Ayer
escuché en la radio una tertulia en torno a la edad legal para mantener
relaciones sexuales, suscitada a raíz del reciente y desgraciado suceso en el que fue
asesinada una niña de trece años que mantenía relaciones con quien luego resultó ser su asesino, un hombre de cuarenta
años, que se suicidaría tras ser acosado por las fuerzas del orden. Todos los
tertulianos coincidían en el diagnóstico, afirmando que las leyes regulatorias de
la edad “legal” son contradictorias e incoherentes y que todas las soluciones
pasan por la educación, por educar en la responsabilidad.
También
recientemente he vivido otra polémica, ésta vez en directo, en torno al debate
sobre la educación, provocado por la película argentina “La educación
prohibida”, proyectada aquí, en mi comarca, como en medio mundo, gracias a una
exitosa operación de marketing a través de Internet, organizada por el grupo argentino de la New Age que ha producido la película. Aunque, a priori, pudiera parecer que las dos cuestiones
nada tienen que ver entre sí, yo pienso que sí lo tienen y trataré de explicarlo.
Ambas
polémicas tienen en común la coincidencia en torno al concepto de educar en la responsabilidad,
pero ambas adolecen del mismo fallo cuando ignoran que sólo alguien que es
autónomo en sus decisiones puede ser plenamente responsable.
En
el caso de la primera cuestión, acerca de la edad legal de los menores, los
tertulianos de radio nacional, además de obviar la estructura
jerárquica de la sociedad tanto como los seguidores de la New Age, recurrían a
la necesidad de recuperar los valores tradicionales del esfuerzo competitivo y
del respeto sumiso a la autoridad de padres y maestros, ignorando que la
responsabilidad se aprende y ejercita mediante la autonomía personal y no a
través de la sumisión. ¿Cómo puede el Estado educar en la autonomía y la
responsabilidad, cuando ello cuestionaría sus propios cimientos, asentados
precisamente sobre la sumisión de los
ciudadanos?
Si
la niña asesinada no era autónoma, si no se valía por sí misma, si no estaba
educada en la responsabilidad de sus propios actos, parece evidente que sus padres son
los responsables de sus peligrosas relaciones sexuales, con independencia de la
edad que tuviera antes de morir asesinada; también es evidente que de su violenta muerte el único
responsable es el asesino.
En
el caso de la película “La educación prohibida”, producto del pensamiento de “New Age” (Nueva Era o Era de Acuario), la ignorancia de su mensaje (a pesar de poner cierto énfasis en la autonomía personal durante el proceso educativo)
reside en obviar la existencia de un medio social estructurado de una determinada
forma, orientada a reproducir su propia estructura a través de múltiples
mecanismos jerárquicos, que generan el dominio de unos individuos sobre otros,
un dominio que, a su vez, es generador de sumisión y dependencia. Los de la New Age
creen que el amor mueve el mundo y que cuando el amor impere en los corazones
individuales, el mundo será mucho mejor. Ellos ignoran que la educación es uno
de esos mecanismos de reproducción jerárquica, uno de los más potentes, por lo
que cuando plantean una educación alternativa ignorando las condiciones reales
del medio social, político, económico, cultural y ecológico en el que sucede la
educación es, cuando menos, una quimera sin fundamento racional, que en nada
contribuye a educar en la autonomía de las personas y, mucho menos, a frenar la reproducción del
sistema capitalista hegemónico que, por su propia supervivencia, siempre
impedirá cualquier modelo educativo basado en dicho principio.
La
autonomía personal es un privilegio del que disfruta una minoría, la que acapara
o se beneficia del poder resultante de la dominación
ejercida sobre una mayoría social sumisa al sistema. Cuando la supervivencia
física de la inmensa mayoría de las personas depende de una economía de
mercado que les obliga a vender su
fuerza de trabajo a la minoría que concentra y acapara la propiedad de los
recursos naturales y productivos, la precariedad vital de la mayoría
dependiente está asegurada y, por tanto, su autonomía personal y colectiva resulta imposible.
En
una organización política formalmente separada de la económica, pero
esencialmente subsidiaria de la misma, en un sistema de “democracia
representativa” en el que la
participación política de la inmensa mayoría de las personas se limita a delegar su responsabilidad personal
en una minoría “representante” que concentra todo el poder político, resulta coherente la dependencia del poder político al
económico y, más aún , su plena identificación institucional en el Estado.
Esta delegación de responsabilidad por
parte de la mayoría social es la que presta legitimidad a quienes detentan el
poder en cualquiera de sus manifestaciones, contribuyendo a perpetuar la
hegemonía de un sistema que, de este modo, produce individuos débiles y
dependientes, carentes de toda autonomía personal y colectiva.
Entonces y a la vista de esa realidad, ¿es que la inmensa mayoría de la sociedad acepta
ser dependiente y rechaza ser autónoma?... yo creo que no, lo que sucede es que
la mayoría ha sido educada para la sumisión, para ser responsables sólo de su
propios logros y carencias individuales, nunca responsables de los asuntos
sociales que, por cierto, son la mayor parte de los que conciernen a la vida
humana. Esta falta de responsabilidad social lleva al individuo a ser apolítico e, incluso, asocial, a echar la culpa de lo que le
sucede a quienes nos gobiernan, a quienes nos dan empleo y a quienes nos educan.
Nos han dicho que para eso les pagamos y nos han convencido de ello. Eso es lo
que conocemos como el Estado, convertido así en “la realidad”, inamovible e
incuestionable.
Sin
duda, la verdadera democracia tiene que
ser “otro estado” diferente, exactamente todo lo contrario, un estado de las
cosas en el que sea posible la autonomía personal, en el que cada uno de los
ciudadanos seamos plenamente
responsables, tanto de nuestras propias vidas como de aquello que compartimos
socialmente, que es casi todo. Y eso sólo puede suceder si el poder, en todas
sus manifestaciones, es distribuido y no concentrado. Cuando ya no tengamos
coartada para seguir haciendo dejación de nuestra responsabilidad, cuando no
haya propietarios de los que dependa nuestra subsistencia, ni clase política
que nos represente, cuando no exista ningún Estado a quien echar la culpa de
nuestras miserias individuales y colectivas. Sólo entonces, sabremos que vivimos en democracia. Por todo eso, en este momento, otra educación no sólo
está prohibida, sino que, además, es imposible.
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