lunes, 29 de septiembre de 2014

MALAGUSTO

Páramos de León


En los años setenta y ochenta yo visitaba con frecuencia el páramo leonés, donde ayudaba en las inacabables tareas de una casa hecha a fines de semana por Leandro, mi suegro, en su tierra, en la que él quería acabar sus días tras muchos años de ausencias forzadas por la necesidad de subsistir.
Para él, como para tanta otra gente que he conocido, ir los fines de semana al páramo era una vuelta a casa.
Poco a poco empezó a fascinarme el lugar, aquellas parameras inmensas y deshabitadas que parecen convocar a la desolación , donde me empezaron a pasar cosas inauditas; como que los cantos no se desgastaban con el paso del tiempo y la lluvia, sino que crecían y se multiplicaban; como que un lobo surgía de la niebla y pasaba tranquilo a nuestro lado mientras labrábamos la viña en una helada mañana; como aquel “tomar las diez” en compañía, una jarra de clarete con unas raspas de queso y un puñado de nueces.


Era un descanso a esa hora exacta, las diez, un pretexto para ir a la bodega e iniciar allí conversaciones interminables con quienes habían madrugado y faenaban en los campos próximos, una especie de filandón a deshora en torno a un fuego mañanero. Cada mañana se sumaba alguien distinto, un labrador del pueblo o del vecino, a veces un albañil, un cartero, un pastor, un familiar que estaba de veraneo...un día me fijé en que todos vestíamos la misma ropa de faena, un mono azul mahón, una ropa de taller industrial adoptada por los campesinos. Que, desde entonces y para mí, simboliza el espíritu contradictorio del páramo.

Siempre había alguien que tenía una historia por contar y varios empeñados en sonsacarle, era un juego para provocar la narración de una historia que sustentara aquellos encuentros. Verdad es que el vino ayudaba lo suyo a quien se arrancaba y a quienes escuchábamos. Por lo general, eran anécdotas sueltas y procaces, relacionadas las más de las veces con excursiones solteriles a las ciudades próximas, historias que me producían sentimientos enfrentados, lo bien que aquellos hombres fabulaban, la risa que provocaban aquellas tristes aventuras de vidas deslabazadas por años de abandonos y soledades, su sorna y deslumbramiento ante los adelantos de las ciudades, su desconcierto cuando decían que allí estaban como sonámbulos y que las mujeres les ponían “malagusto”.

También tengo que añadir los desayunos de sopas de ajo, que te calentaban la tripa recién madrugada y te predisponían al duro trabajo que venía después. Era un horario exclusivo del páramo, sopas a las seis y el trabajo más duro hasta tomar las diez, luego un par de horas en las que rematar la faena de la mañana. Y regreso a la bodega, ya cerca de las tres, a donde las mujeres habían traído hecha la comida de casa. Le seguía una larga tertulia con conversaciones bastante más aseadas, pero no menos entretenidas, que muchas veces eran versiones libres y edulcoradas de las historias solteriles de la mañana. Sólo quedaba un trozo de atardecer para acabar el trabajo pendiente y cenar a lo ligero. En la casa pisábamos para cenar, dormir y desayunar con sopas. La viña, la bodega y la huerta eran partes más principales que la casa. Aquellos días yo me acostaba agotado, con los músculos doloridos por trabajos a los que no estaban hechos. Y el sueño me sorprendía siempre amontonando las memorias del día y un tanto “malagusto”.


