Fotografía de Spencer Tunick |
Puede
que tenga razón Silberius de Ura
cuando dice que tenemos un cerebro formado en el paleolítico que no
se ha adaptado bien a la vida neolítica que le ha seguido después.
Al fin y al cabo, Ur, la primera ciudad conocida, aquella en
la que naciera Abraham, se fundó hace poco más de seis mil años,
al sur de lo que hoy es Irak, en la antigua Mesopotamia. Puede,
entonces, que seamos seres sedentarios, neolíticamente urbanos, que
cargan malamente con su alma paleolítica y nómada, grupal,
recolectora y cazadora; puede, entonces, que nuestras incertidumbres
y contradicciones procedan en última instancia de esa inadecuación
a la vida sedentaria de las urbes. La agricultura retuvo al nómada
que éramos junto al curso de los ríos y creó la ciudad. Y el
pastoreo se hizo de proximidad, transhumante a medias, antes de
estabularse en cuadras y corrales.
Ur y
las siguientes ciudades debieron nacer con el tamaño entonces
necesario, pequeñas y autosuficientes, como nuestras aldeas
medievales, las que dieron origen a la mayoría de nuestros pueblos
actuales. Como aldea o megalópolis, el neolítico mundo del presente
es definitivamente urbano. Urbe -no hacía falta decirlo- viene de
Ur, como de esa misma raíz procede el nombre de muchas otras
ciudades del mundo, como Jaipur o
Singapur en Asia,
o Edimburg y
Estrasburg en
la europa germana,
o como aquí
al lado, en las
ibéricas
ciudades
de Urueña o Burgos.
Así, la palabra burguesía
debería referirse, en rigor, a la población que habita una ciudad;
lo que ha pasado con nuestra
experiencia histórica, tras
unos cuantos
siglos de vivir en las ciudades,
es que esa experiencia
nos ha llevado a restringir el uso de esta palabra para referirnos
excusivamente a una clase social, la que desde la primera modernidad
medieval empezó a ordenar y dominar la vida en las ciudades...y
así hasta
hoy, cuyo uso es propio de
aquellos habitantes que se sienten incómodos
y excluídos de la ciudad,
burgueses
que dicen “burgués” como un insulto. Será
por algo. Quizá porque
la ciudad haya experimentado una
evolución
nada positiva.
El
“estar” transformado en deambular por los concurridos centros
urbanos, por paisajes de multitudes de
desconocidos continuamente
cambiantes, se nos ofrece a
los burgueses de toda condición y clase como
un sucedáneo de nuestro ser
paleolítico,
un estar de paso, solitario
y anónimo. Otro
sucedáneo ocurre
en las periferias, donde una
parte de los burgueses se
aislan en pequeños clanes, formando
neolíticas comunidades
exclusivas, a salvo de los
ruidos y peligros inherentes a
las multitudes, poniendo por
medio su
distancia de clase junto a
cámaras y guardias de seguridad, ubicándose
en la
equidistancia que marca
su diferencia de estatus,
tan lejos del centro como de
las “otras” periferias.
En
esas otras periferias, el resto de habitantes
de la ciudad,
burgueses al cabo,
viven igualmente aislados en el hacinamiento de comunidades
vecinales, aldeas verticales
en las
que, a veces, se produce el
encuentro entre vecinos,
en el ascensor, en el
portal o en el rellano de la escalera, en
el centro comercial más próximo o
quizás en una
manifestación...ninguna
oportunidad para la
celebración de la igualdad, sólo
estos fugaces encuentros.
En
la vorágine del centro urbano,
a
determinadas horas las multitudes
deambulantes parecen
individuos libres
e iguales.
En
los intersticios de la ciudad, centro y periferia se modifican,
expanden y reproducen a sí mismos continuamente,
sin dejar de ser lo
que son, comunidades
sucedáneas, masas
de
individuos atrapados
en un espacio-tiempo urbano
siempre presente y ajeno,
tan cambiante como perpetuo, en
el que al
individuo le es fácil
aceptar su propia
insignificancia habitual, la
acostumbrada. Las
multitudes urbanas impiden
cualquier forma de comunidad, no sólo por su desmesurado tamaño,
sino fundamentalmente por la anulación del individuo que
producen,
de sus cualidades humanas. Así, la ciudad contemporánea necesita
terapias abundantes para
enfermedades abundantes y,
sobre todo, para las
mejor camufladas,
el estrés y la
esquizofrenia por ella
provocadas.
