viernes, 31 de diciembre de 2021

¡SALUD Y FUTURIDAD!

 

No espero novedades del año a punto de iniciarse, sólo más de lo mismo. Ya sabemos que lo esperado y lo deseado suelen seguir caminos divergentes. Hubo un tiempo en que por estas fechas la mayoría de la gente presentía que el 1 de enero se abría una puerta y que el correr de los días traería algunas novedades positivas. Pero eso se acabó, y conste que no pienso que sea cosa de ahora, por la pandemia ni por el cambio climático, sino que viene de años atrás. La novedad conlleva sorpresa y como ya nada sorprende, no hay novedad que merezca tal nombre. Puede que no hayamos perdido toda esperanza e interés en las posibilidades y el porvenir, al menos no del todo, pero lo cierto es que hemos convertido el optimismo en un elemento sospechoso, un sucedáneo de la ingenuidad, y eso se debe, pienso, a que somos postmodernos.

El pensamiento sobre un final de los tiempos (un hoy sin mañana), no es nada moderno; mil años antes de Cristo y tres mil antes de Francis Fukuyama, los seguidores de la religión zoroastriana ya creían en un final de los tiempos. A ellos se deben los conceptos dualistas de cielo e infierno, la diferencia entre ángeles y demonios, así como la invención de un Día del Juicio Final. El cristianismo heredó aquellas viejas creencias y las integró en su ideología salvacionista. Muchos siglos después, la época denominada “modernavino a continuar este esquema, pero cambiando el “cielo” por el advenimiento de un futuro absolutamente novedoso para el conjunto de la humanidad, que unos modernos pensaron en modo patrón y otros en modo proletario...lógico, era el momento en que se acababan de inventar la fábrica y la escuela con el propósito de encerrar y salvar del feudalismo a la inculta humanidad campesina...¡ay!, aquella fábrica y aquella escuela modernas donde fuimos creados nosotros, los actuales humanos postmodernos, esos descreídos.

Y aún así de poseídos como estamos, por tal incredulidad, casi todos pensamos como dice Ezequiel Gatto (*): incluso hoy, cuando numerosos fenómenos socioambientales, tecnológicos y sociales nos inclinan a visiones escatológicas, seguimos viviendo bajo la hipótesis sensible de que el mundo continuará existiendo. Al menos hasta dentro de un rato, hasta mañana, hasta el año próximo”.

Me conmueve esta intacta fe en la eternidad del tiempo, que persevera infatigable sobre nuestra acostumbrado excepticismo, me conmueve por su ingenuidad, por su mezcla de ignorancia y alegría que, al cabo, no quiere sino celebrar la vida. 

 

 

Tenemos que salir aunque no queramos salir. Tenemos que salir, así que no vale la pena entretener una disyuntiva que no existe, o una pregunta para la que sabemos de antemano la respuesta. Alguien tiene que trabajar y pagar el alquiler, los alimentos, la gasolina, todas las cuentas. Alguien tiene que levantarse temprano y quitarse las legañas de los ojos y meterse bajo la regadera. Alguien tiene que peinarse y, luego, vestirse, y maldecir mientras se viste, porque qué perra vida, la verdad, qué doble moral esa que nos designa como trabajadores esenciales mientras nos arroja a diario, sin el mayor miramiento, a la arena del coliseo junto a los leones del virus como la carne de cañón que somos. Así que aquí vamos, pues, porque no hay otra. O mejor: porque bien podría haber otra, pero no hay”.

Es la voz de Cristina Rivera, autora mexicana que vive en los EEUU, socióloga y profesora en el departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Houston. Acabo de leer un breve texto suyo titulado “Instrucciones para abrir una puerta”. Su voz es la de alguien que abre la puerta para salir de casa, como si fuera la primera vez, durante el confinamiento por la pandemia y se pregunta: “¿Qué será ahora estar allá afuera, en público, frente al cuerpo inaudito de alguien más otra vez? Abrimos la puerta. No paramos, porque una vez que se abre una puerta no hay manera de desabrirla, y todo entra: el miedo, por supuesto, pero sobre todo el aire, el gusto, el alborozo...”

Lo dice como si la vida fuera a empezar en ese momento:

Abrimos la puerta de par en par porque estamos hartos de cuidarnos, hartos de estar solos, hartos de pretender que ésto algún día acabará. Le damos la vuelta a la perilla y, sin más, con la fe intacta en la inmortalidad, o con la convicción absoluta de que vivir así no vale la pena. Le damos la vuelta a la perilla, abrimos la puerta no para salir, sino para el que quiera entrar”.