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Hoy hemos vuelto a la casa del páramo, cerrada desde la muerte de Leandro, hace más de un año. Hemos vuelto para desalojar el moho de los armarios y desahuciar a las arañas, para poner orden en el jardín, expulsar a las sombras de la casa y ventilar sus estancias. En un descanso repaso El Norte de Castilla que compramos ayer y encuentro en su interior una entrevista a Luis Mateo Díez, escritor leonés, reconocido cronista de la desolación de estos páramos, un territorio al que él nombra como “Reino de Celama”. Presenta un libro, “La soledad de los perdidos”, en el que describe estos lugares como “paisaje humano dominado por la épica del fracaso”. Le preguntan qúe le llevó a escribir ese libro, dice que “la situación en la que vivimos me ha empezado a llenar de sensaciones contradictorias que me han hecho dueño de una realidad que no controlo, que se me va de las manos, llena como de trampas, desengaños, emociones contradictorias, confusas... incomodidad. Esta situación de las cosas que tanto estamos padeciendo en nuestro país, en Europa, en el planeta, me inclinó a volver a mi mundo con una fábula que contuviera algunas de estas emociones y que yo pudiera trasvasar a ese tiempo un poco simbólico en el que se desarrollan mis historias, esos espacios de las ciudades de sombra. Lo que me llega de nuestro país, de mi entorno, del mundo en general, me dotaba de una extraña inseguridad y no sé, no tenía ni la condición del sueño ni la de la vigilia, sino un aura de sonámbulo”

Me sorprenden estas coincidencias, que frente al espectáculo del mundo de hoy el escritor exprese un sentimiento tan parecido al estar sonámbulo de aquellos hombres que conocí en la bodega, esa inmensa soledad, ese “malagusto”.

...”Los perdidos somos los pobres desgraciados que llevamos una vida en la que sentimos que ya no entendemos la realidad en la que vivimos porque sentimos que nos han estafado y estamos perdidos por razones políticas, sociológicas, históricas. Mirando la totalidad del mundo vemos cómo está esparcida de una forma tan terrible la desgracia. Los perdidos de ahora mismo en un país como el nuestro somos quienes construimos ilusiones de solidaridad, racionalidad y sentido común; y ahora mismo, en este momento crucial, sabemos que nos han estafado.”

...“Las nuevas tecnologías nos crean la ficción de vivir más comunicados, pero estamos más solos que nunca. Las nuevas tecnologías que posibilitan una relación intensa, una comunicación instantánea, son a la vez instrumentos de soledad absoluta. Percibir esas conexiones artificiales a través de un instrumento... no hay sensación más fría y distanciadora, es como usar, en vez de las bocas que se dan un beso o las manos que se estrechan, el artificio de poder intentar confesar algo en la distancia. Hemos construido unas soledades comunicadas, ensimismadas, yo diría onanistas. La revolución tecnológica es la exaltación del desencuentro de los cuerpos, es difícil expresar afectos sustanciales por esas vías, que además tienen el problema de que el mensaje se trivializa en sí mismo ”

Y me vienen a la cabeza aquellos días híbridos pasados en el páramo, sin distinción de trabajo y fiesta, como pespuntes sueltos, islotes de mi arruinada memoria, tan emparentados con los cien años de soledades trascurridas en el Macondo universal de García Márquez, con las paramiegas soledades del reino de Celama o de Región...,por cierto, “Volverás a Región” fue escrita por Juan Benet junto al embalse del Porma, de cuyas aguas beben hoy los industriales maizales del páramo leonés, símbolo transgénico y actualizado de la aniquilación del mundo campesino, de su programada inmersión en los pantanos de la historia.

...Y el pueblo callaba, porque un pueblo acobardado siempre prefiere la represión a la incertidumbre. Los vecinos, remisos a la realidad, no advertían a nadie del peligro, se limitaban a subir a la espadaña de la iglesia del destruído pueblo de El Salvador, desde donde se divisaba todo el bosque de Mantua, para adivinar el sacrificio y oir el tiro fatal, sin atreverse a reaccionar”.

Recuerdo que a poco de descubrir “Volverás a Región” hice un viaje a “Tras Os Montes” de la mano de otro escritor leonés, Julio Llamazares, que se había visto enganchado para siempre a la gente de esa vecina tierra portuguesa, tenida por la más atrasada de la civilizada Europa. Ese libro es un homenaje a quienes no abandonan el lugar al que pertenecen, ni a las personas que de allí se vieron forzados a marchar, decía el autor: "Me he erigido en defensor de los pobres y de los olvidados. Esa gente sobre la que nadie escribe".