Formas
sucedáneas de libertad
individual y un espectáculo
continuo
de ficciones identitarias,
sucedáneos de comunidades
transformadas
en clientelas,
consumidores y espectadores,
votantes y contribuyentes...y
una
comunidad “nacional” a
la que le es adjudicada el estatus de “ciudadanía”
...en fin, un
espectáculo
de identidades fragmentadas y
comunidades
ficticias,
eso es la política contemporánea.
Hablando
de su ciudad, dice Zenda Liendivit que “Buenos
Aires nació utópica, que se la proyectó en sueños y
jamás concilió realidad con deseo”. Según MartínezEstrada, la ciudad moderna fue fundada con los mismos objetivos
que llevaron adelante la conquista y la colonización de América, la
posesión y la especulación de la tierra, porque ésta era lo más
fácil de adquirir y lo que exigía menos inteligencia para
conservar...”En la Buenos Aires moderna se
imaginaba un territorio y se habitaba una realidad. Y esa falta de
conciliación entre lo uno y lo otro instaló una particular manera
de pensar la ciudad, que tanto robustecía los fragmentos soñados
como condenaba las formas de lo real, hostiles a aquella
imaginación...la
vecindad inmediata, los recorridos intrincados, los materiales
descartables, el patio, pero sobre todo cierta comunión en la
adversidad, mostraban que si pervivía una tipología comunitaria, y
por lo tanto contestataria, ésta solo podía ser marginal o
transitoria. Pero,
por ese motivo, podía surgir en cualquier lado en forma imprevista y
ajena a las tecnologías de control desplegadas por la misma ciudad
que las generaba”.
Tengo
la convicción de que el mundo nos ha sido desvelado al descorrer una
cortina, que su ocultamiento nos llevaba a imaginarlo inmenso y
abstracto, incomprensible e inmanejable. Creo que su tamaño se ha
comprimido al conocerlo, que la distancia y el tiempo se han
reducido juntamente a medida que inventábamos la velocidad, creo que
lo han hecho para siempre, desde el momento en que vimos cómo se nos
mostraba un mundo realmente pequeño y concreto. Por eso creo que ya
no caben diferencias significativas entre habitar una aldea o una
ciudad, porque con la cercanía e inmediatez, el mismo y pequeño
mundo es igualmente visto por unos y por otros, habitantes urbanos y
rurales. Pero cuando observo las hiperciudades en las que hoy vive la
mayoría de la población mundial, me sucede la paradoja del
microscopio, que cuanto más amplío la lente sobre el objeto
observado, más espacios y más amplios se abren ante mí,
descubriéndome nuevos e ignotos objetos que se multiplican y
replican, tejiendo una complejidad que pareciera no detenerse hasta
las antípodas de lo infinito. Y en esa complejidad, mi comprensión
del mundo se vuelve a desvanecer.
La
megalópolis me parece otra cosa,
distinta a la ciudad.
Ella
pertenece a la postmodernidad, a esa visión unilateral y relativa
del mundo, que lo ve a conveniencia e interés del observador, ora
una realidad microscópica y detallada, ora una vista panorámica y
global. La hiperciudad es algo muy reciente -más que la propia
burguesía que naciera con la ciudad moderna-, tiene su antecedente
en el viejo sistema productivo que fuera inaugurado con la expansión
tecnológica de la industria. Pero no olvidemos que el desarrollo
urbano y tecnológico de las ciudades de la modernidad industrial
tiene su origen en una voluntad de conquista y colonización,
necesariamente vinculada a la guerra y al comercio como formas de
imponer el poder. No olvidemos que en esos inicios de la modernidad
capitalista arrancan los fundamentos de las sociedades-estado
actuales. Se ha necesitado cambiar la forma de producir y habitar el
mundo para mantener el control social necesario a un fin primordial,
a la acumulación de capital y poder, en un pequeño mundo
globalizado a la medida de ese interés. A ese fin creo que responden
las hiperciudades, la megamáquina que dijera Lewis Mumford,
una maquinópolis, que también podríamos decir. Realmente es otra
cosa distinta a la ciudad y a la aldea, cosa que a mí me parece una
utopía negativa y, lo que es peor, posible y muy peligrosa para el
futuro de la humanidad. Por muchas más razones que por su tamaño
excesivo.
