viernes, 12 de septiembre de 2014

ORBE ES URBE


Fotografía de Spencer Tunick


Puede que tenga razón Silberius de Ura cuando dice que tenemos un cerebro formado en el paleolítico que no se ha adaptado bien a la vida neolítica que le ha seguido después. Al fin y al cabo, Ur, la primera ciudad conocida, aquella en la que naciera Abraham, se fundó hace poco más de seis mil años, al sur de lo que hoy es Irak, en la antigua Mesopotamia. Puede, entonces, que seamos seres sedentarios, neolíticamente urbanos, que cargan malamente con su alma paleolítica y nómada, grupal, recolectora y cazadora; puede, entonces, que nuestras incertidumbres y contradicciones procedan en última instancia de esa inadecuación a la vida sedentaria de las urbes. La agricultura retuvo al nómada que éramos junto al curso de los ríos y creó la ciudad. Y el pastoreo se hizo de proximidad, transhumante a medias, antes de estabularse en cuadras y corrales.



Ur y las siguientes ciudades debieron nacer con el tamaño entonces necesario, pequeñas y autosuficientes, como nuestras aldeas medievales, las que dieron origen a la mayoría de nuestros pueblos actuales. Como aldea o megalópolis, el neolítico mundo del presente es definitivamente urbano. Urbe -no hacía falta decirlo- viene de Ur, como de esa misma raíz procede el nombre de muchas otras ciudades del mundo, como Jaipur o Singapur en Asia, o Edimburg y Estrasburg en la europa germana, o como aquí al lado, en las ibéricas ciudades de Urueña o Burgos. Así, la palabra burguesía debería referirse, en rigor, a la población que habita una ciudad; lo que ha pasado con nuestra experiencia histórica, tras unos cuantos siglos de vivir en las ciudades, es que esa experiencia nos ha llevado a restringir el uso de esta palabra para referirnos excusivamente a una clase social, la que desde la primera modernidad medieval empezó a ordenar y dominar la vida en las ciudades...y así hasta hoy, cuyo uso es propio de aquellos habitantes que se sienten incómodos y excluídos de la ciudad, burgueses que dicen “burgués” como un insulto. Será por algo. Quizá porque la ciudad haya experimentado una evolución nada positiva.



El “estar” transformado en deambular por los concurridos centros urbanos, por paisajes de multitudes de desconocidos continuamente cambiantes, se nos ofrece a los burgueses de toda condición y clase como un sucedáneo de nuestro ser paleolítico, un estar de paso, solitario y anónimo. Otro sucedáneo ocurre en las periferias, donde una parte de los burgueses se aislan en pequeños clanes, formando neolíticas comunidades exclusivas, a salvo de los ruidos y peligros inherentes a las multitudes, poniendo por medio su distancia de clase junto a cámaras y guardias de seguridad, ubicándose en la equidistancia que marca su diferencia de estatus, tan lejos del centro como de las “otras” periferias.

En esas otras periferias, el resto de habitantes de la ciudad, burgueses al cabo, viven igualmente aislados en el hacinamiento de comunidades vecinales, aldeas verticales en las que, a veces, se produce el encuentro entre vecinos, en el ascensor, en el portal o en el rellano de la escalera, en el centro comercial más próximo o quizás en una manifestación...ninguna oportunidad para la celebración de la igualdad, sólo estos fugaces encuentros. En la vorágine del centro urbano, a determinadas horas las multitudes deambulantes parecen individuos libres e iguales.



