Antes del 15 de mayo de 2011, yo tenía una posición de izquierdas y
posibilista; siempre fui reacio a encuadrarme en ninguna organización política
y, no obstante, siempre que me lo han pedido he colaborado, incluso formando
parte de listas electorales; por ejemplo, he sido candidato de la CGT en elecciones
sindicales y también he participado en elecciones locales, tanto con el PSOE como
con Izquierda Unida. Hasta el estallido de la crisis y el surgimiento del 15M
no veía posibilidad alguna de ganar terreno al poder, más que apoyando
las luchas reivindicativas, junto al conjunto de la izquierda política, por
reformistas que me parecieran. Hasta entonces, aún manteniendo mi visión más o
menos autónoma y libertaria, no podía concebir otra dirección más efectiva para
avanzar hacia el socialismo, aunque fuera poco a poco. Era todo lo que se podía
hacer, lo único que me parecía posible. Tan descomunal me parecía –y me parece-
la ventaja del poder, que cualquier pequeño avance, incluso cualquier
no-retroceso, contaba con mi apoyo incondicional.
Al estallar la crisis, durante el gobierno del PSOE, mi fe incondicional
se vino abajo y me empujó a acudir a la manifestación del 15 de mayo de 2011 en
Valladolid, al tiempo que mucha gente tomaba la plaza del Sol en Madrid,
impulsada por idéntica frustración e indignación. En la comarca rural en la que
vivo surgió inmediatamente un movimiento expontáneo de apoyo a la acampada de
Madrid, de tal modo que casi cien personas constituímos en Aguilar de Campoo
(Palencia) la asamblea local del 15M. Como estaba sentenciado, el PP ganó las
elecciones, sin que el 15M consiguiera alterar el resultado que los indignados esperábamos.
Estuvimos activos durante algo más de un año, viendo cómo el movimiento
se debilitaba poco a poco a nivel general, al mismo ritmo que, proporcionalmente,
lo hacía nuestra pequeña asamblea local. Aquella decadencia progresiva nos desanimaba,
al tiempo que excitaba nuestro impulso activista; comprobé entonces que la
necesidad de reflexión era mayoritariamente negada a favor de un activismo
compulsivo, en el que yo mismo participaba con lealtad a los acuerdos de
nuestra menguante asamblea.
Utilicé aquellos meses para realizar una profunda reflexión acerca de la
crisis, de mis propias convicciones políticas y de la propia evolución del movimiento
15M. Quise construir mi propio diagnóstico en medio de tanta confusión y, por
entonces, resultaron claves muchas lecturas y relecturas y, sobre todo, el
mucho tiempo dedicado a la reflexión. Me resultó trascendental descubrir el
pensamiento de Takis Fotopoulos, filósofo y activista griego, impulsor del
paradigma de la democracia inclusiva, porque su diagnóstico sobre la crisis me
ayudó decisivamente a elaborar mi propia interpretación, la que yo quería hacer
a partir de una mirada integral,
superadora de la visión economicista que caracteriza a la izquierda tradicional,
heredada de su tradición más marxista y menos libertaria. Esa visión integral, renovada
y actualizada del socialismo libertario, que yo conceptúo como resignificación revolucionaria de la
democracia, no podía sino enfrentarse radicalmente a la falsificación que hemos
conceptuado como democracia parlamentaria o representativa.
Cuestionar al estado y al capital como un par inseparable, sustancial y constituyente del poder global dominante, analizar los errores
estratégicos cometidos por la izquierda estatista, la única realmente existente,
me ayudó a comprender las razones de tanto error, las que explican el definitivo
fracaso histórico de la izquierda. La misma sociedad que soporta las
condiciones impuestas por el estado-capital, al mismo tiempo se haya sometida
al pensamiento y estrategia de esa izquierda cómplice y fracasada, dirigida por élites que tomaron el rol directivo del socialismo, planteando la competencia con el capitalismo a
partir de idénticos principios economicistas y de su misma estrategia, fundada
en la concentración del poder y en el crecentismo. Esa colaboración ha
potenciado el pensamiento único y está aniquilando las cualidades humanas, ayudando
a transformar nuestro mundo en forma deshumanizadora y destructiva.
Dispongo ahora de mejores herramientas para el pensamiento libre y abierto,
que me lleva a ver la revolución como un deber, como una obligación moral
inexcusable y que me reconstruye como ser humano. No sigo dogma alguno ni tengo
un programa acabado, ni creo que ello sea necesario. Al contrario, ahora
creo que “los agentes históricos, al conquistar su autoemancipación colectiva
elegirán los rumbos y la forma de la nueva sociedad”, como dijera Florestan
Fernandes, el sociólogo brasileño.
Me hubiera gustado tener algunos años menos, algunas fuerzas más, en estos tiempos en que me veo
rodeado de tantos jóvenes que han renunciado a cambiar el mundo, o que han
banalizado la idea de revolución. Acompaño y aprendo de Félix Rodrigo Mora en
su reflexión acerca del carácter moral y épico de la revolución; gracias a él
he comprendido que la revolución es necesaria aunque no fuera posible llevarla
a cabo, que el hecho de intentarla nos mejora como seres humanos, nos ayuda a
recuperar las cualidades que nos son propias y de las que hemos sido
desahuciados. Me ha costado demasiado tiempo comprenderlo, pero ahora sé que
siendo culpables quienes tienen el poder, eso no mengua la responsabilidad del
resto, ni siquiera la de los más oprimidos.
Nunca, como ahora, he tenido más claro el sentido convivencial de la
vida y, paradójicamente, nunca como ahora me he sentido tan sólo. A mi
alrededor, casi nadie quiere hablar de lo que está ocurriendo, me encuentro por
todas partes a amigos, compañeros y gentes que rehuyen hablar de “la cosa”, ocupados
en sobrevivir, esperando a que pase la crisis como si de una tormenta se
tratase. No es sólo miedo, tampoco lo
explica la sola resignación, creo que existe un resorte primitivo que impulsa a la huida cuando la situación parece inevitable, que nos
empuja erróneamente a seguir la dirección de la tormenta. Es una huida que
encuentra consuelo en un sucedáneo de la alegría, eso que algunos llaman “felicismo”, que busca la satisfacción inmediata
en lo pequeño, en lo superfluo y banal, donde hallar consuelo y abrigo en medio
de la tormenta que nos asola.
Más que la propia tormenta, a mí me asola esta falta de comunicación, también
de conversación y compañía, esta ausencia de comunidad; y, si bien procuro
extraer fortaleza de ello, hay días como hoy en los que siento una punzada que
me llega a los entresijos y cuando me asalta este dolor, procuro recordar la
estrategia del bisonte, que cuando es sorprendido por la tormenta, no corre
huyendo para tratar de evitarla, sino que la acomete de frente. De su milenaria
experiencia en tormentas, debieron aprender los bisontes que la mejor
estrategia es superarlas avanzando en su contra.
Hoy comprendo también que, aún peor que la tormenta, es la inmensa extensión
de la soledad impuesta, de la vida errónea que llevamos, de la que no somos del
todo inocentes.
2 comentarios:
Un abrazo desde regiones barcelonesas, compañero.
Que sea ese tipo de gesto, aquí "virtual", que sale de la honda voluntad fraternal de darnos compañía los unos a los otros y afrontar la soledad y la existencia. Ya sea entre hombres y hombres, mujeres y mujeres, mujeres y hombres. Ya sean las que sea las edades.
Tus relatos, aportaciones son valiosas e inspiradoras, y no las olvidaremos.
Larga vida al proyecto revolucionario, muera la explotación.
Hubo un día, triste, que no tuve más remedio que reconocerme a mí misma que con quien mejor dialogaba, discutía y era derrotada muchas veces era con los libros, mis amigos de papel.
Habría preferido que fuera con mis amigos de carne.
Vamos a por la tormenta, vale?
bss
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