Creíamos
que el derecho a la ciudad implicaba el acceso a la cultura, a la
política, a la educación, a la salud, a las infraestructuras y
comodidades modernas, fuimos eliminados como proletarios no sólo
para evitar posibles rebeliones futuras; la metrópolis fue diseñada
para crear un nuevo orden de revolucionaria arquitectura, donde la
miseria humana reconozca su deslumbramiento por la fastuosidad del
urbanismo, de la ciencia y la tecnología, al mismo tiempo que, de
paso, se reconoce a sí misma, aceptando su insignificante lugar en
el mundo, “participando” así en el proyecto del nuevo orden
establecido. La metrópolis contemporánea se constituye en forma
única de habitar, en territorio inevitable y global, destinado a
crecer y a desarrollarse sin límite, consumando la utopía
conveniente al poder burgués, la hiperciudad global. Situados al
borde del desastre ecológico, habituados a la esquizofrenia personal
y a la crisis social permanente, el resto de la humanidad, confusos
y estresados, seguimos al poder en este viaje al vertedero de la
historia.
En
tal contexto surge hoy un renovado ardid, nuevas tentativas
“ciudadanistas” formadas por fragmentos, residuos de clases
sociales. Son una buena parte de las masas indignadas por los efectos
materiales de la crisis, que no cuestionan el sistema sino su mala
posición personal en el mismo, que reivindican su derecho a
participar en la ciudad global, siguiendo un plan terapéutico
controlado y controlable por el poder, aunque por momentos pueda
resultar incómodo a éste. Imposible así ningún combate contra un
cáncer del que todos esperan rentabilidad, sólo caben cuidados
paliativos, hacer soportable la enfermedad. De tal modo que esas
iniciativas ciudadanistas anuncian una mejora del tratamiento, pero
no proponen su curación. Por eso que sea urgente, muy urgente,
comprender lo que está pasando, para obrar en consecuencia.
Y,
consecuentemente, hemos vuelto la mirada a las ciudades
preindustriales, no para una vuelta que ya no es posible ni deseable,
sino para aprender en su historia el origen del mal que nos aqueja.
Hemos retomado el sentido comunitario de la ciudad que existió
durante los siglos previos a la revolución industrial y a la
conformación de los estados modernos. Y, de momento, hemos concluido
en que hay que rescatar al individuo autónomo que fuimos y con él
al proyecto inacabado de comunidad democrática que las ciudades
emprendieron entonces como consecuencia de su propia experiencia
vital. No es posible hoy la recuperación de la convivencia y la
democracia, no existe ninguna posibilidad de escapar al presente
perpetuo, sin contar con aquél individuo autónomo y responsable de
sí mismo. No sin su sentido comunitario e igualitario de la
libertad.
No
podemos esperar al derrumbe de las hiperciudades para levantar con
sus escombros las nuevas ciudades necesarias al mantenimiento de la
naturaleza de la que depende la vida humana. Esas nuevas ciudades
heredarán sin remedio las ruinas y solares destartalados de la
ciudad global, pero ahora urge reconstruirnos a nosotros mismos, con
la certeza de que en esa tarea titánica germinará el proyecto y
arquitectura de las próximas ciudades, tan autosuficientes como sea
posible en cada territorio, esta vez del tamaño apropiado a la
finalidad de la convivencia; esta vez sí, serán ciudades realmente
nuevas y plenamente democráticas. Antes hay que decir un adiós
definitivo a la política, que pervierte el orden expontáneo que se
deriva de la convivencia en las ciudades y aldeas, hay que evitar
posponer las urgencias vitales al beneficio económico, dejar de ser
pedigüeños en derechos y tacaños en deberes, ¡adiós a la
política-ficción!, representativa y delegacionista, la que nos hace
débiles e irresponsables, que pone nuestro destino en manos ajenas,
que nos hace abandonados de nuestro deber de autogobierno,
descuidados del sagrado deber de fraternidad que constituye el
primer mandamiento humano: cuidarás a la naturaleza y a los demás
como a tí mismo.
