Páramos de León |
En los años setenta
y ochenta yo visitaba con frecuencia el páramo leonés, donde
ayudaba en las inacabables tareas de una casa hecha a fines de
semana por Leandro, mi suegro, en su tierra, en la que él quería
acabar sus días tras muchos años de ausencias forzadas por la
necesidad de subsistir.
Para él, como para
tanta otra gente que he conocido, ir los fines de semana al páramo
era una vuelta a casa.
Poco a poco empezó
a fascinarme el lugar, aquellas parameras inmensas y deshabitadas
que parecen convocar a la desolación , donde me empezaron a pasar
cosas inauditas; como que los cantos no se desgastaban con el paso
del tiempo y la lluvia, sino que crecían y se multiplicaban; como
que un lobo surgía de la niebla y pasaba tranquilo a nuestro lado
mientras labrábamos la viña en una helada mañana; como aquel
“tomar las diez” en compañía, una jarra de clarete con unas
raspas de queso y un puñado de nueces.
Era un descanso a
esa hora exacta, las diez, un pretexto para ir a la bodega e iniciar
allí conversaciones interminables con quienes habían madrugado y
faenaban en los campos próximos, una especie de filandón a deshora
en torno a un fuego mañanero. Cada mañana se sumaba alguien
distinto, un labrador del pueblo o del vecino, a veces un albañil,
un cartero, un pastor, un familiar que estaba de veraneo...un día me
fijé en que todos vestíamos la misma ropa de faena, un mono azul
mahón, una ropa de taller industrial adoptada por los campesinos.
Que, desde entonces y para mí, simboliza el espíritu
contradictorio del páramo.
Siempre había
alguien que tenía una historia por contar y varios empeñados en
sonsacarle, era un juego para provocar la narración de una historia
que sustentara aquellos encuentros. Verdad es que el vino ayudaba lo
suyo a quien se arrancaba y a quienes escuchábamos. Por lo general,
eran anécdotas sueltas y procaces, relacionadas las más de las
veces con excursiones solteriles a las ciudades próximas, historias
que me producían sentimientos enfrentados, lo bien que aquellos
hombres fabulaban, la risa que provocaban aquellas tristes aventuras
de vidas deslabazadas por años de abandonos y soledades, su sorna y
deslumbramiento ante los adelantos de las ciudades, su desconcierto
cuando decían que allí estaban como sonámbulos y que las mujeres
les ponían “malagusto”.
También tengo que
añadir los desayunos de sopas de ajo, que te calentaban la tripa
recién madrugada y te predisponían al duro trabajo que venía
después. Era un horario exclusivo del páramo, sopas a las seis y
el trabajo más duro hasta tomar las diez, luego un par de horas
en las que rematar la faena de la mañana. Y regreso a la bodega, ya cerca
de las tres, a donde las mujeres habían traído hecha la comida de
casa. Le seguía una larga tertulia con conversaciones bastante más
aseadas, pero no menos entretenidas, que muchas veces eran versiones
libres y edulcoradas de las historias solteriles de la mañana. Sólo
quedaba un trozo de atardecer para acabar el trabajo pendiente y
cenar a lo ligero. En la casa pisábamos para cenar, dormir y
desayunar con sopas. La viña, la bodega y la huerta eran partes
más principales que la casa. Aquellos días yo me acostaba agotado,
con los músculos doloridos por trabajos a los que no estaban hechos.
Y el sueño me sorprendía siempre amontonando las memorias del día
y un tanto “malagusto”.