En los intersticios de la ciudad, centro y periferia se modifican, expanden y reproducen a sí mismos continuamente, sin dejar de ser lo que son, comunidades sucedáneas, masas de individuos atrapados en un espacio-tiempo urbano siempre presente y ajeno, tan cambiante como perpetuo, en el que al individuo le es fácil aceptar su propia insignificancia habitual, la acostumbrada. Las multitudes urbanas impiden cualquier forma de comunidad, no sólo por su desmesurado tamaño, sino fundamentalmente por la anulación del individuo que producen, de sus cualidades humanas. Así, la ciudad contemporánea necesita terapias abundantes para enfermedades abundantes y, sobre todo, para las mejor camufladas, el estrés y la esquizofrenia por ella provocadas. Formas sucedáneas de libertad individual y un espectáculo continuo de ficciones identitarias, sucedáneos de comunidades transformadas en clientelas, consumidores y espectadores, votantes y contribuyentes...y una comunidad “nacional” a la que le es adjudicada el estatus de “ciudadanía” ...en fin, un espectáculo de identidades fragmentadas y comunidades ficticias, eso es la política contemporánea.



Hablando de su ciudad, dice Zenda Liendivit que Buenos Aires nació utópica, que se la proyectó en sueños y jamás concilió realidad con deseo”. Según MartínezEstrada, la ciudad moderna fue fundada con los mismos objetivos que llevaron adelante la conquista y la colonización de América, la posesión y la especulación de la tierra, porque ésta era lo más fácil de adquirir y lo que exigía menos inteligencia para conservar...En la Buenos Aires moderna se imaginaba un territorio y se habitaba una realidad. Y esa falta de conciliación entre lo uno y lo otro instaló una particular manera de pensar la ciudad, que tanto robustecía los fragmentos soñados como condenaba las formas de lo real, hostiles a aquella imaginación...la vecindad inmediata, los recorridos intrincados, los materiales descartables, el patio, pero sobre todo cierta comunión en la adversidad, mostraban que si pervivía una tipología comunitaria, y por lo tanto contestataria, ésta solo podía ser marginal o transitoria. Pero, por ese motivo, podía surgir en cualquier lado en forma imprevista y ajena a las tecnologías de control desplegadas por la misma ciudad que las generaba”.



Tengo la convicción de que el mundo nos ha sido desvelado al descorrer una cortina, que su ocultamiento nos llevaba a imaginarlo inmenso y abstracto, incomprensible e inmanejable. Creo que su tamaño se ha comprimido al conocerlo, que la distancia y el tiempo se han reducido juntamente a medida que inventábamos la velocidad, creo que lo han hecho para siempre, desde el momento en que vimos cómo se nos mostraba un mundo realmente pequeño y concreto. Por eso creo que ya no caben diferencias significativas entre habitar una aldea o una ciudad, porque con la cercanía e inmediatez, el mismo y pequeño mundo es igualmente visto por unos y por otros, habitantes urbanos y rurales. Pero cuando observo las hiperciudades en las que hoy vive la mayoría de la población mundial, me sucede la paradoja del microscopio, que cuanto más amplío la lente sobre el objeto observado, más espacios y más amplios se abren ante mí, descubriéndome nuevos e ignotos objetos que se multiplican y replican, tejiendo una complejidad que pareciera no detenerse hasta las antípodas de lo infinito. Y en esa complejidad, mi comprensión del mundo se vuelve a desvanecer.



La megalópolis me parece otra cosa, distinta a la ciudad.

Ella pertenece a la postmodernidad, a esa visión unilateral y relativa del mundo, que lo ve a conveniencia e interés del observador, ora una realidad microscópica y detallada, ora una vista panorámica y global. La hiperciudad es algo muy reciente -más que la propia burguesía que naciera con la ciudad moderna-, tiene su antecedente en el viejo sistema productivo que fuera inaugurado con la expansión tecnológica de la industria. Pero no olvidemos que el desarrollo urbano y tecnológico de las ciudades de la modernidad industrial tiene su origen en una voluntad de conquista y colonización, necesariamente vinculada a la guerra y al comercio como formas de imponer el poder. No olvidemos que en esos inicios de la modernidad capitalista arrancan los fundamentos de las sociedades-estado actuales. Se ha necesitado cambiar la forma de producir y habitar el mundo para mantener el control social necesario a un fin primordial, a la acumulación de capital y poder, en un pequeño mundo globalizado a la medida de ese interés. A ese fin creo que responden las hiperciudades, la megamáquina que dijera Lewis Mumford, una maquinópolis, que también podríamos decir. Realmente es otra cosa distinta a la ciudad y a la aldea, cosa que a mí me parece una utopía negativa y, lo que es peor, posible y muy peligrosa para el futuro de la humanidad. Por muchas más razones que por su tamaño excesivo.