Arrasado
todo vestigio de ética, ésta ha sido suplantada por una ordenación
del “bien común” representado éste por un “estado del
bienestar”. El espectáculo de la política consiste básicamente
en esa representación a cargo de actores profesionales sindicados en
partidos. Sabemos que se representa lo que no existe. En su “Adiós
a la política”, de Joachim Hirstch publicado con
anterioridad a la crisis global, el autor describía la política con
meridiana claridad: “Lo que hoy día se llama política se
reduce cada vez más claramente a la administración más o menos
eficiente del orden existente, a la adaptación ante la fuerza
irreprimible de las cosas, sean éstas las fuerzas de una tecnología
desatada o las de un mercado mundial incontrolable. El debate
político ya no trata de metas sociales alternativas, ni siquiera
propiamente de conflictos de intereses, sino de la administración
del statu quo. Esto conduce a que cada día menos personas esperen
algo del quehacer político y que el escenario político sea
percibido más bien como una rama del show business de los
medios de comunicación masiva, cuya función principal consiste en
entretener”.
La
reproducción biopolítica de la ciudad
estatal-capitalista.
"Hoy
el bosque está roturado, allanado el terreno. Se alzan las primeras
edificaciones: chimeneas, torres de refrigeración, el armazón de
acero para las naves de montaje, cimientos. Y en Hoyerswerda crece la
ciudad residencial para los obreros. La zona ya no se parece a sí
misma... Cambiar a los seres humanos lleva más tiempo" (HeinerMüller, 1990)
Los
cambios en el ordenamiento territorial parecen fáciles con las
herramientas de poder de las que disponen capitalismo y Estado, pero
no lo es tanto el ir asumiendo e integrando las resistencias sociales
que provocan los desajustes y mutaciones en los modos de producción
de los que depende la acumulación de capital y poder, el corazón
del sistema. No se trata sólo de dominar por desposesión, como
decía Rosa Luxemburgo, el capitalismo y su arma política
necesitan penetrar el espacio vital, manipular las resistencias
sociales, para integrarlas al sistema en modo que la acumulación
prevalezca y, por tanto, esté asegurada la reproducción del
sistema.
“Sin
embargo, más allá de la desposesión de medios de producción y
recursos, más allá de la apropiación de las fuerzas productivas, y
en parte como consecuencia de estos procesos, la desposesión
presenta una dimensión biopolítica de primer orden en la medida en
que su fin último es ajustar los modos de vida a las nuevas
demandas, idear nuevas políticas de encuadramiento de la fuerza de
trabajo (...), asegurar su reproducción por medios
monetarios y mercantiles (...), fijar en torno a las
nuevas concentraciones industriales y urbanas a esas formidables
masas de hombres vagabundos, campesinos expropiados de sus tierras”,
decía AlvaroSevilla Buitrago
en
“La
ciudad y el eclipse de la experiencia”,
de
donde
extraigo
este resumen:
“La
condición líquida de la ciudad contemporánea, en la que asistimos
a un eclipse de la experiencia individual y colectiva y a una pérdida
de los marcos de referencia social, no es más que la instancia
última de un proceso histórico de desposesión hegemónica, de las
formas de existencia autónomas de la multitud, operado mediante una
revolución permanente del espacio-tiempo social”.
Esas
formas de existencia autónoma tienen todo que ver con los vínculos
primarios propios de las sociedades convivenciales que han sido
arrasadas
por el proyecto neoliberal. En su obra “La ciudad y la historia”,
Lewis Mumford anticipaba este juicio como causa de la desintegración
de la comunidad urbana que tuvo
lugar en
las hiperciudades de la modernidad: “...cuando
estos vínculos primarios se disuelven, cuando la comunidad intima y
visible deja de ser un grupo vigilante, identificable y profundamente
interesado, entonces el nosotros se convierte en un zumbador enjambre
de yos y los vínculos y lealtades secundarias se vuelven demasiado
débiles para detener la desintegración de la comunidad urbana...”