Ya regresado del páramo, estos días me he visto impulsado a releer al poeta leonés Antonio Gamoneda, porque necesitaba tener otra vez esa experiencia del límite, que surge en las soledades del páramo real y no en sus metáforas. Dice un pastor de Gamoneda:

Sobre la calcificación de las semillas, ante las flores abrasadas y la desaparición del pensamiento,
tejen la yerba manos invisibles. Ah, cómo temo su pureza. Veo
lana sangrienta y, en los alimentos, grasa mortal, cánulas negras y, bajo ramas inmóviles, cuerdas y sombras y preservativos.
Pero, ¿soy yo quien mira con mis ojos?
Arden los huesos en el vértigo, oigo la fermentación del rocío: ¿quién llora bajo los árboles torturados? Veo
las llagas de la luz, altos patíbulos y serpientes y aceites industriales bajo los lóbulos de las amapolas.
¿Estoy yo en mí y peso sobre la tierra? Es extraño.
En cualquier caso, tengo miedo y los insectos viven en mi corazón”.

Confirmo que, afortunadamente, su poética no es realista, ni falsamente social. No es un bien de consumo cultural, ni un artilugio para eludir la realidad, sino la única manera de nombrarla directamente. Su paramera humana, que hago mía, nos excede como individuos, al tiempo que nos incluye, es una comunidad tan utópica como desesperanzada, tan consciente de su deber como del sufrimiento que conlleva, lúcidamente consciente del vaciamiento existencial que nos ha sobrevenido:

Es la hora de un crepúsculo en día no señalado. La visión de las techumbres enrojecidas es inseparable del color tardío de la ciudad soñada. Mi vida se resuelve en la vida de la ciudad. Una herencia deslumbrada se entreteje con mis recuerdos; hay un poder comunal cuyos límites son bordes y fisuras de mis propios límites.
Crece la ciudad sobre los pastos invernales. Hacia los terraplenes del Torío, crece sobre las huellas del pastor. Los agrimensores alzan monedas cuyas leyendas fueron borradas por el óxido, tégulas abandonadas por las legiones de Galba, campanillas azules como las venas bajo una piel amada.
Desde las carbonerías, la pobreza asciende a los edificios aptos para la proclamación del suicidio y los arroyos retroceden como las víboras ante el incendio. Es la pasión de las inmobiliarias. Como un monte, la melancolía crece en los pastos invernales”.

La belleza brota de esa consciencia, produciendo sólo aparentes contradicciones entre amor y sufrimiento, por eso Gamoneda cita a Simone Weil al inicio de su Blues castellano: “la desgracia de los otros entró en mi carne”. Para padecer con el otro y amarlo al mismo tiempo, para llegar a ser el otro y ser así uno mismo:

Entré en la casa y me quité el abrigo/ para que mis amigos no supieran/ cuánto frío tenían”, “me crece / un ansia de llamar a Dios hermano”, “vamos juntos atravesando la tierra”...“algo que une / más que la sangre y la amistad”

Y el poeta nos ha dicho exactamente la dimensión de esa certeza, belleza, verbo hecho carne:
 
Cuerpo, origen de la luz. Transparentado, velado por la piel, se adivina un resplandor. Lo deseamos como deseamos ese cuerpo. Es la promesa antigua, irrenunciable” (De La luz debajo de tu piel)



Macondo fue destruido por un ciclón en un sólo día y con el pueblo murió el último descendiente de la familia Buendía, pero el ciclón que arrasa los reales mundos campesinos es algo más lento, viene sucediendo de antíguo y aún sucede cada día en todos los continentes. No es la única razón por la que quisiera volver al páramo, pero ahora me es suficiente. Por intentar habitarlo y a sabiendas de que allí me voy a sentir “malagusto”.

2 comentarios:

yaya dijo...

Tengo que decir que mis recuerdos del páramo pasan más por la laguna de las ranas, las incursiones prohibidas a la bodega de "las Niñas" los arenques de barril y el bacalao seco (el abuelo Leandrosiempre tenía un trocito escondido para compartirlo conmigo)
Lo mejor del páramo, el color del cielo cuando hay tormenta, contrastando con el color paja de los campos antes de la cosecha...

nanin dijo...

Gracias, Mayuca, por enriquecer esa memoria del páramo.