Los
hombres pueden ser tan provincianos en el tiempo como en el espacio.
Podemos preguntarnos si la mentalidad científica del mundo moderno
no es un ejemplo de tal limitación provinciana. (Alfred North
Whitehead, 1861-1947)
El
término hermenéutica expresaba originalmente la comprensión y
explicación de una sentencia oscura y enigmática de los dioses u
oráculo,
que precisaba una interpretación correcta. Ya
en el siglo XX, Martin
Heidegger,
en su análisis de la comprensión, afirmaba
que, cualquiera que sea, presenta una estructura circular: “toda
interpretación, para producir comprensión, debe ya tener
comprendido lo que va a interpretar”. El
sociólogo Max Weber se ocupó también del desarrollo de este
concepto.
Heidegger
afirmaba
que “existir
es comprender”, con
lo que la cuestión deja de estar centrada en la interpretación para
estarlo en la comprensión: “un modo de ser-en-el-mundo
más directo, no mediado, mucho
más complejo que un simple modo de conocer”. Sostuvo
la necesidad de una “hermenéutica especial de la empatía”, que
disolviera el “problema de las otras mentes”, situando este
problema
en el contexto del relacionarse humano. Su
hermenéutica de la facticidad se convierte en una filosofía que
identifica la verdad con una interpretación situada históricamente.
La
interpretación de textos siempre
revela
algo acerca del contexto
social
en el cual se escribieron,
por
lo que
la hermenéutica es considerada la escuela de pensamiento opuesta al
positivismo,
corriente
que limita la validez del método científico solo
a
lo verificable empíricamente,
que
defiende como
única forma válida de conocimiento.
Recientemente
(2016), Henryk Skolimowski, en su libro “La mente participativa”
se preguntaba: ¿Qué papel juega la mente en la construcción de la
realidad? ¿Existe una verdad absoluta y verificable, o bien, como
apuntó Kant y la física cuántica parece constatar, las verdades
dependen de las percepciones, la sensibilidad y las facultades
cognitivas de la mente humana?
Habitamos
un tiempo que parece un lugar, un sitio convulso en el que algo que
considerábamos estable sólo lo es en su apariencia, lo que nos
produce un sentimiento contradictorio, entre la fe tecnológica y la
incertidumbre ontológica, algo así como lo que dicen sentir quienes
habitan territorios sometidos a frecuentes y periódicos
movimientos sísmicos.
Hay quienes entienden este tiempo como
“gozne”, lugar-momento que define una simetría, visagra entre dos eras y dos concepciones opuestas de la realidad, un lugar y
tiempo de metamorfosis en la percepción y en el conocimiento o
ciencia, del cosmos y de la naturaleza (eso que hoy llamamos “el
planeta”), sin certeza alguna sobre el modo en que suceden las
relaciones entre individuo, especie, planeta y cosmos; ni entre
pasado, presente y futuro, si como un simple Todo, de natural
permanente y estable, si como un complejo y caótico proceso de
relaciones conflictivas entre las partes.
Hay
una ciencia que sigue la herencia de Newton, buscadora de
seguridades, de explicaciones a partir de certezas absolutas y
cuantificables estadísticamente, es decir, matematizables. Y otra
ciencia que, sin negar la valía del legado de Newton, a partir de
los recientes avances de la Física ha empezado a vislumbrar una
realidad distinta, que intenta explicar no condicionada al deseo de
un orden armónico y estable (que sería solo aparente e ilusorio),
sino como inestabilidad constituyente, un desequilibrio que sería
creativo por sí mismo.
Si
trasladamos esta diferencia a nuestra cotidiana experiencia vital,
observamos sustanciales diferencias de actitud: entre conformismo
sumiso que en todo cambio aprecia peligro de inestabilidad, e
inconformismo rebelde que aprecia la creatividad como oportunidad que
proviene del cambio.
Eminentes
científicos, como Ilya
Prigogen
y John
W. Whitehead,
hicieron el camino desde la lógica matemática a la filosofía de la
ciencia, un camino todavía no asimilado por la ciencia dominante.