.
La
neosocialdemocracia que viene a la conquista de lo local.
“La
globalización simplemente ha desterritorializado el imperativo de
competitividad, pues la competencia, ahora mundial, ya no se inscribe
de ahora en adelante en un espacio política y socialmente definido.
Pero, por el contrario, no ocurre lo mismo con la gestión de las
consecuencias sociales de esta mutación económica, que hoy más
que nunca requiere un espacio social y políticamente definido. No
obstante, es lo local lo que cada vez más, va a tener que tomar el
relevo del Estado central como marco de referencia y de acción. Y
ésto en la medida en que, como vamos a ver, lo social
en sí mismo ha dejado de ser lo que era. Ahora bien, para estar en
línea con este nuevo social, la socialdemocracia tendrá que
renovarse a sí misma. De ahí su transformación progresiva —si no
progresista— en una neosocialdemocracia. Estrechamente asociada al
reino nuevamente incontestado del liberalismo, ¡quizás le permita a
este último merecer plenamente su prefijo neo!”. Esto
decía Jean Pierre Garnier en su libro
“Contra los territorios del poder”. Este autor, actualmente
investigador en el Instituto Parisino de Investigación de
Arquitectura, Urbanismo y Sociedad, siendo francés y habiendo
escrito eso hace unos años, no podía preveer en su análisis la
irrupción de las nuevas alternativas ciudadanistas surgidas en
España a partir del 15M, como Podemos y Ganem, cuyo significado
político es plenamente coincidente con su reflexiones acerca de la
neosocialdemocracia, la que viene a gestionar “lo local” en
nombre del Estado, como una externalización del poder, o sea, como
una subcontrata. Aquí la estrategia de externalización, propia del
neoliberalismo, está bien clara: se trata de que la contestación
social sea reintegrada al orden finalista de acumulación capitalista
por una subcontrata “externa” al Estado. Y a eso se dispone esta
neosocialdemocracia que viene con Podemos y Ganem.
Las
revoluciones asumibles y la subversión
necesaria.
El
geógrafo y anarquista Pedro Kropotkin, en “Campos,
fábricas y talleres” (1898) se anticipaba al pensamiento
económico y técnico contemporáneo, al captar el hecho de que la
flexibilidad y la adaptabilidad de la comunicación y la energía
eléctrica, conjuntamente con las posibilidades de una agricultura
biodinámica, habían sentado las bases de un desarrollo urbano más
descentralizado en pequeñas unidades, que responderían al contacto
humano directo y gozarían tanto de las ventajas rurales como de las
urbanas. A Lewis Mumford
debemos la mejor crítica de la metrópolis moderna. Deudor de las
ideas socialistas de su maestro Patrick Geddes, también
encuentra inspiración en los planteamientos de la ciudad-jardín de
Ebenezer Howard, la otra gran figura británica de la
planificación urbana. Howard (1850-1928), socialista reformista
como ellos, propone un modelo de ciudad de nueva construcción que no
se limita al diseño de un nuevo espacio urbano, sino que se basa en
principios políticos y valores sociales.
“La
cogestión de la metrópoli industrial horroriza a Howard, que
detesta la sociedad capitalista que la dio forma y limita el número
de habitantes de su ciudad-jardín entre 30 y 58.000, dotando a tal
comunidad de todas las actividades y equipamientos necesarios:
trabajo, cultura y ocio. Ésta queda circunscrita por un
cinturón verde, que la aísla de otras entidades de su mismo tipo,
situadas a distancia suficiente y vinculadas por una red
ferroviaria”. El hombre debe
convertirse en el dueño y no en la víctima de su creación, lo que
sucedería si su alternativa fallase y las ciudades continuaran su
crecimiento incontrolado... como
otras utopías progresistas, trata de fundir ciudad y campo, unificar
sociedad y paisaje.
