CRISIS DE LA PRESENCIA, PROSPECTO, CONTRAINDICACIONES (sobre sueltos de Tiqqun)
Advertencia. Sólo me hago responsable de las palabras no cursivas y negritas, por lo que todas las posibles reclamaciones de los posibles lectores deberán ser dirigidas a Tiqqum, marca editorial, corporativa y anónima, de los verdaderos autores de estas líneas, que yo me he limitado a entresacar al azar de entre algunos de sus textos, eso sí, interesadamente.
Nativos del extranjero. En los últimos siglos del Imperio romano, todo estaba igualmente desgastado. Los cuerpos estaban cansados, los dioses muriéndose y la presencia en crisis. En los cuatro rincones de un mundo en exilio, se escuchaba la gran súplica: que se ponga fin a ésto. El fin de una civilización empujaba la búsqueda de otro comienzo. El vagabundeo venía a aliviar el sentimiento de ser un extranjero en todas partes. (TIQQUN: Y la guerra apenas ha comenzado, 2001)
Consumidor intocable, ciudadano impotente. En la república burguesa, ahí donde el hombre es un sujeto reconocido y verdadero se le abstrae de cualquier atributo propio, es una figura sin realidad, un «ciudadano»; y ahí donde, ante sus propios ojos y los ojos de los demás, pasa por ser un sujeto real, en su existencia cotidiana es una figura sin verdad, un «individuo». La edad clásica ha planteado de este modo los principios cuya aplicación han hecho del hombre lo que conocemos, a saber, el agregado de una doble nada: por un lado, la del «consumidor», ese intocable, y por el otro, la del «ciudadano», esa irrisoria abstracción de la impotencia.
PROSPECTO
Lágrimas y chocolate. Hizo falta la conjunción de un analfabetismo emocional, a partir de ahora general, y de una pobreza del mundo que se endurece año tras año, para que los hombres llegaran a devorar semanarios en los que se puede leer que, en caso de penas amorosas, las lágrimas son aconsejadas de manera encarecida, ya que “contienen una gran cantidad de neurohormonas de estrés” pero que, si llorar es una operación demasiado compleja para nosotros, podemos dirigirnos a una tableta de chocolate, “porque contiene PEA, cafeína, magnesio y glucosa” (Quo, julio de 1999).
Solo sabe el experto. Sexólogos, nutricionistas, genetistas, pedagogos, investigadores y “especialistas” de todas las confesiones están involucrados a millares en una minuciosa empresa de desfamiliarización de nuestra fisiología, nuestros sentimientos y nuestra vida. Cada sensación debe pasar —el placer, por supuesto, no es una excepción— por la mesa de disección del “experto”, quien nos dirá lo que uno siente verdaderamente y qué consecuencia puede tener sobre nuestra “salud”.
La enfermedad como justo castigo. Y es ese cuerpo glorioso el que, habiéndose separado de nosotros en una instancia independiente, en un espectro, nos gobierna actualmente en fragmentos contradictorios. Quiere cremas para no envejecer, pues nuestros ojos se cubren de arrugas. Reclama un gel para nuestras piernas, puesto que ya nos pesan. Tal producto le hace falta para broncearse, tal otro para no quemarse y aquél, sobre todo, para mantenerse firme. Sólo nos queda reunir la profusión de decretos así emitidos y después ejecutar las órdenes, todo por nuestro bienestar. Hasta tal punto llega esta tiranía que sus esclavos necesitan creerse los amos: “No le dejo hacer nada, lo controlo todo el tiempo, siempre soy dura con él”, dice la top model Carla Bruni de su cuerpo, creyendo ocultar así las proporciones de su servidumbre. La astucia consiste en transformar toda verdadera intimidad con uno mismo en comportamiento de riesgo, en daño potencial para nuestra “salud”, que sólo nos pertenece, por supuesto, cuando hay que preservarla. La enfermedad figura entonces como un justo castigo.
Hay que impedir toda revolución futura. El brazo armado del poder que viene es la medicina. Es ésta, a partir de ahora, la que decide sobre la muerte y la vida, último vestigio de una soberanía que ya no encontramos por ningún lado en la política clásica. Se prepara una revolución que trata de impedir toda revolución futura. Trata de hacer de nuestro cuerpo un agente exclusivo de separación; quiere que cada uno se convierta en la excepción a una regla médicamente definida. Nosotros seremos entonces los pacientes, los anormales.