Creíamos que el derecho a la ciudad implicaba el acceso a la cultura, a la política, a la educación, a la salud, a las infraestructuras y comodidades modernas, fuimos eliminados como proletarios no sólo para evitar posibles rebeliones futuras; la metrópolis fue diseñada para crear un nuevo orden de revolucionaria arquitectura, donde la miseria humana reconozca su deslumbramiento por la fastuosidad del urbanismo, de la ciencia y la tecnología, al mismo tiempo que, de paso, se reconoce a sí misma, aceptando su insignificante lugar en el mundo, “participando” así en el proyecto del nuevo orden establecido. La metrópolis contemporánea se constituye en forma única de habitar, en territorio inevitable y global, destinado a crecer y a desarrollarse sin límite, consumando la utopía conveniente al poder burgués, la hiperciudad global. Situados al borde del desastre ecológico, habituados a la esquizofrenia personal y a la crisis social permanente, el resto de la humanidad, confusos y estresados, seguimos al poder en este viaje al vertedero de la historia.



En tal contexto surge hoy un renovado ardid, nuevas tentativas “ciudadanistas” formadas por fragmentos, residuos de clases sociales. Son una buena parte de las masas indignadas por los efectos materiales de la crisis, que no cuestionan el sistema sino su mala posición personal en el mismo, que reivindican su derecho a participar en la ciudad global, siguiendo un plan terapéutico controlado y controlable por el poder, aunque por momentos pueda resultar incómodo a éste. Imposible así ningún combate contra un cáncer del que todos esperan rentabilidad, sólo caben cuidados paliativos, hacer soportable la enfermedad. De tal modo que esas iniciativas ciudadanistas anuncian una mejora del tratamiento, pero no proponen su curación. Por eso que sea urgente, muy urgente, comprender lo que está pasando, para obrar en consecuencia.



Y, consecuentemente, hemos vuelto la mirada a las ciudades preindustriales, no para una vuelta que ya no es posible ni deseable, sino para aprender en su historia el origen del mal que nos aqueja. Hemos retomado el sentido comunitario de la ciudad que existió durante los siglos previos a la revolución industrial y a la conformación de los estados modernos. Y, de momento, hemos concluido en que hay que rescatar al individuo autónomo que fuimos y con él al proyecto inacabado de comunidad democrática que las ciudades emprendieron entonces como consecuencia de su propia experiencia vital. No es posible hoy la recuperación de la convivencia y la democracia, no existe ninguna posibilidad de escapar al presente perpetuo, sin contar con aquél individuo autónomo y responsable de sí mismo. No sin su sentido comunitario e igualitario de la libertad.



No podemos esperar al derrumbe de las hiperciudades para levantar con sus escombros las nuevas ciudades necesarias al mantenimiento de la naturaleza de la que depende la vida humana. Esas nuevas ciudades heredarán sin remedio las ruinas y solares destartalados de la ciudad global, pero ahora urge reconstruirnos a nosotros mismos, con la certeza de que en esa tarea titánica germinará el proyecto y arquitectura de las próximas ciudades, tan autosuficientes como sea posible en cada territorio, esta vez del tamaño apropiado a la finalidad de la convivencia; esta vez sí, serán ciudades realmente nuevas y plenamente democráticas. Antes hay que decir un adiós definitivo a la política, que pervierte el orden expontáneo que se deriva de la convivencia en las ciudades y aldeas, hay que evitar posponer las urgencias vitales al beneficio económico, dejar de ser pedigüeños en derechos y tacaños en deberes, ¡adiós a la política-ficción!, representativa y delegacionista, la que nos hace débiles e irresponsables, que pone nuestro destino en manos ajenas, que nos hace abandonados de nuestro deber de autogobierno, descuidados del sagrado deber de fraternidad que constituye el primer mandamiento humano: cuidarás a la naturaleza y a los demás como a tí mismo.