&&&
Hoy hemos vuelto a
la casa del páramo, cerrada desde la muerte de Leandro, hace más de
un año. Hemos vuelto para desalojar el moho de los armarios y
desahuciar a las arañas, para poner orden en el jardín, expulsar a
las sombras de la casa y ventilar sus estancias. En un descanso
repaso El Norte de Castilla que compramos ayer y encuentro en su
interior una entrevista a Luis Mateo Díez, escritor leonés,
reconocido cronista de la desolación de estos páramos, un
territorio al que él nombra como “Reino de Celama”. Presenta un
libro, “La soledad de los
perdidos”, en el que
describe estos lugares
como “paisaje
humano dominado por la épica del fracaso”. Le
preguntan qúe le llevó a escribir ese libro, dice que “la
situación en la que vivimos me ha empezado a llenar de sensaciones
contradictorias que me han hecho dueño de una realidad que no
controlo, que se me va de las manos, llena como de trampas,
desengaños, emociones contradictorias, confusas... incomodidad. Esta
situación de las cosas que tanto estamos padeciendo en nuestro país,
en Europa, en el planeta, me inclinó a volver a mi mundo con una
fábula que contuviera algunas de estas emociones y que yo pudiera
trasvasar a ese tiempo un poco simbólico en el que se desarrollan
mis historias, esos espacios de las ciudades de sombra. Lo que me
llega de nuestro país, de mi entorno, del mundo en general, me
dotaba de una extraña inseguridad y no sé, no tenía ni la
condición del sueño
ni la de la vigilia, sino un aura de sonámbulo”
Me
sorprenden estas coincidencias,
que frente
al espectáculo del mundo de
hoy el
escritor exprese
un sentimiento
tan
parecido al
estar sonámbulo
de aquellos hombres que
conocí en la bodega, esa
inmensa soledad, ese
“malagusto”.
...”Los perdidos somos los
pobres desgraciados que llevamos una vida en la que sentimos que ya
no entendemos la realidad en la que vivimos porque sentimos que nos
han estafado y estamos perdidos por razones políticas, sociológicas,
históricas. Mirando la totalidad del mundo vemos cómo está
esparcida de una forma tan terrible la desgracia. Los perdidos de
ahora mismo en un país como el nuestro somos quienes construimos
ilusiones de solidaridad, racionalidad y sentido común; y ahora
mismo, en este momento crucial, sabemos que nos han estafado.”
...“Las nuevas tecnologías
nos crean la ficción de vivir más comunicados, pero estamos más
solos que nunca. Las nuevas tecnologías que posibilitan una relación
intensa, una comunicación instantánea, son a la vez instrumentos de
soledad absoluta. Percibir esas conexiones artificiales a través de
un instrumento... no hay sensación más fría y distanciadora, es
como usar, en vez de las bocas que se dan un beso o las manos que se
estrechan, el artificio de poder intentar confesar algo en la
distancia. Hemos construido unas soledades comunicadas, ensimismadas,
yo diría onanistas. La revolución tecnológica es la exaltación
del desencuentro de los cuerpos, es difícil expresar afectos
sustanciales por esas vías, que además tienen el problema de que el
mensaje se trivializa en sí mismo ”
Y me vienen a la
cabeza aquellos días híbridos pasados en el páramo, sin
distinción de trabajo y fiesta, como pespuntes sueltos, islotes de
mi arruinada memoria, tan emparentados con los cien años de
soledades trascurridas en el Macondo universal de García Márquez,
con las paramiegas soledades del reino de Celama o de Región...,por
cierto, “Volverás a Región” fue escrita por Juan Benet junto al
embalse del Porma, de cuyas aguas beben hoy los industriales
maizales del páramo leonés, símbolo transgénico y actualizado
de la aniquilación del mundo campesino, de su programada inmersión
en los pantanos de la historia.
“...Y el pueblo callaba, porque un pueblo acobardado siempre
prefiere la represión a la incertidumbre. Los vecinos, remisos a la
realidad, no advertían a nadie del peligro, se limitaban a subir a
la espadaña de la iglesia del destruído pueblo de El Salvador,
desde donde se divisaba todo el bosque de Mantua, para adivinar el
sacrificio y oir el tiro fatal, sin atreverse a reaccionar”.
Recuerdo
que a poco de descubrir “Volverás a Región” hice un viaje a
“Tras Os Montes” de la mano de otro escritor leonés, Julio
Llamazares, que se había visto enganchado para siempre a la gente
de esa vecina tierra portuguesa, tenida por la más atrasada de la
civilizada Europa. Ese libro es un homenaje a quienes no abandonan el
lugar al que pertenecen, ni a las personas que de allí se vieron
forzados a marchar, decía el autor:
"Me he erigido en defensor de los pobres y de los
olvidados. Esa gente sobre la que nadie escribe".