Estos y otros muchos empezaron a vislumbrar que la vida no se atiene
a las matemáticas. Su
imprevisibilidad y complejidad, junto
a la irreversibilidad del tiempo,
escapan al
idealismo matemático y determinista basado en leyes estables y
exactas.
Como
dice Juan Arnau, “la
espontaneidad, la sorpresa y el asombro del vivir se encuentran muy
lejos de la armonía y perfección matemática”.
Siendo
maravillosas,
las
matemáticas son
abstractas, cuantitativas e incoloras, mientras la vida es otra cosa,
a menudo imperfecta, luminosa, oscura, al tiempo deslumbrante e
imperfecta. El mismo Arnau dice algo que me parece trascendente:
que
Newton
redujo
el color a un número (ángulo de refracción) y
que
al
hacerlo, como el alquimista que siempre quiso ser, permutó
lo
cualitativo por lo cuantitativo y
que en esta operación está
la clave que
explica el estado de crisis continuada, multidimiensional y
sistémica, del
mundo moderno.
La
ilustrada edad moderna redujo la naturaleza a su parte inanimada y
con la revolución industrial impulsó la colonización y explotación
indiscriminada de la Tierra, con el resultado que hoy percibimos como
alarmante pérdida de biodiversidad, agotamiento energético, riesgos
biológicos y climáticos, demografía y emigraciones
desbocadas...un mundo que mucho tiene que ver con la mentalidad propietaria y gobernante estrenada en el neolítico; pero también
con la revolución científica que propulsara Newton y la Física
matemática en el siglo XVIII, que todavía monopoliza la explicación
del mundo, afectando al resto de las ciencias y en especial a la
biología, resistente a su observación por la filosofía y por el
resto de las ciencias que se ocupan de la vida.
Para
la Mecánica Clásica el tiempo guarda una asombrosa simetría hacia
el pasado igual que hacia el futuro, es decir, que se puede calcular
la posición y trayectoria de cualquier móvil, ya sea hacia el
pasado o bien predecir su ubicación en el futuro. Sin embargo, en la
experiencia cotidiana, observamos que para
el ser humano esta simetría no existe y
que
la complejidad de las causas de sus actos producen tantas variables
que es imposible seguir la línea del tiempo hacia atrás o proyectarla a futuro.
Prigogine,
autor de la teoría del Caos, lo explica así:
“Guiado por el instinto, me fui interesando por la termodinámica,
un campo de la ciencia donde se manifiesta la “flecha del tiempo”,
y que en la época en que comencé mi trabajo como investigador no
era un área de la física que gozara de gran predilección entre los
científicos”.
Esta concepción del tiempo es la de su
irreversibilidad. Esta
disparidad entre el tiempo de la física clásica y el tiempo de la
existencia llamó fuertemente la atención de Prigogine, quien
consideró
que esta dislocación ha sido, en cierta manera, causante del “olvido
del
hombre” por la ley natural, colocado al margen
de unas
leyes que no pueden aplicarse a un ser tan impredecible. Hoy
sabemos que la evolución termodinámica genera tanto orden como
desorden. No hay necesidad de contraponer una explicación "científica"
del tiempo a la comprensión que del tiempo tenemos en la común y
cotidiana experiencia humana, por la que sabemos que el tiempo avanza
y no tiene marcha atrás.
Recientemente
he escrito sobre el Neolítico como era no superada y que incluye a
esta modernidad tardía en la que estamos, a la que también
denominamos postmodernidad, seguramente porque no encontrando la
forma de superarla, nos vemos obligados a convenir una forzada
prórroga.
Me
basaba en una hipótesis que me sigue pareciendo válida: del
Neolítico proceden todos los componentes, los más importantes, que
definen las modernas sociedades contemporáneas, a las que en su
conjunto percibimos como “sistema mundo” moderno, por haber
alcanzado contextualización e interdependencia de alcance global.