Mumford considera la
ciudad, al igual que la máquina, como expresión y auxiliar de la
personalidad humana y de la cultura; en definitiva, como generadora
de cultura y espacio de interrelación, pero amenazada por su propia
evolución y por la política contemporánea, proponiendo a modo de
alternativa un urbanismo polinuclear, correlativo del regionalismo,
de la integración
de la naturaleza y del medio urbano. Mumford resulta ser, además,
precursor y
referente del
movimiento ecologista, pese a la desconfianza de éste hacia la
ciudad; y en él se inspira la
fecunda corriente de pensamiento que MurrayBookchin
denominó
ecología social, en
la que
encuentra
su fundamento el
municipalismo libertario.
Pues
bien, aquellos revolucionarios proyectos urbanísticos han demostrado
ser asumibles por el sistema; de hecho, existen ejemplos prácticos
de nuevas ciudades inspiradas en tales proyectos que fueron
perfectamente integrados como modelos “de vanguardia” y
“progresistas”. Se cambiaba el urbanismo y su arquitectura, pero
prevalecía el artefacto de la desposesión individual y social, la
megamáquina originaria, la concreta como la intangible
desposesión... (y, aún así,
pienso
que buena parte de aquellas
propuestas habrán de ser
inspiradoras útiles al urbanismo comunitario del futuro).
Agrietar
la ciudad-sistema.
Lo
que sí tengo por cierto es que, de suceder la
revolución necesaria, no
será sólo urbanística sino integral. Desde
el urbanismo, como desde otras muchas iniciativas hoy puestas en
marcha, se podrá
“agrietar el capitalismo”, utilizando la expresión que
coincide con el título del libro de
John Holloway, pero
el sistema es algo más que
capitalismo, es también el Estado que lo sostiene y,
sobre todo, es el sistema
que nos penetra cada día,
que condiciona nuestro pensamiento y voluntad, toda nuestra vida.
Crear espacios de resistencia acaba siendo un gesto superfluo
a los efectos de la liberación necesaria, si no va acompañado de un
vuelco en la conciencia. Crear ecoaldeas, monedas locales,
cooperativas integrales, huertos y viviendas comunitarias...o como en
otro momento lo fuera promover huelgas y manifestaciones, podría
contribuir a agrietar el sistema, pero son iniciativas que siempre
estarán en riesgo de ser integradas en el espacio que el poder
reserva a la “oposición” o a la “marginalidad”. Y, como ya
hemos visto otras veces, para acabar con esas resistencias, al
sistema le basta con meterlas en nómina y “legalizarlas”. Y a
veces se las quita de enfrente con sólo ponerlas de moda.
La
subversión necesaria, además de producir esas grietas, habrá de
crear instituciones autónomas de autogobierno, asambleas
omnisoberanas capaces de construir y autogestionar nuevos comunales
locales, una ciudad paralela y alegal, sobrepuesta y en
confrontación permanente con la ciudad estatal-capitalista. Ese
cambio de conciencia y estrategia, individual y colectivo, es el
único arma verdaderamente letal para el sistema, el que éste no
espera.
La
mayoría de las alternativas mencionadas son iniciadas por
movimientos sociales y políticos que siguen sus propias dinámicas y
estrategias, comportándose políticamente como partidos
extraparlamentarios. Propongo una estrategia bien diferente, sostengo
que sólo integradas y gobernadas por la asamblea comunal de cada
municipio -se corresponda éste con una ciudad o con una comarca
rural- dichas iniciativas autogestionarias podrían ser los cimientos
de los comunales con los que ir soltando las amarras que nos atan
al capitalismo y a las instituciones del Estado. Para reconstruir
así la comunidad local.
Las
asambleas comunales, como la producción cooperativa o el intercambio
de productos y servicios mediante moneda comunitaria, deben nacer con
el objetivo de integrar a la mayoría social, cada ciudad debe llegar
a tener dos economías y dos gobiernos enfrentados, la economía
comunal contra la capitalista, el ayuntamiento del Pueblo contra el
ayuntamiento del Estado. Un concejo por cada manzana de casas,
integrado por no más de ciento cincuenta vecinos y vecinas, para
debatir y proponer presencialmente. Decenas o miles de concejos
formando la asamblea comunal, el gobierno autónomo y omnisoberano de
cada municipio-ciudad o de cada municipio-comarca. Varios miles o
millones de personas formando la asamblea comunal, tomando las
decisiones de gobierno sobre las propuestas previamente debatidas en
los concejos...Todo ello presupone un proceso de autoformación
individual y colectiva, una verdadera “paideia”
-en el sentido dado por
Takis Fotopoulos en “De la
deseducación a la Paideia”-, para el aprendizaje en
el enfrentamiento contra el sistema y en la práctica del
autogobierno comunal. Porque la democracia no es otra cosa y sólo
de aldeas y ciudades autogobernadas podrá surgir la nueva ciudad,
radicalmente convivencial y democrática.
