En soledad o en compañía. La experiencia de soledad en la montaña y en diálogo con la naturaleza denota un compromiso radical: en general con la vida y el cosmos, y en especial con nuestra especie (con la propia condición humana). Y las penalidades o las alegrías del caminar en compañía sabemos que ayudan a forjar vínculos de amistad que son de por vida.
Caminar como arte. Para nosotros, humanos, los territorios de la alta montaña son lugares de paso, donde la vida no tiene lugar y donde, por tanto, no podemos permanecer por mucho tiempo, dado que allí nuestras necesidades vitales no encuentran manera de ser cubiertas. Así, “el caminar por las altas montañas es el modo que tenemos para otorgar una especial identidad a esos territorios, considerando el caminar como una práctica estética, un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y del espacio” (*)
Cartografía del caminar. No digo que tenga que ser así, pero sé por experiencia que caminar puede llegar a ser una auténtica práctica artística si consiste en andar el territorio con sensibilidad perceptiva, abierta la mente hacia las emociones que conectan el entorno caminado y el cuerpo de quien camina. Con esas emociones, hoy reconozco que se puede crear conocimiento mediante la huella fotográfica del caminar, como experiencia de inmersión en un territorio, lo que de algún modo es cartografía creadora de paisajes y cultura. Y mira que me cuesta reconocerlo, por mi natural aversión a los aparatos fotográficos, que me viene de cuando practicaba la escalada de dificultad en la alta montaña y me parecía tan innecesario como absurdo eso de cargar con el peso de la dichosa maquinita de fotos, todo para acabar destrozando con cada foto la in-tensa emoción que se siente escalando. Por entonces, hacer fotos durante la escalada me parecía un gesto superfluo, que banalizaba el tiempo y lugar de esa sublime experiencia que es el transitar por la alta montaña, sea caminando o, más aún, escalando.
“Un montañero puede ser cartógrafo de las cumbres, alguien que mapea el silencio”, como dice Eduardo Marco Miranda en su tesis doctoral. (*) Ahora que no escalo, que ya solo camino, lo comprendo mucho mejor. Ahora voy entendiendo cómo utilizamos el paisaje y su fotografía para representarnos a nosotros mismos, en un intento de significación, como queriendo proyectar nuestra identidad en el entorno-mundo y, ya de paso, ensayar un gesto tan humano como inútil: esa ilusoria pretensión de querer detener el tiempo en una foto.
Contra nuestros miedos. Reinhold Messner es el alpinista que en 1978, junto a Peter Habeler, realizó la primera ascensión al Everest (8.848 m) sin botellas de oxígeno, lo que hasta entonces se consideraba imposible; pues bien, no hace mucho, en 2004, decía Messner: “cuanto más arriba escalo, más profundamente siento mis miedos. Cuanto más alta es la montaña a la que subo, más amplia es la panorámica que tengo sobre mi propia existencia. Al ir a un lugar al que no pertenezco, se hace posible el arte de vivir: la orientación a través de la desorientación. Pues al fin y al cabo, todos los desiertos de este mundo están en nosotros mismos”.
De mi personal experiencia en
las montañas, en soledad y en compañía, he aprendido que en
nuestra relación con la naturaleza y especialmente en la alta
montaña, más allá de donde la vida sucede cotidianamente,
experimentamos un modo de sentir apasionado, entre sagrado y
sublime, que nos habla del misterio de nuestra propia naturaleza
humana.
El objetivo no es la cima, es el camino. Hasta hace poco, el ascenso a las grandes cumbres de la Tierra era certificado por una mítica periodista, Elizabeth Hawley, creadora de The Himalayan Database (www.himalayandatabase.com). Elizabeth era rigurosa exigiendo pruebas: fotos, vídeos y testimonios de otros escaladores; pero su trabajo no dejaba de ser artesanal y con la aparición de internet empezó a perder relevancia en beneficio de la web www.8000ers.com; cuando Hawley falleció en 2018, de hecho ya era esta web, fundada por Eberhard Jurgalski, la que confirmaba y certificaba la ascensión a las grandes cumbres, así como todos los logros y récords logrados en las altas montañas de la Tierra.