Lo dice como si, cuando se abre la puerta a la vida, no hubiera marcha atrás:

Y claro que nos pasa por la cabeza que sí, que algo puede suceder, pero mientras no suceda, mientras nadie caiga, mientras ninguno de nosotros aparezca con la cabeza gacha y la palabra positivo colgando de la voz cada vez más grave, seguiremos sosteniendo la puerta abierta para que sigan entrando los conocidos y los desconocidos hasta que no quepa nadie más y la fiesta tenga que extenderse por las escaleras y, después, por el estrecho jardín hasta cubrir la banqueta y, en apenas un rato, la mitad de la calle. Seguramente algún vecino llamará a la policía de un momento a otro, y la patrulla pasará a vuelta de rueda con las luces rojiazules y las sirenas encendidas. Y nosotros, medio borrachos pero serenos, medio exultantes pero educados, le diremos que sí, oficial, ya vamos a parar esto, cómo se nos ocurrió, qué clase de irresponsabilidad. Gracias, oficial, ya vamos a parar. Pero no paramos porque una vez que se abre una puerta no hay manera de desabrirla, y todo entra: el miedo, por supuesto, pero sobre todo el aire, el gusto, el alborozo, el recuerdo de una vida que casi estuvimos a punto de vivir y que ahora, cuerpo a cuerpo, tan cerca del sudor de los otros, casi enredados entre sus cabellos, pareciera estar a punto de empezar”.

A veces, como ahora, la literatura parece salvarnos de la realidad, nos consuela, nos conmueve y entendemos sus historias mejor que la propia realidad. No dejamos de autoengañarnos mientras soñamos evasiones de la realidad, soñamos para adentro porque somos postmodernos, íntimos narcisos que dejaron de soñar hacia afuera, incapaces de proyectar el sueño sobre la realidad misma, haciendo de ésta la materia de nuestros sueños...No, eso no podemos hacerlo porque nos hemos creído que no es posible otra realidad distinta a ésta y, mucho menos, una que pudiera ser mejor. Es contundente la lógica postmoderna: si no hay futuro, ¿para qué imaginar otra vida, de qué sirve soñar?...mejor disfrutar de lo que hay o, al menos, hacer lo que sea para no ir a peor, no, mejor que sea la literatura, el cine, los videojuegos o la televisión quienes sueñen otros mundos por nosotros, mejor que nos lo den hecho, que nos ahorren ese trabajo como hacen los medios de comunicación que se dedican a crear nuestra pública opinión

 Durante años, el liberalismo estuvo culpando a las utopías de todos nuestros males, desde el nazismo hasta la Unión Soviética. Y un día nos despertamos y es el capitalismo el que sueña con ellas”. Esto dice Alejandro Galliano (*) en un libro titulado “¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?” . Se trata, como dice el subtítulo, de un breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro. Para Galliano, la frase “hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, que Frederic Jameson atribuyera a un anónimo, describe la imposibilidad contemporánea de pensar un futuro distinto al presente: “en efecto, el impulso utópico no es un ejercicio fantasioso sino una especulación realista que toma experiencias concretas como modelos para futuros realizables”. Por eso afirma que la crisis del pensamiento utópico es la manifestación de un problema mayor, la ausencia de imágenes de futuros alternativos, que para Galliano comenzara en torno al año 2000 como una reducción del horizonte de expectativas, según concepto del historiador alemán Reinhart Koselleckes, como sensación de extinción del futuro: “Los grandes proyectos que ordenaron las expectativas del siglo XX se habían agotado, desde las vanguardias estéticas hasta el propio pensamiento moderno, pasando por el comunismo”.  

Mientras las izquierdas han dado por imposible pensar ningún futuro, el orden capitalista no para de narrar y anunciar futuros delirantes. Galliano propone pensar la economía social y el decrecionismo como dos filosofías de la miseria, vinculadas al animalismo: no solo comparten profundas raíces religiosas sino también una vocación por animalizar al ser humano: tanto la reproducción material como la idea de una naturaleza intocable coinciden en entendernos fundamentalmente como un conjunto de seres con necesidades biológicas en un entorno material finito en el que debemos limitarnos a subsistir “. El autor hace una crítica a la sociedad de la postescasez: “el materialismo no dialéctico lleva a ver el motor del cambio histórico en tecnologías y fuentes energéticas sin preguntarse por las fuerzas sociales que las conducen”, concluyendo que “todos los modelos de postescasez parten del supuesto del desempleo tecnológico y la consiguiente necesidad de establecer un ingreso por fuera del salario, llámese ingreso básico universal, renta básica o salario social”.

Incluso hay parte de las izquierdas que comparten las concepciones transhumanistas, Galliano los resume como aquellos “que están dispuestos a sacrificar su condición humana con tal de no morir, ni sufrir, ni fallar; personas convencidas de que el cuerpo y la mente pueden mejorarse gracias a la tecnología hasta dejar detrás su naturaleza (...), un movimiento intelectual que propone emanciparnos de la naturaleza a través de la tecnología”. Llega a considerar que hay sectores de izquierda que plantean modos de pensar las luchas actuales: “algunos de los más dinámicos y productivos movimientos sociales de la actualidad se constituyen en torno a problemáticas vinculadas con el control del cuerpo (aborto, identidad sexual, calidad alimentaria...)”.