A
modo de propuesta. Reconsiderar esa
obcecada aversión nuestra a la tecnología y a la
ciudad.
Somos
seres tecnológicos desde el momento que aprendimos a usar un palo y
una piedra. La tecnología es inherente a la experiencia y
creatividad humanas, como al conocimiento que con el uso de estas
capacidades se acrecienta. La tecnología en sí misma no compromete
nuestra libertad ni autonomía, sí lo hace determinada tecnología,
la desarrollada para el modo de producción capitalista, enfocada a
reproducir la acumulación de capital y a lograr que países y
poblaciones sean dependientes de esas tecnologías al servicio del
poder financiero y estatal. Pero una sociedad no sometida al orden
impuesto por capital y Estado, no será necesariamente una sociedad
carente de tecnología: no nos cabe en la cabeza. Lo urgente ahora es
discernir entre unas y otras tecnologías, centrarnos en la creación
y uso de tecnologías paralelas y de sentido contrario a las
dominantes, es decir, diseñadas con el propósito de ser útiles a
la gente, en beneficio de la autonomía personal y comunitaria.
Algo
parecido nos sucede con la ciudad, por la que en buena medida
profesamos una aversión no menos sistemática. Entiendo que de la
aldea medieval nos vale la referencia de su modelo comunal y
convivencial de autogobierno, pero quien piense que podemos detener
el tiempo y la historia en aquella aldea está anticipando el fracaso
de la revolución pretendida. El único mundo del que disponemos ha
seguido poblándose durante los siglos pasados y suponer la
posibilidad de que las megalópolis puedan vaciarse de edificios y
pobladores, refundando allí comunitarias y democráticas aldeas
neourbanas, como suponer una masiva emigración neorural procedente
de las grandes urbes es, simplemente, acometer un objetivo imposible
siquiera en el plazo de un siglo. De prender, la revolución lo hará
en las urbes actuales, sean éstas mínimas como las aldeas, o
monstruosamente grandes como las megalópolis, porque de ahí es de
donde partimos y porque en ambas seguiremos viviendo por largo
tiempo.
Lo
urgente ahora es frenar el suicida crecimiento de las grandes urbes y
alentar la repoblación de las pequeñas aldeas y ciudades rurales,
en tanto vamos construyendo en ambas la nueva y subversiva urbe
democrática, que no será ni rural ni urbana, sino ambas cosas a la
vez. Porque ambas cosas no son distintas ni contrarias, como lo
evidencia nuestra propia experiencia histórica a lo largo de miles
de años, al menos durante los transcurridos desde la fundación de
Ur hasta hace sólo un par de siglos.
Ya
en las cavernas, al abrigo de la intemperie y defensa de las
alimañas, tuvo expresión nuestro natural impulso social, pues allí
enterramos a los muertos, allí inventamos el arte de representar la
naturaleza y la vida con unos trazos de pigmento... y allí, en las
cavernas, encontramos la primera inspiración de la arquitectura con
la que luego poblaríamos el mundo. Primero en las cavernas y luego
en las aldeas, experimentamos las ventajas de la asociación. En la
aldea comenzamos a producir el excedente de alimento que daría
lugar al trueque de bienes abundantes por otros escasos, en la aldea
surgió la primera experiencia de seguridad e intercambio que
fundamenta la compleja cooperación social, la que justifica la
vida urbana. La aldea, como la antigua caverna, constituían una
asociación entre familias para lo más básico, alimento y
seguridad, sexualidad y crianza. La domesticación de animales y
plantas nos retuvo en los lugares, pero fue en las cavernas y,
fundamentalmente, en la urbe-aldea, donde descubrimos las ventajas
del aprovisionamiento y de las formas de asociación. La aldea ya era
urbe, siempre quiso serlo.
