viernes, 19 de octubre de 2012

EL NACIONALISMO Y EL ESTADO DE LAS HETERONOMÍAS

Manifestación independentista en Barcelona (2012)


Los nacionalismos se llevan mal entre ellos, sobre todo porque su sustancia se alimenta de establecer la identidad de unos a partir de la diferencia con los otros. Asistimos en la actualidad a la descomposición del mal llamado estado de las autonomías, a partir de la polémica que ha organizado el presidente de la Generalitat, Artur Más, acerca de la voluntad soberanista de la nación catalana. El  nefasto ministro de Justicia, señor Gallardón, ha sentenciado al respecto: “España no puede pensarse a sí misma sin Cataluña y, por tanto, la independencia de Cataluña significaría la destrucción de España”.

El regimen español  adopta la definición de estado autonómico,  de modo tan impropio como cuando se autodenomina estado democrático. Autonomía significa carencia de intermediación y dominio, algo imposible en un regimen estatal, por muy republicano que fuera, que no es el caso; algo totalmente imposible en el contexto de una organización social basada en los principios de jerarquía y desigualdad social, económica y política. El  propio concepto de estado es, pues, incompatible con el de autonomía y, por supuesto, con el de democracia, ya que sólo podemos concebir racionalmente la democracia como sistema de organización en el que la comunidad se instituye a sí misma y en el que el poder, en todas sus facetas, se haya distribuido en condiciones de igualdad. Así pues, hablando con propiedad, el estado español es un estado heterónomo y oligárquico. Nada de autonómico, nada de democrático.

El filósofo Avishai Margalit, en su libro "La Ética de la Memoria" (2002) discute el papel principal de la memoria en formar naciones: "la nación se ha definido como una sociedad que alimenta un embuste sobre los ancestros y comparte un odio común por los vecinos; por lo tanto, la necesidad de mantener una nación se basa en memorias falsas y el odio a todo aquél que no lo comparte."
Personalmente, tengo escaso interés por esta exageración tan compartida por quienes sistemáticamente se oponen al nacionalismo, desde posiciones generalmente no menos nacionalistas. De Margalit me interesa mucho más la reflexión que hizo en su primer libro  (“La sociedad decente”), en el que viene a decir  que “no es la justicia lo que nos lleva a la política, sino la injusticia, la evitación del mal en lugar de la búsqueda del bien”. Eso, digo yo, será en primera instancia, lo que es perfectamente compatible  con la búsqueda del bien común, que desde mi punto de vista tiene fundamento racional y alcance universal, tan alejado de la narrativa identitaria de los nacionalismos como del  corrosivo relativismo postmoderno.

Con todo, el elemento imaginario o creativo en la historia, tiene más importancia que cualquier tipo de patrón evolutivo en la organización política. Castoriadis  así lo expresa cuando dice que “la democracia y la filosofía no son el resultado de las tendencias naturales o espontáneas de la sociedad y la historia, porque  ellas mismas son creaciones y suponen una ruptura radical con el estado previamente establecido de las cosas. Ambas son aspectos del proyecto de autonomía de los individuos y sus comunidades... los griegos, en los siglos VI y V, ya tenían muy claro que las  instituciones y las representaciones pertenecen al nomos y no a la physis, que son creaciones humanas, no dadas por la Naturaleza, ni por Dios".

Una visión de la historia basada en un patrón evolutivo no puede explicar por qué un similar movimiento de las tribus a las ciudades, en muchas partes del mundo ha dado lugar, por un lado, a la democracia ateniense clásica y, por otro, a una variedad de formas de organización política oligárquicas, cuando no despóticas. La actual democracia parlamentaria no puede de ninguna manera considerarse como una etapa en el desarrollo evolutivo de la democracia. Esto es evidente cuando consideramos que en la experiencia de los últimos dos siglos se ha demostrado que la democracia parlamentaria, si se convierte en algo, es en una mayor concentración del poder político en manos de élites de políticos profesionales, tanto a nivel nacional como supranacional.
De la misma manera, la economía de mercado no constituyen una especie de etapa en el desarrollo evolutivo de la democracia económica. Lo dicho anteriormente, tomado del pensamiento de Takis Fotopoulos, viene a concluir en su argumentada idea de que la actual economía de mercado representa un paso definitivo hacia atrás en comparación con las economías socialmente controladas en las ciudades libres medievales. La única evolución observable acerca de la economía de mercado nos devuelve a la certeza de que  evoluciona hacia una mayor concentración del poder económico y no hay perspectiva alguna de que alguna vez pudiera conducirnos  al cambio cualitativo hacia una democracia económica.

Así, pues, nada bueno podemos esperar de la evolución del actual sistema de poder globalizado, formalmente apoyado sobre  la estructura  política auxiliar de los estados nacionales, configurados como “oligarquías” parlamentarias, por mucho que nos repitan que son  “democracias”. Fue la aparición del estado-nación la que desempeñó un papel crucial en la creación de las condiciones para la "nacionalización" de los mercados, lo que vino a significar el principio de la deslocalización productiva y comercial de los mismos, así como de la liberación de su control social: justo las dos condiciones fundamentales  para el proyecto capitalista de mercantilización global. El surgimiento del Estado-nación, que se desarrolló a partir de su forma absolutista -a finales de la Edad Media hasta su actual forma “democrática”- condujo a la creación del perfecto complemento político de la economía de mercado, al simulacro de la democracia representativa.