Una vez más, incluso desde “la izquierda que critica a la izquierda”, son imaginables muchas variantes de anticapitalismos, todas menos estas dos: pensar en la apropiación de los medios de producción que constituyen el capitalismo en todas sus versiones (hasta la última 4.0.) y la de pensar en disolver el aparato de control social que es el Estado, como si en éste aparato residiera la última y toda la esperanza de futuro de las izquierdas.

Y es que somos postmodernos incluso para criticar la postmodernidad. No me resisto a repensar que hubo largos siglos en los que la palabra "futuro" estuvo marcada por valoraciones positivas, que servían como formas de anticipación. Llegados a la modernidad, alcanzados sus deslumbrantes logros de progreso, las consideraciones positivas fueron desplazadas y el significante “futuro” perdió esa aura de entusiasmo, se volvió una noción ambivalente y hasta sombría. Ahora escuchamos con frecuencia que podría no haber futuro (nihilismo), que no se puede imaginar el futuro excepto como aniquilamiento (catastrofismo) o como un presente eterno (presentismo) que nos condena a la repetición invariable de un tiempo igual a sí mismo.

Por eso que me gusta el concepto de futuridad, que Ezequiel Gatto explica como entremedio frágil, virtualidad de acontecimientos, posibilidad de que haya posibilidades. La futuridad no se agota ni se realiza, es la posibilidad de que algo se realice. Así la inmanencia del futuro en el presente no se agota en una proyección, expectativa o juicio de valor y es posible definir. Es posible definir la futuridad como dijera Alfred North Whitehead: “un hecho general sin suceso actual”. Me interesa mucho esta diferencia entre futuro y futuridad, para no pensar linealmente el futuro y porque pienso que así esta diferencia resulta productiva, que amplía el campo de la exploración y la estrategia,  no lo reduce a imágenes o proyectos, que también incluye ética, ecología, infraestructura, gramática, lógica, códigos, sentido común, novedades, sentimientos, imprevistos y sorpresas.

Este es, a mi entender, el momento histórico en que estamos hoy, a punto de estrenar el calendario de un año nuevo: el orden dominante se sabe inviable y lo sabe mejor que nosotros, por eso que ha decidido cómo salvarse: soñando un futuro en el que no cabemos el resto. Todo eso de la Agenda 2030, el Pacto Verde o New Deal y la Transición Energética, es para ganar tiempo, metiendo miedo con las apocalípticas amenazas del Cambio Climático, todo para ganarle tiempo al tiempo, porque saben mejor que nosotros que las soluciones propuestas son provisionales, solo para mientras sucede el inevitable colapso por agotamiento de la energía fósil, el petróleo, que ha sostenido un modo de vida que desaparecerá con esa energía. Porque saben, mejor que nosotros, que las nuevas energías "alternativas" conllevan un incremento en el gasto de las fósiles, saben que no hay minerales suficientes para las nuevas energías como saben que éstas ni son renovables ni tienen futuro más allá de un par de décadas como máximo, porque saben muy bien, mejor que nosotros, que nunca podrán reemplazar a las energías fósiles, que nunca más será posible reeditar el sueño de modernidad vivido durante los dos últimos siglos. 

Mejor que la gente pensemos en el cambio climático antes que en una vida sin coche. Piensan que soportaremos mejor las miserías derivadas del cambio climático o de pandemias, todo antes que una vida sin coche, saben que eso sería el detonante para una gran rebelión de las masas que acabaría con Todo. Por eso que sueñen con salvar a la humanidad, no a toda, porque la Tierra ya no da para ello, pero sí a una importante selección integrada por los “mejores”, por aquellos humanos más inteligentes, más sanos y más fuertes. Ese es, sin duda, su sueño de futuro. Y no hace falta ser tan inteligentes como ellos para ver las señales de su plan en el presente.

De ahí mi modesta última llamada, apelando a la futuridad más que al futuro, en este final de año. Llamo a la anticipación utópica de los que somos tontos, enfermos y pobres, a no seguir más las indicaciones de esosmejores", más listos, más sanos y más ricos que nosotros, a quienes por nuestra propia debilidad e ignorancia concedimos un día el título de “autoridad competente” y, con ello, la propiedad y el gobierno de la Tierra y de las gentes. Pero, ¿lo hicimos para siempre?...me resisto, y por eso que yo hable de realismo utópico a 31 de diciembre de este 2021.

Notas: 

 (*) Ezequiel Gatto es investigador  en el espacio de Investigaciones Socio-históricas Regionales (ISHIR) / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina. Profesor de Teoría Sociológica en la Universidad Nacional de Rosario (UNR), traductor y coordinador de talleres,  participa del Grupo de Investigación en Futuridades (GIF) y de la editorial Tinta Limón.

(**) Alejandro Galiano, nacido en Tigre (provincia de Buenos Aires, Argentina) en 1978, es docente en Historia y Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires. Su libro “¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?” fue editado por Siglo XXI Editores, de Méjico.

 


 






















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