Arrasado todo vestigio de ética, ésta ha sido suplantada por una ordenación del “bien común” representado éste por un “estado del bienestar”. El espectáculo de la política consiste básicamente en esa representación a cargo de actores profesionales sindicados en partidos. Sabemos que se representa lo que no existe. En su “Adiós a la política”, de Joachim Hirstch publicado con anterioridad a la crisis global, el autor describía la política con meridiana claridad: “Lo que hoy día se llama política se reduce cada vez más claramente a la administración más o menos eficiente del orden existente, a la adaptación ante la fuerza irreprimible de las cosas, sean éstas las fuerzas de una tecnología desatada o las de un mercado mundial incontrolable. El debate político ya no trata de metas sociales alternativas, ni siquiera propiamente de conflictos de intereses, sino de la administración del statu quo. Esto conduce a que cada día menos personas esperen algo del quehacer político y que el escenario político sea percibido más bien como una rama del show business de los medios de comunicación masiva, cuya función principal consiste en entretener”.




La reproducción biopolítica de la ciudad estatal-capitalista.

"Hoy el bosque está roturado, allanado el terreno. Se alzan las primeras edificaciones: chimeneas, torres de refrigeración, el armazón de acero para las naves de montaje, cimientos. Y en Hoyerswerda crece la ciudad residencial para los obreros. La zona ya no se parece a sí misma... Cambiar a los seres humanos lleva más tiempo" (HeinerMüller, 1990)



Los cambios en el ordenamiento territorial parecen fáciles con las herramientas de poder de las que disponen capitalismo y Estado, pero no lo es tanto el ir asumiendo e integrando las resistencias sociales que provocan los desajustes y mutaciones en los modos de producción de los que depende la acumulación de capital y poder, el corazón del sistema. No se trata sólo de dominar por desposesión, como decía Rosa Luxemburgo, el capitalismo y su arma política necesitan penetrar el espacio vital, manipular las resistencias sociales, para integrarlas al sistema en modo que la acumulación prevalezca y, por tanto, esté asegurada la reproducción del sistema.



Sin embargo, más allá de la desposesión de medios de producción y recursos, más allá de la apropiación de las fuerzas productivas, y en parte como consecuencia de estos procesos, la desposesión presenta una dimensión biopolítica de primer orden en la medida en que su fin último es ajustar los modos de vida a las nuevas demandas, idear nuevas políticas de encuadramiento de la fuerza de trabajo (...), asegurar su reproducción por medios monetarios y mercantiles (...), fijar en torno a las nuevas concentraciones industriales y urbanas a esas formidables masas de hombres vagabundos, campesinos expropiados de sus tierras”, decía AlvaroSevilla Buitrago en La ciudad y el eclipse de la experiencia”, de donde extraigo este resumen:La condición líquida de la ciudad contemporánea, en la que asistimos a un eclipse de la experiencia individual y colectiva y a una pérdida de los marcos de referencia social, no es más que la instancia última de un proceso histórico de desposesión hegemónica, de las formas de existencia autónomas de la multitud, operado mediante una revolución permanente del espacio-tiempo social”.



Esas formas de existencia autónoma tienen todo que ver con los vínculos primarios propios de las sociedades convivenciales que han sido arrasadas por el proyecto neoliberal. En su obra “La ciudad y la historia”, Lewis Mumford anticipaba este juicio como causa de la desintegración de la comunidad urbana que tuvo lugar en las hiperciudades de la modernidad: “...cuando estos vínculos primarios se disuelven, cuando la comunidad intima y visible deja de ser un grupo vigilante, identificable y profundamente interesado, entonces el nosotros se convierte en un zumbador enjambre de yos y los vínculos y lealtades secundarias se vuelven demasiado débiles para detener la desintegración de la comunidad urbana...” .