Me refiero a componentes que no son solo ideas, sino hechos sobre
todo, instituciones que en esta hora de la globalización
continúan, de facto, condicionando el devenir humano en forma más
totalitaria que nunca antes y en modo conveniente a la reproducción
de un orden "estable" o “estado” a cargo de las élites
propietarias, clase dominante cuyo “derecho de propiedad”
incluyó, desde el principio, un asociado “derecho de gobierno”, sobre la naturaleza y sobre sus
habitantes “otros”. Así fueron “naturalizados” unos
derechos de propiedad y de gobierno, impuestos sobre unos previos y
naturales bienes comunales universales, Tierra y Conocimiento.
En
concreto me refiero a derechos puramente neolíticos, como los de
“presura” (apropiación o propiedad de la tierra) y de herencia;
y, por supuesto, me refiero a las instituciones derivadas de esos derechos previamente establecidos: patriarcado, esclavitud,
mercado...instituciones reunidas en una, el Estado, institución
neolítica por excelencia.No digo que haya relación directa de causa-efecto entre Propiedad y Estado, digo que es su condición necesaria, al igual que la herencia y el patriarcado desde antíguo, y el capitalismo desde hace tres siglos (que, por cierto, no es por casualidad que tenga la misma edad del Estado moderno).
En
la modernidad tardía no puede ser más palpable la persistente huella de
aquellas instituciones constituyentes del Estado desde sus orígenes:
-En la situación de las mujeres, que siguen siendo la primera clase
esclava, progresivamente “igualadas” en grado de esclavitud a
los hombres asalariados, moderna calificación de la esclavitud.
-En
el sistema productivo capitalista, basado en la
acumulación-concentración de capital y en su mercantil sistema
distributivo basado en la mano automática -presumiblemente
“inocente”- del mercado.
-En la organización política
“democrática”, con base clasista y jerárquica en todas sus
variantes estatales -monarquías, repúblicas, dictaduras-, todas
totalitarias, con solo diferencias de grado.
-Podemos verlo en el
criterio extractivo y depredador de las economías “nacionales”,
que priorizan el beneficio en modo exclusivamente privado, siempre
con intención “recaudatoria y contable” ...que, en definitiva,
componen un conjunto imposible de explicar sin la existencia
estructural del Estado, que no por casualidad es compendio de todos
esos elementos que, perfeccionados en su operativa, son
constituyentes inequívocos del actual Estado Moderno, del que cabe
pensar, razonablemente, que no es sino la moderna actualización de
aquel embrionario Estado neolítico que iniciaran las élites
sacerdotales y militares de hace unos siete mil años.
Deducir
que con esta afirmación estoy defendiendo un regreso a la era
preestatal del Paleolítico, como supuesta “Arcadia feliz”, es un
truco dialéctico que no se sostiene. Mejor dicho, que solo se
sostiene desde una interpretación puramente ideológica, propia de
las ideologías que comparten el mismo pensamiento moderno:
liberalismos, proletarismos y fascismos. Así, unos podrán decir que
“cualquier tiempo pasado siempre fue mejor” y otros que “siempre
será mejor cualquier tiempo futuro”. Dirán lo uno y lo otro y lo
argumentarán convenientemente con tal de que encaje en su previo
mapa ideológico.
Pienso
que ésto es debido a un sesgo de su común método de conocimiento,
racional, sí, no digo que no, pero falsamente materialista, acostumbrado
a imaginar la realidad mediante su representación ideológica,
mediante “mapas” o ideas, sin tener en cuenta la verdad objetiva
que resulta del roce directo entre sujeto y objeto, relación que
además de compleja es cambiante, conflictiva, relativa y deducible
a partir de la experiencia humana directa. Caminar con el auxilio de
un mapa está bien siempre que se tenga en cuenta que el mapa es solo
una referencia, no más que una imagen o realidad “gráfica” que
no deberíamos confundir con la realidad misma del terreno, al que el
mapa o idea “solo” representan. Es erróneo, a mi entender, el calificativo de
“materialismo histórico” atribuido a una ideología marxista
fundada sobre un determinismo idealista, según el cual,
“necesariamente” el Estado y el Mercado constituyen la fase
previa de una futura sociedad “ideal”, que será primero
socialista-con-Estado y finalmente comunista-sin-Estado. La verdad
histórica no puede ser más evidente, más material, más concreta,
ni más compleja... ni más contraria a tal idealismo abstracto. ¿Con
ésto quiero decir que son mejores el liberalismo o el fascismo? No,
a no ser que se insista en el mismo truco dialéctico. ¿Entonces,
está definitivamente atascada la evolución de las ciencias
sociales, ya no cabe pensar un paradigma nuevo, superador del
modernizado paradigma neolitico?, ¿es que la presura o apropiación
de lo común, como el gobierno a cargo de la clase social dominante,
son hechos irreversibles como el tiempo, son ya para siempre?
