¿Qué
esperar en tiempos de fragmentación social
y crisis sistémica acelerada?
...A veces me alegro de ser tan viejo, porque
así no tendré que ver lo que
verán mis hijos y mis
nietos en los próximos
años. A veces siento
un inmenso cansancio, lo siento sobre todo cuando me
paro a reflexionar en el inmediato
futuro, a
cuyo desenlace yo no
asistiré.
Pero
la vida me puede, y como un
sísifo penitente
vuelvo cada mañana a pensar futuros posibles... y ya
quisiera yo que la
fatiga de vivir, como
dice Byung Chul Han en su libro “La sociedad del cansancio”,
fuera
un “amable desarme
del yo”.
Pase
lo que pase en las legislativas francesas
de junio, en las que lo
más previsible
será una república ingobernable, dará igual para la marcha que siguen
todas las francias de este
mundo, donde lo único que por
ahora podría mejorar es
esa ilusión de las masas por la “igualdad republicana” que
esperan recibir de
una república propia y exclusiva, un estado protector
que proteja
y amamante solo a los propios nativos y patriotas, los desocupados y la pequeña burguesía, antes que a nadie.
En
el bando de la ira, protagonista de las elecciones francesas, como
de tantas otras, no solo
se sienten
incluidos los perdedores de la globalización neoliberal,
también los capitales
nacionales y las clases medias precarizadas tienen
su alma
patriotera, cuando de
lo que se trata es de
hacer balance contable.
Ellos y ellas
también necesitan del estado protector para recomponer sus cuentas,
su propio derecho a la acumulación de capital y
al consumo. Y
es esta suma de patrióticas
ilusiones e
intereses la que en
volandas llevará
al gobierno de la
República
a estas
masas, de
la mano de
las corporaciones nativas,
igualmente poseídas
por la ira contra la
globalización neoliberal.
Calculo que durará
poco más de una década, la del Gran Reajuste global,
energético y financiero.
Pero
será, me temo, al precio de muchos
millones de muertes
voluntarias
y de otras contabilizadas
como efectos colaterales,
porque el saldo final
tendrá un inevitable
coste demográfico,
de millones
de vidas “sobrantes” durante al
menos una década de guerras
generalizadas,
entre capitales,
entre repúblicas
y monarquías
estatales,
y entre sus bloques.
Lo de Francia, como lo
de Ucrania, me parece
solo un ensayo
anticipador de la
década que viene, ese
gran reajuste de cuentas.
Sin
embargo, de toda catástrofe se puede esperar un reequilibrio de
resultado impredecible y
cierto es que también
cabe una remota
esperanza. Porque la materia
de lo social tiene
mucho de magma geológico, que
evoluciona lenta pero
imprevisiblemente (como la
lava que nutre a los
volcanes) pero que
por algún sitio
acaba por reventar, construyendo
al exterior relieves
nuevos, mundos
radicalmente diferentes.Tengo
la hipótesis de que por debajo de las noticias y de las novedades
tecnológicas,
en lo profundo de la historia de las sociedades humanas, desde hace
al menos diez mil años viene cociéndose un magma de mentalidades
contradictorias, cuyos componentes esenciales son la propiedad, el
poder y el amor por la vida.Y tengo la intuición (nada que
pudiera parecerse a la
pretenciosa exactitud de las ciencias), de que esas contradicciones
están a punto de reventar. Y
el amor por la vida es, sin duda, el componente magmático más
impredecible, la parte más díscola y contraria a la ley de la
entropía, el más resistente a la sentencia de descomposición que
pesa sobre la Materia, sobre el futuro de éste y de todos los mundos que
pudieran existir.
Somos
la especie con más posibilidades de sobrevivir a sus límites
materiales, entrópicos, somos los únicos depredadores que en
potencia tenemos el conocimiento que puede realimentar
el ciclo de la energía vital por tiempo indefinido. A
diferencia del resto de las especies, los
humanos sabemos cómo cuidar
la diversidad y el equilibrio ecológico de la biosfera, sabemos cómo
nutrir la Tierra
sin agotarla, para
que siga siendo fértil y nos siga alimentando, al
igual que sabemos que
la energía del sol, del agua, la del viento y la geotérmica, pueden
seguir moviendo por tiempo ilimitado los molinos, que es lo que son, al
cabo, todos los motores
que nos sirven para producir la energía extra que necesitamos, para que
nuestra especie siga sobreviviendo y reproduciéndose en un mundo limitado, éste: apenas
un resto del magma original, en un rincón de las galaxias.
No
todo está perdido a pesar de los malos precedentes y de
los pésimos augurios.