La neosocialdemocracia que viene a la conquista de lo local.

La globalización simplemente ha desterritorializado el imperativo de competitividad, pues la competencia, ahora mundial, ya no se inscribe de ahora en adelante en un espacio política y socialmente definido. Pero, por el contrario, no ocurre lo mismo con la gestión de las consecuencias sociales de esta mutación económica, que hoy más que nunca requiere un espacio social y políticamente definido. No obstante, es lo local lo que cada vez más, va a tener que tomar el relevo del Estado central como marco de referencia y de acción. Y ésto en la medida en que, como vamos a ver, lo social en sí mismo ha dejado de ser lo que era. Ahora bien, para estar en línea con este nuevo social, la socialdemocracia tendrá que renovarse a sí misma. De ahí su transformación progresiva —si no progresista— en una neosocialdemocracia. Estrechamente asociada al reino nuevamente incontestado del liberalismo, ¡quizás le permita a este último merecer plenamente su prefijo neo!”. Esto decía Jean Pierre Garnier en su libro “Contra los territorios del poder”. Este autor, actualmente investigador en el Instituto Parisino de Investigación de Arquitectura, Urbanismo y Sociedad, siendo francés y habiendo escrito eso hace unos años, no podía preveer en su análisis la irrupción de las nuevas alternativas ciudadanistas surgidas en España a partir del 15M, como Podemos y Ganem, cuyo significado político es plenamente coincidente con su reflexiones acerca de la neosocialdemocracia, la que viene a gestionar “lo local” en nombre del Estado, como una externalización del poder, o sea, como una subcontrata. Aquí la estrategia de externalización, propia del neoliberalismo, está bien clara: se trata de que la contestación social sea reintegrada al orden finalista de acumulación capitalista por una subcontrata “externa” al Estado. Y a eso se dispone esta neosocialdemocracia que viene con Podemos y Ganem.



Las revoluciones asumibles y la subversión necesaria.

El geógrafo y anarquista Pedro Kropotkin, en “Campos, fábricas y talleres” (1898) se anticipaba al pensamiento económico y técnico contemporáneo, al captar el hecho de que la flexibilidad y la adaptabilidad de la comunicación y la energía eléctrica, conjuntamente con las posibilidades de una agricultura biodinámica, habían sentado las bases de un desarrollo urbano más descentralizado en pequeñas unidades, que responderían al contacto humano directo y gozarían tanto de las ventajas rurales como de las urbanas. A Lewis Mumford debemos la mejor crítica de la metrópolis moderna. Deudor de las ideas socialistas de su maestro Patrick Geddes, también encuentra inspiración en los planteamientos de la ciudad-jardín de Ebenezer Howard, la otra gran figura británica de la planificación urbana. Howard (1850-1928), socialista reformista como ellos, propone un modelo de ciudad de nueva construcción que no se limita al diseño de un nuevo espacio urbano, sino que se basa en principios políticos y valores sociales.



La cogestión de la metrópoli industrial horroriza a Howard, que detesta la sociedad capitalista que la dio forma y limita el número de habitantes de su ciudad-jardín entre 30 y 58.000, dotando a tal comunidad de todas las actividades y equipamientos necesarios: trabajo, cultura y ocio. Ésta queda circunscrita por un cinturón verde, que la aísla de otras entidades de su mismo tipo, situadas a distancia suficiente y vinculadas por una red ferroviaria”. El hombre debe convertirse en el dueño y no en la víctima de su creación, lo que sucedería si su alternativa fallase y las ciudades continuaran su crecimiento incontrolado... como otras utopías progresistas, trata de fundir ciudad y campo, unificar sociedad y paisaje. Mumford considera la ciudad, al igual que la máquina, como expresión y auxiliar de la personalidad humana y de la cultura; en definitiva, como generadora de cultura y espacio de interrelación, pero amenazada por su propia evolución y por la política contemporánea, proponiendo a modo de alternativa un urbanismo polinuclear, correlativo del regionalismo, de la integración de la naturaleza y del medio urbano. Mumford resulta ser, además, precursor y referente del movimiento ecologista, pese a la desconfianza de éste hacia la ciudad; y en él se inspira la fecunda corriente de pensamiento que MurrayBookchin denominó ecología social, en la que encuentra su fundamento el municipalismo libertario.