No
es cierto que esté de moda el Paleolítico. Lo que sí es moda
neoliberal es decirlo, a sabiendas de que es moda solo entre la
facción desesperada de neocomunistas, neoanarquistas y
neorruralistas nostálgicos de un imaginario paraíso de la
abundancia y la felicidad, que sitúan en un Paleolítico
supuestamente comunista. Dicen ésto los neoliberales como estrategia
comunicativa, propagandística, buscando solo el desprestigio
indiscriminado de toda oposición a su moderno Estado neolítico. La
única novedad es que ahora lo hacen con una estrategia bien
calculada, con un novedoso modo liberal-eco-socialista-feminista, una
especie de renovación del viejo “contrato social”, ahora basado
en un pacto “verde” e “igualitario”, buscando relegitimar al
mismo Estado de siempre.Ya
trabajan en ese nuevo formato nacional-mercantil-global. Los
proletarismos, básicamente occidentales, apesadumbrados por sus
antecedentes históricos repletos de fracasos, esperan sentados a que
exploten las contradicciones liberales, a que despierten las
adormiladas conciencias de clase, para su “definitivo” asalto al
Estado. Y los fascistas, orientales y occidentales, están igualmente
al acecho, esperando su nueva oportunidad, que esperan habrá de
venir del presumible fracaso de liberales y proletaristas.
¿Dónde,
entonces, encontraremos posibilidad de cambio real, que no sea solo
esperanza, quienes pensamos en la necesidad de alumbrar un paradigma
nuevo, superador de las nefastas consecuencias del paradigma
originado en el Neolítico? Pienso que pudiera haber alguna
posibilidad a condición de que buena parte del proletarismo dejara
de actuar como sistema paliativo de la modernidad liberal-estatal-capitalista
y, en definitiva, si dejaran de actuar como tapón profiláctico,
condón que reduce al mínimo la posibilidad de alumbrar una nueva
era postneolítica: ni propietarista, ni patriarcal, ni colonial, ni
esclavista, ni capitalista, ni depredadora, ni, por tanto,
estatalista. Convencerlos es parte principal de la estrategia
revolucionaria, sería ganar casi la mitad de la batalla que hay por
delante.
Todavía
hay muchos “progresistas” que, con nostalgia, ven al Estado en
retirada, como dicen (pero no
hacen) los neoliberales; que no ven la responsabilidad del
mercado capitalista y del Estado en la globalización de los
problemas energéticos, climáticos, sanitarios...que ven en esta
globalización la oportunidad de conformar espacios de entendimiento
y cooperación entre los mercados y los estados nacionales; creen que
las emergencias ambientales y energéticas - y hasta la pandemia-
están acelerando este entendimiento y que todo apunta a un orden
mundial de tinte tecnoecológico, incluso igualitario y hasta
feminista. No quieren ver la lucha a muerte que mantienen los Estados
entre sí, tan patente en los nacionalismos emergentes y en las
guerras comerciales desatadas entre bloques estatales, de naturaleza
inequívocamente imperial y colonial, que pugnan por hacerse con la
mayor cuota del mercado global, y no precisamente por el entendimiento y el bien de la
humanidad.
De
ahí la necesidad de un nuevo pensamiento y proyecto revolucionario, cuya condición necesaria sea la de partir de un nuevo marco científico,
superador del caduco paradigma matemático propio
de la modernidad neolítica: este batiburrillo ideológico, comercial y guerrero que entre sí se traen los neoliberalismos, neoproletarismos y neofascismos, defensores todos de la herencia histórica de aquel remoto Neolítico. Estoy hablando de una transición opuesta a la del Neolítico respecto del Paleolítico, pero no menos revolucionaria.