Pensemos que las sociedades humanas, aunque nos parezca que su
historia, al menos durante los últimos
milenios, viene siendo determinada exclusivamente
por la Propiedad
y el Poder,
pensemos que sin la fuerza convivencial, subterránea
y equilibradora del
amor por la vida,
ni siquiera hubieran
sido posibles estos pocos
miles de años, dada la potencia destructora de esa
perversa alianza
histórica entre la Propiedad
y el Poder (hoy
actualizadas como
capitalismo y estado).
Hace tiempo que hubiéramos desaparecido si no fuera porque en el
sustrato de nuestras sociedades vienen
operando
también las
fuerzas cotidianas y
domésticas del amor
por la vida, el gusto
por convivir entre nosotros y con la naturaleza de la que somos
parte, esa inclinación natural por cuidar de los
“otros”,
de la tierra
y de la misma vida, por
aquello que le otorga
sentido a nuestra existencia,
como a la
del
planeta mínimo que
habitamos, perdido en
el silencioso confín
de las esferas
celestes.
Este
deseo mío pudiera parecer ilusorio - y reconozco
que lo es en cierta
medida - pero me atrevo a discutir que tiene mayor fundamento
material
que todas las ilusiones fundadas en la abstracta
fe religiosa profesada
por las
ciencias prometeicas de la Propiedad y el Estado, sencillamente
porque éstas
chocan
con la realidad material
de un mundo limitado.
Soy bien consciente de
que esas fuerzas aliadas, las de la Propiedad y del Estado, no pueden ser
diluidas fácilmente; tengo muy claro que la propia libertad, el
imprevisible constituyente del ser humano, alimenta sin cesar tanto
la conducta dirigida hacia el bien como la orientada hacia el mal. Mi esperanza
opera a favor de un cambio radical en la correlación de fuerzas,
para que el mal común pase a la oposición, que
no pueda legislar ni gobernar, que se
quede en su lugar, la
disidencia o la
delincuencia, como
excepción y minoría,
hasta el fin de los
tiempos. Y no
como ahora, que ordena
y manda con el voto o
la abstención de la
mayoría de la sociedad, contaminada por una
tradición histórica
de miles de años, de
amaestrada costumbre social, moral por la que hoy, todavía, esclavos y
señores, poseedores y desposeídos, siguen compartiendo un
mismo deseo de apresar el mundo y la vida para
sí,
la misma mentalidad depredadora y propietarista.
Yo
sueño otro modo de trascendencia real,
material, que proviene del combate contra el mal que
gobierna
este mundo, no de la falsa paz de los vencidos, no de una falsa
esperanza en el favor de dioses que solo existen en nuestra
imaginación fantástica y
en la literatura religiosa. Este
combate, por sí mismo nos acerca a la perfección evolutiva del ser
convivencial y trascendente que queremos ser cada uno y en conjunto.
Tras el combate sí creo que
será
posible sentir una
fatiga reconciliadora al final de cada batalla y de la propia vida, ese
cansancio amable al que me refería al principio, tras haber
desarmado a nuestro yo propietario, exclusivo y dominante.
Sueño un mundo aldeano real, no una virtual aldea global, no la representación
teatral de una ilusoria asamblea, sea estatal o global, sino muchas asambleas
democráticas, comunitarias y convivenciales,
mancomunadas y confederadas en red, plurales, presenciales
y soberanas de verdad, donde cada individuo sea
lo más importante para la comunidad y ésta lo más importante para
cada
individuo. Donde
ética y ecología, economía y política, no sean ciencias estancas,
como hoy lo son
la física y la sociología, las matemáticas o la filosofía...una
vida donde la ciencia y
el arte no tengan tapias de por medio. No
se trata de cumplir la prometeica promesa de poseer la Tierra y la Sabiduría, sino de compartir el uso de los comunales universales, que no siendo propiedad
de nadie, pertenecen
al uso del Común humano. No
se trata solo de cambiar o mejorar el Sistema,
eso sería casi nada, se trata de construir
otra forma de
vivir, radicalmente dedicada a con-vivir, cuidando
la tierra madre y la
vida toda.
De
ahí que lo de Francia y Ucrania no pasaría
de ser una mala
noticia pasajera, pero una más, si no fuera por las muertes que la
"ilustran" y que momentáneamente acaparan los titulares de celulares,
periódicos y televisores...aunque
en la memoria histórica de ambas batallas, electoral y territorial, solo
acaben trascendiendo los daños económicos al capital y a los
salarios, junto a las ganancias o menguas en las respectivas
fronteras estatales, ideológicas y territoriales. Nótese que no son
batallas entre pueblos, que
éstos se reparten a uno y otro lado del territorio a defender o a
conquistar, nótese que
en Francia y en Ucrania lo que se libra es una batalla territorial,
ideológica, militar
y comercial, interna al Sistema, entre
facciones igualmente
estatales y capitalistas. Y
tómese nota.