Pues bien, aquellos revolucionarios proyectos urbanísticos han demostrado ser asumibles por el sistema; de hecho, existen ejemplos prácticos de nuevas ciudades inspiradas en tales proyectos que fueron perfectamente integrados como modelos “de vanguardia” y “progresistas”. Se cambiaba el urbanismo y su arquitectura, pero prevalecía el artefacto de la desposesión individual y social, la megamáquina originaria, la concreta como la intangible desposesión... (y, aún así, pienso que buena parte de aquellas propuestas habrán de ser inspiradoras útiles al urbanismo comunitario del futuro).



Agrietar la ciudad-sistema.

Lo que sí tengo por cierto es que, de suceder la revolución necesaria, no será sólo urbanística sino integral. Desde el urbanismo, como desde otras muchas iniciativas hoy puestas en marcha, se podrá “agrietar el capitalismo”, utilizando la expresión que coincide con el título del libro de John Holloway, pero el sistema es algo más que capitalismo, es también el Estado que lo sostiene y, sobre todo, es el sistema que nos penetra cada día, que condiciona nuestro pensamiento y voluntad, toda nuestra vida. Crear espacios de resistencia acaba siendo un gesto superfluo a los efectos de la liberación necesaria, si no va acompañado de un vuelco en la conciencia. Crear ecoaldeas, monedas locales, cooperativas integrales, huertos y viviendas comunitarias...o como en otro momento lo fuera promover huelgas y manifestaciones, podría contribuir a agrietar el sistema, pero son iniciativas que siempre estarán en riesgo de ser integradas en el espacio que el poder reserva a la “oposición” o a la “marginalidad”. Y, como ya hemos visto otras veces, para acabar con esas resistencias, al sistema le basta con meterlas en nómina y “legalizarlas”. Y a veces se las quita de enfrente con sólo ponerlas de moda.



La subversión necesaria, además de producir esas grietas, habrá de crear instituciones autónomas de autogobierno, asambleas omnisoberanas capaces de construir y autogestionar nuevos comunales locales, una ciudad paralela y alegal, sobrepuesta y en confrontación permanente con la ciudad estatal-capitalista. Ese cambio de conciencia y estrategia, individual y colectivo, es el único arma verdaderamente letal para el sistema, el que éste no espera.



La mayoría de las alternativas mencionadas son iniciadas por movimientos sociales y políticos que siguen sus propias dinámicas y estrategias, comportándose políticamente como partidos extraparlamentarios. Propongo una estrategia bien diferente, sostengo que sólo integradas y gobernadas por la asamblea comunal de cada municipio -se corresponda éste con una ciudad o con una comarca rural- dichas iniciativas autogestionarias podrían ser los cimientos de los comunales con los que ir soltando las amarras que nos atan al capitalismo y a las instituciones del Estado. Para reconstruir así la comunidad local.



Las asambleas comunales, como la producción cooperativa o el intercambio de productos y servicios mediante moneda comunitaria, deben nacer con el objetivo de integrar a la mayoría social, cada ciudad debe llegar a tener dos economías y dos gobiernos enfrentados, la economía comunal contra la capitalista, el ayuntamiento del Pueblo contra el ayuntamiento del Estado. Un concejo por cada manzana de casas, integrado por no más de ciento cincuenta vecinos y vecinas, para debatir y proponer presencialmente. Decenas o miles de concejos formando la asamblea comunal, el gobierno autónomo y omnisoberano de cada municipio-ciudad o de cada municipio-comarca. Varios miles o millones de personas formando la asamblea comunal, tomando las decisiones de gobierno sobre las propuestas previamente debatidas en los concejos...Todo ello presupone un proceso de autoformación individual y colectiva, una verdadera “paideia” -en el sentido dado por Takis Fotopoulos en “De la deseducación a la Paideia”-, para el aprendizaje en el enfrentamiento contra el sistema y en la práctica del autogobierno comunal. Porque la democracia no es otra cosa y sólo de aldeas y ciudades autogobernadas podrá surgir la nueva ciudad, radicalmente convivencial y democrática.