La medicina en gestación es una medicina genética, en absoluto terapéutica. Es una técnica que sabrá establecer qué enfermedades podríamos padecer, sobre la base del análisis del ADN. Por esta vía, la relación entre presente y pasado se encontrará invertida, tras haber decidido ya todo en nuestro lugar la combinación única de genes que nos constituye. Será una medicina de la culpabilidad, la certeza y la separación. La enfermedad, en todo lo que ha tenido de confortable y de imprevisible, desaparecerá, dando lugar a la responsabilidad que cada uno acarreará por el peso de su sufrimiento. Y como “más vale prevenir que curar”, nuestras enfermedades potenciales se alinearán en un siniestro cortejo de precauciones a tomar en el camino de la existencia.
La sumisión de los sanos. Habrá de un lado la comunidad de “sanos” y del otro la de los “enfermos”. Prestando atención al Nietzsche más dudoso, la primera huirá de la segunda como de la peste. La vida de los sanos estará constelada por los plazos de un ineludible calendario de prevención, pero los sanos serán los sumisos, los pacientes eternos que llevarán una vida de enfermos para no serlo. Los enfermos, por su parte, serán “los que lo quisieron”. Pues, una vez dados todos los consejos, cada uno se encontrará frente a su deber, hacia sus cónyuges, hacia sus amigos, hacia sus médicos. Y habrá que elegir un bando.
Adivinos sin misterios, los médicos tendrán un papel de una omnipotencia inquietante, pretenderán conocerlo todo y, especialmente, preverlo todo. Ya no serán la inquietud y la duda las que envenenarán nuestra alma, sino la dura certeza de la predisposición, la ley inmutable de lo hereditario. La potencia de los males que nos acechan servirá para acabar de raíz con cada uno de nuestros gestos, para minar de entrada todos nuestros actos.
El deseo de cambiar de cama. Este poder alcanza a lo que hay de más expuesto y al mismo tiempo más oculto en nosotros, la nuda vida, que ha producido una formación social donde todo lo que excede al dominio abstracto de “la economía” no participa de nada. El bloom es el nombre de esta vida sin defensa, sin valor, sin forma y, sinceramente, por debajo de lo humano. Lo que se juega aquí no es indigno de nuestra atención: implica tal devastación del sujeto occidental que lo político mismo se ha vuelto radicalmente imposible, en su forma clásica. La ausencia de este sujeto, que había habitado tanto la filosofía como las ciencias y la política, ha dejado un lugar que hace hiatos, que es el bloom. Con él, tenemos que vérnoslas con una vida humana disminuida, con una criatura incapaz de deseo, voluntad y autonomía. Lo político sólo puede ser trágicamente denegado a tal criatura, cuyo destino es el de una espera sin fin ni objeto. Por último, esta sociedad se asemeja a un hospital donde cada enfermo estaría poseído por el único deseo de cambiar de cama.
Todo sea por mi bien. La dominación ya apenas nos exige ser más que pacientes, en el doble sentido del término: habríamos de soportar y sufrir pasivamente su desastre sin exigir nunca reparación y, al mismo tiempo, tolerar ser dependientes de ella, no como se podría depender de un padre o un empleador —relaciones que siempre reservan la posibilidad de una emancipación—, sino como un paciente depende de su médico, es decir, en una relación cuya interrupción provoca la muerte del paciente mismo.
Contra toda evidencia, el cuerpo podría ser nuestro. Y mientras que los cuerpos humanos invaden el planeta en una proliferación sin precedentes, garantizada por los “progresos” de la medicina, el espíritu termina por abandonar esos cuerpos desapasionados, que se han vuelto extraños, ajenos a sí mismos y al otro, mientras que la realidad se aplana en una trama contingente, donde todo habla de todo salvo de nosotros y nuestro destino.