Ya
regresado del páramo, estos días me he visto impulsado a releer al
poeta leonés Antonio Gamoneda, porque necesitaba tener otra vez esa
experiencia del límite, que surge en las soledades del páramo real
y no en sus metáforas. Dice un pastor de Gamoneda:
“Sobre
la calcificación de las semillas, ante las flores abrasadas y la
desaparición del pensamiento,
tejen
la yerba manos invisibles. Ah, cómo temo su pureza. Veo
lana
sangrienta y, en los alimentos, grasa mortal, cánulas negras y, bajo
ramas inmóviles, cuerdas y sombras y preservativos.
Pero,
¿soy yo quien mira con mis ojos?
Arden
los huesos en el vértigo, oigo la fermentación del rocío: ¿quién
llora bajo los árboles torturados? Veo
las
llagas de la luz, altos patíbulos y serpientes y aceites
industriales bajo los lóbulos de las amapolas.
¿Estoy
yo en mí y peso sobre la tierra? Es extraño.
En
cualquier caso, tengo miedo y los insectos viven en mi corazón”.
Confirmo que, afortunadamente, su poética no es realista, ni
falsamente social. No es un bien de consumo cultural, ni un artilugio
para eludir la realidad, sino la única manera de nombrarla
directamente. Su paramera humana, que hago mía, nos excede como
individuos, al tiempo que nos incluye, es una comunidad tan utópica
como desesperanzada, tan consciente de su deber como del sufrimiento
que conlleva, lúcidamente consciente del vaciamiento existencial que
nos ha sobrevenido:
“Es
la hora de un crepúsculo en día no señalado. La visión de las
techumbres enrojecidas es inseparable del color tardío de la ciudad
soñada. Mi vida se resuelve en la vida de la ciudad. Una herencia
deslumbrada se entreteje con mis recuerdos; hay un poder comunal
cuyos límites son bordes y fisuras de mis propios límites.
Crece
la ciudad sobre los pastos invernales. Hacia los terraplenes del
Torío, crece sobre las huellas del pastor. Los agrimensores alzan
monedas cuyas leyendas fueron borradas por el óxido, tégulas
abandonadas por las legiones de Galba, campanillas azules como las
venas bajo una piel amada.
Desde
las carbonerías, la pobreza asciende a los edificios aptos para la
proclamación del suicidio y los arroyos retroceden como las víboras
ante el incendio. Es la pasión de las inmobiliarias. Como un monte,
la melancolía crece en los pastos invernales”.
La
belleza brota de esa consciencia, produciendo sólo aparentes
contradicciones entre amor y sufrimiento, por eso Gamoneda cita a
Simone Weil al inicio de su Blues castellano: “la desgracia de
los otros entró en mi carne”. Para
padecer con el otro y
amarlo al mismo tiempo, para llegar a ser el otro y ser así uno
mismo:
“Entré
en la casa y me quité el abrigo/ para que mis amigos no supieran/
cuánto frío tenían”, “me crece / un ansia de llamar a Dios
hermano”, “vamos juntos atravesando la tierra”...“algo
que une / más que la sangre y la amistad”
Y el
poeta nos ha dicho exactamente la dimensión de esa certeza, belleza,
verbo hecho carne:
“Cuerpo,
origen de la luz. Transparentado, velado por la piel, se adivina un
resplandor. Lo deseamos como deseamos ese cuerpo. Es la promesa
antigua, irrenunciable” (De La luz debajo de tu piel)
Macondo
fue destruido por un ciclón en un sólo día y con el pueblo murió
el último descendiente de la familia Buendía, pero el ciclón que
arrasa los reales mundos campesinos es algo más lento, viene
sucediendo de antíguo y aún sucede cada día en todos los
continentes. No es la única razón por la que quisiera volver al
páramo, pero ahora me es suficiente. Por intentar habitarlo y
a sabiendas de que allí me voy a sentir “malagusto”.
2 comentarios:
Tengo que decir que mis recuerdos del páramo pasan más por la laguna de las ranas, las incursiones prohibidas a la bodega de "las Niñas" los arenques de barril y el bacalao seco (el abuelo Leandrosiempre tenía un trocito escondido para compartirlo conmigo)
Lo mejor del páramo, el color del cielo cuando hay tormenta, contrastando con el color paja de los campos antes de la cosecha...
Gracias, Mayuca, por enriquecer esa memoria del páramo.
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