A modo de propuesta. Reconsiderar esa obcecada aversión nuestra a la tecnología y a la ciudad.

Somos seres tecnológicos desde el momento que aprendimos a usar un palo y una piedra. La tecnología es inherente a la experiencia y creatividad humanas, como al conocimiento que con el uso de estas capacidades se acrecienta. La tecnología en sí misma no compromete nuestra libertad ni autonomía, sí lo hace determinada tecnología, la desarrollada para el modo de producción capitalista, enfocada a reproducir la acumulación de capital y a lograr que países y poblaciones sean dependientes de esas tecnologías al servicio del poder financiero y estatal. Pero una sociedad no sometida al orden impuesto por capital y Estado, no será necesariamente una sociedad carente de tecnología: no nos cabe en la cabeza. Lo urgente ahora es discernir entre unas y otras tecnologías, centrarnos en la creación y uso de tecnologías paralelas y de sentido contrario a las dominantes, es decir, diseñadas con el propósito de ser útiles a la gente, en beneficio de la autonomía personal y comunitaria.



Algo parecido nos sucede con la ciudad, por la que en buena medida profesamos una aversión no menos sistemática. Entiendo que de la aldea medieval nos vale la referencia de su modelo comunal y convivencial de autogobierno, pero quien piense que podemos detener el tiempo y la historia en aquella aldea está anticipando el fracaso de la revolución pretendida. El único mundo del que disponemos ha seguido poblándose durante los siglos pasados y suponer la posibilidad de que las megalópolis puedan vaciarse de edificios y pobladores, refundando allí comunitarias y democráticas aldeas neourbanas, como suponer una masiva emigración neorural procedente de las grandes urbes es, simplemente, acometer un objetivo imposible siquiera en el plazo de un siglo. De prender, la revolución lo hará en las urbes actuales, sean éstas mínimas como las aldeas, o monstruosamente grandes como las megalópolis, porque de ahí es de donde partimos y porque en ambas seguiremos viviendo por largo tiempo.



Lo urgente ahora es frenar el suicida crecimiento de las grandes urbes y alentar la repoblación de las pequeñas aldeas y ciudades rurales, en tanto vamos construyendo en ambas la nueva y subversiva urbe democrática, que no será ni rural ni urbana, sino ambas cosas a la vez. Porque ambas cosas no son distintas ni contrarias, como lo evidencia nuestra propia experiencia histórica a lo largo de miles de años, al menos durante los transcurridos desde la fundación de Ur hasta hace sólo un par de siglos.



Ya en las cavernas, al abrigo de la intemperie y defensa de las alimañas, tuvo expresión nuestro natural impulso social, pues allí enterramos a los muertos, allí inventamos el arte de representar la naturaleza y la vida con unos trazos de pigmento... y allí, en las cavernas, encontramos la primera inspiración de la arquitectura con la que luego poblaríamos el mundo. Primero en las cavernas y luego en las aldeas, experimentamos las ventajas de la asociación. En la aldea comenzamos a producir el excedente de alimento que daría lugar al trueque de bienes abundantes por otros escasos, en la aldea surgió la primera experiencia de seguridad e intercambio que fundamenta la compleja cooperación social, la que justifica la vida urbana. La aldea, como la antigua caverna, constituían una asociación entre familias para lo más básico, alimento y seguridad, sexualidad y crianza. La domesticación de animales y plantas nos retuvo en los lugares, pero fue en las cavernas y, fundamentalmente, en la urbe-aldea, donde descubrimos las ventajas del aprovisionamiento y de las formas de asociación. La aldea ya era urbe, siempre quiso serlo.