Si
Lewis Mumford insiste en la aparición de la aldea, lo hace para
reflejar que en su forma más primitiva ya se daban los símbolos y
la estructura urbana. La ciudad y la tecnología ya estaban bien
presentes en la aldea. Decía Mumford que “sólo
ahora, cuando los modos de vida están desapareciendo rápidamente en
el mundo entero, podemos estimar todo lo que les debe la ciudad en
materia de energía vital y crianza amorosa, que hizo posible el
desarrollo interior del hombre (…) de la aldea
proceden directamente o por su perfeccionamiento, el granero, el
arsenal, la biblioteca, el almacén... la acequia, el
canal, el estanque, el foso, el acueducto, el desagüe y la cloaca
son también recipientes destinados al transporte automático o al
almacenaje... sin todo este amplio margen de
invenciones, la ciudad antigua no habría podido
adquirir la forma que alcanzó”
La
modelación de la tierra precedió y formó parte de la modelación
de la ciudad y esa íntima relación es biotécnica, es una
vinculación con la tierra que el hombre moderno ha desbaratado con
peligro para sí mismo. Vemos la ciudad como resultado de nuestros
componentes paleolíticos y neolíticos, la influencia del recolector
en la agricultura, del cazador en la defensa de la aldea y la ciudad
y vemos en ello, es verdad, los contradictorios orígenes del
comercio y la guerra. Con tecnología se afrontaron las sequías,
construyendo norias y acequias; fue necesaria una tecnología para
construir recipientes de barro que nos permitieran conservar y
aprovisionar el grano, con tecnología levantamos murallas en torno a
la aldea cuando ésta se hizo muy grande; cierto es que con
tecnología prosperó el arte de la guerra y que con ella surgió la
explotación y la esclavitud, pero no es verdad que esa fuera la
finalidad original de la tecnología, no lo es que la guerra
justificara nuestro asentamiento y asociación en cavernas, aldeas y
ciudades. Por eso, pienso que rehacernos como seres humanos es hoy un
objetivo parejo al de rehacer la comunidad de la urbe original y que
no es nada contradictorio. Podemos hacerlo sin prescindir del
conocimiento acumulado en nuestra contradictoria, ahora sí,
experiencia histórica...y lo haremos con la tecnología apropiada.
“Vivimos,
en realidad, en un universo estallante de invenciones mecánicas y
electrónicas, cuyas partes se alejan con rápido ritmo, cada vez
más, de su centro humano y de todo propósito racional y humanamente
autónomo. Esta explosión tecnológica ha producido una explosión
semejante de la propia ciudad: la ciudad ha estallado esparciendo sus
complejos orgánicos”. Las ciudades se han transformado en
recipientes de fuerzas orientadas a la destrucción, sirviéndose
para ello de todo tipo de destrezas tecnológicas. Pero lo irracional
se produjo exteriormente, la constitución de la ciudad fue buena
para las sociedades humanas, pero no así su evolución...en términos
parecidos se refería Mumford a todas las perversiones del poder, tan
ligadas a los avances técnicos y culturales de la civilización. Hoy
no podemos aceptar que sólo las comunidades primitivas tuvieran la
sabiduría de comprender las limitaciones necesarias para mantener
un equilibrio dinámico y ecológico; verdad es que tenían la
ventaja de la inocencia, pero nosotros disponemos de la experiencia y
el conocimiento de la historia. Lo que sucede es que ahora estamos
necesitados, además, de verdadera conciencia sobre nuestra falta de
inocencia...y también del propósito de enmienda. Ahora, de lo que
se trata es de hacer un camino inverso: de volver al orbe desde el
ser urbano, pero “desorbitado” que hoy somos.
“Otro
siglo de progreso semejante puede causar daños irreparables a la
especie humana...Incluso en el caso de que no se recurra a las
infames armas nucleares y bacteriológicas que nos amenazan con el
exterminio al por mayor, el ser humano histórico, el que vive en un
tiempo y un espacio cultural, el que recuerda, prevé y opta,
desaparecerá” (Lewis Mumford).
No hay comentarios:
Publicar un comentario