El proyecto de Democracia no sólo es comprensible como estructura que institucionaliza la distribución igualitaria del poder, sino también como un proceso de autoinstitución social, en cuyo contexto la política constituye una expresión de autonomía, tanto individual como social. En ese contexto, de pensamiento racionalista y democrático, la Democracia no puede justificarse como una apelación a tendencias objetivas con respeto a la evolución natural, social o histórica, sino como una apelación a la razón (en términos de logon didonai, dar cuenta mediante la razón), que niega explícitamente la idea de cualquier “direccionalidad” del cambio social.

Coincido con David de Ugarte cuando afirma que “el mundo contemporáneo se construyó sobre la contradicción entre el presupuesto universalista de la razón y la lógica interesadamente diferenciadora del nacionalismo. El resultado fue una definición de lo nacional como una excepción permanente. …Al final, el Estado necesita, especialmente en tiempos de crisis, escorar la balanza hacia el nacionalismo y la exclusión”. Pero disiento cuando a continuación dice “claro, que tampoco significa que el universalismo sea una alternativa y ni siquiera un aporte… por ejemplo, si el universalista descubre la democracia económica y piensa  que es positiva, inmediatamente pasa a pensarla como sistema social global y mira al estado como la herramienta para convertirla en hegemónica”. Sin duda, cuando afirma ésto último, él tiene afincada en su memoria la imagen “universalista”  del sistema soviético, olvidando, quizá interesadamente, que el sistema capitalista, hoy vigente y hegemónico, tiene idéntico comportamiento.

Por otra parte, dice el investigador Craig Calhoun, especializado en el estudio del nacionalismo, que éste “es una retórica para hablar sobre demasiadas cosas diferentes, como para que pueda ser explicado por una sola teoría.”
Otro prestigioso experto en el tema, Ernest Gellner,  define el nacionalismo como “un principio político que mantiene que la cultura común es el lazo social básico”, lo cual no implica que ese principio político haya sido eterno. Con una de sus típicas frases lapidarias, Gellner afirma que “la cultura y la organización social son perennes, los estados y el nacionalismo no”. Según este investigador, el “principio nacional” está necesariamente ligado al periodo de la sociedad moderna-industrial, cuyo funcionamiento sólo fue posible a partir de una notable homogeneidad cultural estatal, o al menos centralizadora.

Para Benedict Anderson, el concepto de “nación” es una creación cultural de “comunidades imaginadas”, de un tipo sólo posible con la expansión durante el siglo XVIII de una nueva mentalidad en torno a  “una comunidad política imaginada, como inherentemente limitada y soberana”; según Anderson, lo que hizo imaginables las nuevas naciones, es decir, lo que las hizo representables y actuables a un tiempo, fue una “casi fortuita pero explosiva interacción entre un sistema de producción (el capitalismo), una tecnología de comunicación (la imprenta)  y la fatalidad de la diversidad lingüística humana”.
Para Hobsbawm, como para otros muchos investigadores, el nacionalismo es anterior a las naciones, lo que significa la existencia histórica de un trabajo ideológico y social, que no se limita a organizar un movimiento nacionalista, sino que construye la propia nación que tiene por objeto.

La identidad nacionalista es uno de los principales temas que ocupa a las últimas investigaciones. Si seguimos a Anthony Giddens, las “transformaciones de la auto-identidad y la globalización, (...) son los dos polos de la dialéctica de lo local y lo global en las condiciones de la modernidad tardía”. El nacionalismo es, por tanto, un problema de la modernidad y puede ser descrito como una forma moderna de construir la identidad individual. Para Giddens la identidad es un problema de los tiempos modernos, o mejor dicho, sólo en los tiempos modernos se llega a ver la identidad como un problema.
Michael Billig, basándose sobre todo en la sociedad norteamericana  contemporánea, ha mostrado en qué forma la identidad se sostiene sobre un “nacionalismo banal”, de los colores nacionales en bolsas de plástico, de los mapas del tiempo, de la melodía del telediario...y, añado yo, de los  espectáculos  deportivo-patrióticos.

Y, concluyendo, el hecho de que la fabricación de mitos y tradiciones haya sido tan similar para el conjunto de las naciones europeas (incluyendo también a EEUU), sirve como corroboración del lazo común, no sólo de las culturas europeas, sino del propio origen del nacionalismo.
Pero lo más cierto de todo es que, con un nuevo estado catalán  o sin él, las élites que concentran el poder social, económico y político (tanto en España como en Cataluña)  van a seguir controlando los  respectivos estados y heteronomías, y  nosotros, los ciudadanos que sí queremos ser autónomos, tendremos que seguir pensando, igual que ahora, en cómo librarnos de ellos.

1 comentario:

Dickens dijo...

Un análisis bastante profundo de la cuestión ... A años luz de la capacidad real de la gran masa de comprender que, por tanto, su individualidad (de tener algo) cuenta poco para la nación más allá del someterla a su homogenizazión.

Dios nos libre de nacional-nacionalistas.