Si Lewis Mumford insiste en la aparición de la aldea, lo hace para reflejar que en su forma más primitiva ya se daban los símbolos y la estructura urbana. La ciudad y la tecnología ya estaban bien presentes en la aldea. Decía Mumford que sólo ahora, cuando los modos de vida están desapareciendo rápidamente en el mundo entero, podemos estimar todo lo que les debe la ciudad en materia de energía vital y crianza amorosa, que hizo posible el desarrollo interior del hombre () de la aldea proceden directamente o por su perfeccionamiento, el granero, el arsenal, la biblioteca, el almacén... la acequia, el canal, el estanque, el foso, el acueducto, el desagüe y la cloaca son también recipientes destinados al transporte automático o al almacenaje... sin todo este amplio margen de invenciones, la ciudad antigua no habría podido adquirir la forma que alcanzó”



La modelación de la tierra precedió y formó parte de la modelación de la ciudad y esa íntima relación es biotécnica, es una vinculación con la tierra que el hombre moderno ha desbaratado con peligro para sí mismo. Vemos la ciudad como resultado de nuestros componentes paleolíticos y neolíticos, la influencia del recolector en la agricultura, del cazador en la defensa de la aldea y la ciudad y vemos en ello, es verdad, los contradictorios orígenes del comercio y la guerra. Con tecnología se afrontaron las sequías, construyendo norias y acequias; fue necesaria una tecnología para construir recipientes de barro que nos permitieran conservar y aprovisionar el grano, con tecnología levantamos murallas en torno a la aldea cuando ésta se hizo muy grande; cierto es que con tecnología prosperó el arte de la guerra y que con ella surgió la explotación y la esclavitud, pero no es verdad que esa fuera la finalidad original de la tecnología, no lo es que la guerra justificara nuestro asentamiento y asociación en cavernas, aldeas y ciudades. Por eso, pienso que rehacernos como seres humanos es hoy un objetivo parejo al de rehacer la comunidad de la urbe original y que no es nada contradictorio. Podemos hacerlo sin prescindir del conocimiento acumulado en nuestra contradictoria, ahora sí, experiencia histórica...y lo haremos con la tecnología apropiada.



Vivimos, en realidad, en un universo estallante de invenciones mecánicas y electrónicas, cuyas partes se alejan con rápido ritmo, cada vez más, de su centro humano y de todo propósito racional y humanamente autónomo. Esta explosión tecnológica ha producido una explosión semejante de la propia ciudad: la ciudad ha estallado esparciendo sus complejos orgánicos”. Las ciudades se han transformado en recipientes de fuerzas orientadas a la destrucción, sirviéndose para ello de todo tipo de destrezas tecnológicas. Pero lo irracional se produjo exteriormente, la constitución de la ciudad fue buena para las sociedades humanas, pero no así su evolución...en términos parecidos se refería Mumford a todas las perversiones del poder, tan ligadas a los avances técnicos y culturales de la civilización. Hoy no podemos aceptar que sólo las comunidades primitivas tuvieran la sabiduría de comprender las limitaciones necesarias para mantener un equilibrio dinámico y ecológico; verdad es que tenían la ventaja de la inocencia, pero nosotros disponemos de la experiencia y el conocimiento de la historia. Lo que sucede es que ahora estamos necesitados, además, de verdadera conciencia sobre nuestra falta de inocencia...y también del propósito de enmienda. Ahora, de lo que se trata es de hacer un camino inverso: de volver al orbe desde el ser urbano, pero “desorbitado” que hoy somos.












Otro siglo de progreso semejante puede causar daños irreparables a la especie humana...Incluso en el caso de que no se recurra a las infames armas nucleares y bacteriológicas que nos amenazan con el exterminio al por mayor, el ser humano histórico, el que vive en un tiempo y un espacio cultural, el que recuerda, prevé y opta, desaparecerá” (Lewis Mumford).



































No hay comentarios: