido de las cosas. Ambas son
aspectos del proyecto de autonomía de los individuos y sus comunidades... los
griegos, en los siglos VI y V, ya tenían muy claro que las instituciones y las representaciones
pertenecen al nomos y no a la physis, que son creaciones humanas,
no dadas por la Naturaleza, ni por Dios".
Una visión de la historia basada en un patrón evolutivo no
puede explicar por qué un similar movimiento de las tribus a las ciudades, en
muchas partes del mundo ha dado lugar, por un lado, a la democracia ateniense clásica
y, por otro, a una variedad de formas de organización política oligárquicas, cuando
no despóticas. La actual democracia parlamentaria no puede de ninguna manera
considerarse como una etapa en el desarrollo evolutivo de la democracia. Esto
es evidente cuando consideramos que en la experiencia de los últimos dos siglos
se ha demostrado que la democracia parlamentaria, si se convierte en algo, es en
una mayor concentración del poder político en manos de élites de políticos profesionales,
tanto a nivel nacional como supranacional.
De la misma manera, la economía de mercado no constituyen
una especie de etapa en el desarrollo evolutivo de la democracia económica. Lo
dicho anteriormente, tomado del pensamiento de Takis Fotopoulos, viene a
concluir en su argumentada idea de que la actual economía de mercado representa
un paso definitivo hacia atrás en comparación con las economías socialmente
controladas en las ciudades libres medievales. La única evolución observable
acerca de la economía de mercado nos devuelve a la certeza de que evoluciona hacia una mayor concentración del
poder económico y no hay perspectiva alguna de que alguna vez pudiera
conducirnos al cambio cualitativo hacia
una democracia económica.
Así, pues, nada bueno podemos esperar de la evolución del
actual sistema de poder globalizado, formalmente apoyado sobre la estructura
política auxiliar de los estados nacionales, configurados como “oligarquías”
parlamentarias, por mucho que nos repitan que son “democracias”. Fue la aparición del estado-nación
la que desempeñó un papel crucial en la creación de las condiciones para la
"nacionalización" de los mercados, lo que vino a significar el
principio de la deslocalización productiva y comercial de los mismos, así como de
la liberación de su control social: justo las dos condiciones fundamentales para el proyecto capitalista de
mercantilización global. El surgimiento del Estado-nación, que se desarrolló a
partir de su forma absolutista -a finales de la Edad Media hasta su actual
forma “democrática”- condujo a la creación del perfecto complemento político de
la economía de mercado, al simulacro de la democracia representativa.
El proyecto de
Democracia no sólo es comprensible como estructura
que institucionaliza la distribución
igualitaria del poder, sino también como un proceso
de autoinstitución social, en cuyo
contexto la política constituye una expresión de autonomía, tanto individual
como social. En ese contexto, de pensamiento racionalista y democrático, la Democracia
no puede justificarse como una apelación a tendencias objetivas con respeto a
la evolución natural, social o histórica, sino como una apelación a la razón (en
términos de logon didonai, dar cuenta mediante la razón), que niega
explícitamente la idea de cualquier “direccionalidad” del cambio social.
Coincido con David de Ugarte cuando afirma que “el mundo
contemporáneo se construyó sobre la contradicción entre el presupuesto
universalista de la razón y la lógica interesadamente diferenciadora del
nacionalismo. El resultado fue una definición de lo nacional como una excepción
permanente. …Al final, el Estado necesita, especialmente en tiempos de crisis,
escorar la balanza hacia el nacionalismo y la exclusión”. Pero disiento cuando a
continuación dice “claro, que tampoco significa que el universalismo sea una alternativa y ni siquiera un
aporte… por ejemplo, si el universalista descubre la democracia económica y
piensa que es positiva,
inmediatamente pasa a pensarla como sistema social global y mira al estado como la herramienta
para convertirla en hegemónica”. Sin duda, cuando afirma ésto último, él tiene
afincada en su memoria la imagen “universalista” del sistema soviético, olvidando, quizá interesadamente,
que el sistema capitalista, hoy vigente y hegemónico, tiene idéntico
comportamiento.
Por otra
parte, dice el investigador Craig Calhoun, especializado en el estudio del nacionalismo,
que éste “es una retórica para hablar
sobre demasiadas cosas diferentes, como para que pueda ser explicado por una
sola teoría.”
Otro prestigioso experto
en el tema, Ernest Gellner, define el nacionalismo
como “un principio político que mantiene que la cultura común es el lazo social
básico”, lo cual no implica que ese principio político haya sido eterno. Con
una de sus típicas frases lapidarias, Gellner afirma que “la cultura y la
organización social son perennes, los estados y el nacionalismo no”. Según este
investigador, el “principio nacional” está necesariamente ligado al periodo de
la sociedad moderna-industrial, cuyo funcionamiento sólo fue posible a partir
de una notable homogeneidad cultural estatal, o al menos centralizadora.
Para Benedict Anderson,
el concepto de “nación” es una creación cultural de “comunidades imaginadas”,
de un tipo sólo posible con la expansión durante el siglo XVIII de una nueva
mentalidad en torno a “una comunidad política
imaginada, como inherentemente limitada y soberana”; según Anderson, lo que
hizo imaginables las nuevas naciones, es decir, lo que las hizo representables y
actuables a un tiempo, fue una “casi fortuita pero explosiva interacción entre
un sistema de producción (el capitalismo), una tecnología de comunicación (la
imprenta) y la fatalidad de la
diversidad lingüística humana”.
Para Hobsbawm, como para
otros muchos investigadores, el nacionalismo es anterior a las naciones, lo que
significa la existencia histórica de un trabajo ideológico y social, que no se
limita a organizar un movimiento nacionalista, sino que construye la
propia nación que tiene por objeto.
La identidad nacionalista es uno de los
principales temas que ocupa a las últimas investigaciones. Si
seguimos a Anthony Giddens, las “transformaciones de la auto-identidad y la
globalización, (...) son los dos polos de la dialéctica de lo local y lo global
en las condiciones de la modernidad tardía”. El nacionalismo es, por tanto, un
problema de la modernidad y puede ser descrito como una forma moderna de
construir la identidad individual. Para Giddens la identidad es un problema de
los tiempos modernos, o mejor dicho, sólo en los tiempos modernos se llega a
ver la identidad como un problema.
Michael Billig,
basándose sobre todo en la sociedad norteamericana contemporánea, ha mostrado en qué forma la
identidad se sostiene sobre un “nacionalismo banal”, de los colores nacionales
en bolsas de plástico, de los mapas del tiempo, de la melodía del telediario...y, añado yo, de los espectáculos deportivo-patrióticos.
Y, concluyendo, el hecho
de que la fabricación de mitos y tradiciones haya sido tan similar para el
conjunto de las naciones europeas (incluyendo también a EEUU), sirve como corroboración del lazo común, no sólo de las culturas europeas, sino del propio
origen del nacionalismo.
Pero lo más cierto de todo es
que, con un nuevo estado catalán o sin él, las
élites que concentran el poder social, económico y político (tanto en España
como en Cataluña) van a seguir
controlando los respectivos estados y heteronomías, y nosotros, los ciudadanos que
sí queremos ser autónomos, tendremos que seguir pensando, igual que ahora, en
cómo librarnos de ellos.
1 comentario:
Un análisis bastante profundo de la cuestión ... A años luz de la capacidad real de la gran masa de comprender que, por tanto, su individualidad (de tener algo) cuenta poco para la nación más allá del someterla a su homogenizazión.
Dios nos libre de nacional-nacionalistas.
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