Entre nosotros y nosotros mismos se ha abierto un abismo de extrañeza que debe ser colmado de cualquier manera por esas figuras expertas que pretenden enseñarnos cómo servirnos de nosotros mismos. Tal es la política por venir de la dominación, la biopolítica: una política que gestiona los cuerpos como continentes de almas. Se trata de hacer que nos reduzcamos a aquello con lo cual el poder nos sujeta. ¿Y qué hay más necesario, más inmediato, qué hay más inalienablemente nuestro que nuestro cuerpo? Todo lo que somos, todo lo que hacemos, se desarrolla en los límites de nuestro cuerpo. Nuestra alma está, decíamos, enclavada en él. Es aquello que nos pone en comunicación con el mundo, con los demás, también es lo que nos separa irremediablemente. Pero sobre todo, es por el cuerpo por lo que somos “individuos”, sujetos distintos, seres identificables, y es precisamente esto lo que sirve como blanco privilegiado para toda opresión. Dicho de otro modo: nuestro cuerpo es prisionero de un alma prisionera del cuerpo.
Usted ni se imagina quién soy yo. Elevándose sobre dos milenios de perfeccionamiento continuo de las técnicas de opresión, el biopoder extrae la conclusión de nuestra debilidad; se arroga toda competencia sobre lo que tenemos de más íntimo: nuestros sentimientos, nuestras “pulsiones”. La luz excesivamente cruda de la realidad podría, dice, herirnos. ¿Y quiénes somos, después de todo, para pretender que sabemos conducirnos? ¿El hombre moderno no es, según Kant, un niño que no puede caminar sin su andador?
Curación preventiva. La medicina en gestación es una medicina genética, en absoluto terapéutica. Es una técnica que sabrá establecer qué enfermedades podríamos padecer, sobre la base del análisis del ADN. Por esta vía, la relación entre presente y pasado se encontrará invertida, tras haber decidido ya todo en nuestro lugar la combinación única de genes que nos constituye. Será una medicina de la culpabilidad, la certeza y la separación. La enfermedad, en todo lo que ha tenido de confortable y de imprevisible, desaparecerá, dando lugar a la responsabilidad que cada uno acarreará por el peso de su sufrimiento. Y como “más vale prevenir que curar”, nuestras enfermedades potenciales se alinearán en un siniestro cortejo de precauciones a tomar en el camino de la existencia.
De sujetos a pacientes. La enfermedad es un lenguaje. El cuerpo es una representación. La medicina es una práctica política. (Bryan S. Turner). El paciente ya no es una parte del engranaje de la medicina convencional. Ahora forma parte de un dispositivo integrado, en el sentido que lo entiende Deleuze. Es un material imprescindible para las actividades productivas, un mecanismo de valor monetario y un arquetipo individual necesario al poder que lo gestiona. No, ya no se trata de la vieja medicina. La nueva realidad es otra cosa.
CONTRAINDICACIONES
Las metrópolis de la separación. Las metrópolis se distinguen de cualquier otra gran formación humana, en primer lugar, porque son lugares en donde la mayor proximidad, y a menudo la mayor promiscuidad, coincide con el mayor extrañamiento. Nunca se había visto reunido semejante número de hombres, pero tampoco estuvieron nunca hasta tal punto separados.
El febril entusiasmo por la producción industrial de kits de personalidad, identidades desechables y demás naturalezas histéricas parece ineluctable. En lugar de considerar su vacío central, los hombres, en su mayoría, retroceden ante el vértigo de una ausencia total de propiedad. Louis Dumont, en su obra sobre la ideología moderna, la ideología económica, dice que “la propiedad impone la construcción artificial de un sistema político a partir de átomos individuales (...). No es más que la medida del hecho de que en nuestro universo atomizado todo cae hecho pedazos” (1999, 75).
Podría haberlo dicho Tiqqun o cualquier filósofo radical, podría haberlo dicho cualquiera, incluso yo, pero es la afirmación de un solvente y riguroso científico, antropólogo para más señas.
PD: Definición y teoría del bloom: es el afloramiento final de lo originario. Son los nuevos sujetos anónimos, singularidades cualquiera, vacías, dispuestas a todo, que pueden difundirse por todos lados pero permanecen inasibles, sin identidad pero reidentificables en cada momento. El problema que se plantean es: ¿Cómo transformar el bloom?, ¿Cómo operará el bloom el salto más allá de sí mismo?" En lo sucesivo y por doquier, no habrá más que bloom y huida del bloom. Queda la inevitable inquietud que creemos apaciguar exigiéndonos unos a otros la rigurosa ausencia de sí, ignorando esta potencia común que, por ser anónima, se ha vuelto incalificable. El bloom es el nombre de ese anonimato.