En 2019, con imágenes de satélite de alta resolución y la ayuda del Centro Aeroespacial alemán, Jurgalski y sus ayudantes demostraron que en algunos ochomiles, como el Manaslu, el Annapurna o el Dhaulagiri, muchos alpinistas nunca alcanzaron la verdadera cumbre, sólo quedaron cerca. Según sus investigaciones, apoyadas en grandes avances tecnológicos, únicamente tres alpinistas (el americano Ed Viesturs, el finlandés Veikka Gustafsson y el nepalí Nirmal Purja) completaron realmente los 14 ochomiles del Himalaya, los dos primeros sin oxígeno artificial. Según ese trabajo, Oiarzabal y Iñurrategi se quedaron en una cumbre secundaria del Manaslú, no llegaron a pisar la cima… y al legendario Reinhold Messner le faltaron cinco metros para coronar realmente el Annapurna. Cierto es que antes siempre hubo debate al respecto, sin darle mayor importancia porque, en general, los escaladores nos fíabamos de la palabra de quien decía haber llegado a una cumbre, más si además nos enseñaba una foto de ese momento.
Pero después de la decisión del Libro Guiness sobre Messner, éste, muy indignado, exclamó con su habitual apasionamiento: "¡el objetivo no es la cima, es el camino!... ¡mi alpinismo no sabe de récords!".
Gozo y fatalidad en lo imprevisto. En marzo de 2004, el alpinista francés Patrick Berhault comenzaba junto a su compañero Philippe Magnin el mayor reto de aquella temporada: ascender a las 82 cumbres de más de 4.000 metros de los Alpes en sólo 82 días. Un reto que se vio tristemente truncado el 29 de abril cuando Berhault, de 46 años y uno de los mejores y más reconocidos escaladores europeos, se despeñó desde la arista que debía llevarle a la cima del Dom (**) cuando estaba a punto de terminar esa ascensión en los Alpes suizos. Se trataba de una escalada fácil, tan sencilla que ni siquiera subían encordados, cuando Patrick Berhault tuvó un fatal resbalón.
Ésto me hace recordar aquella ocasión en que tuve un “tonto” resbalón que a punto estuvo de costarme la vida. Fue en un descenso, al día siguiente de realizar la escalada invernal a Peña Santa de Castilla por la vía sur-directa, con algo más de 600 metros de pared vertical y de dormir precariamente en la cumbre, porque la habíamos coronado ya bien entrada la noche. Tras un complicado descenso en unos cuantos rápeles por la helada cara norte, bien equipados con piolet y crampones rodeamos la montaña por su base para volver al refugio de Vega Huerta. Cuando encarábamos la travesía por la vertiente sur, nos pareció que la nieve ya no estaba tan helada como en la cara norte; también es cierto que era casi mediodía y el sol estaba rompiendo la niebla de aquella fría mañana. Llevábamos todo el día calzados con los crampones y en ese tramo horizontal, con la nieve algo más blanda, nos pareció que estorbaban después de tanto hielo. Fue al querer cruzar un corto tramo en la parte superior donde se iniciaba el cono de un corredor que veíamos concluir unos trescientos metros más abajo. Fue allí donde resbalé, en la parte más fácil, precisamente cuando acabábamos de quitarnos los crampones en un exceso de confianza, porque nos parecía que la nieve dejaba de estar helada. Fueron trescientos largos metros de caída vertiginosa y acelerada por ese larguísimo corredor, hasta parar en el fondo después de golpearme con numerosas rocas por el camino, que destrozaron mi mochila y parte de mi ropa, produciéndome heridas y contusiones múltiples por todo el cuerpo. Cuando mis compañeros de escalada pudieron bajar a recogerme, me dijeron que estaban contentos, porque habían visto la caída y lo que esperaban era recoger un cadáver. Me enteré después que Luis Felix, el compañero que me seguía, también resbaló detrás de mí, pero que tuvo la suerte de parar gracias a que cayó en una profunda grieta abierta en el corredor, a pocos metros de donde ambos habíamos resbalado.
Hoy me queda una gran cicatriz en un hombro y una lesión
de columna que después de respetarme por más cincuenta años,
ahora me impide doblarme si
no es con
dolor...y
la verdad es que cuando
me duele, muchas veces me
viene a la memoria aquella magnífica escalada invernal
a
Peña Santa,
que
me dejara una
huella de gozo y dolor al
tiempo, lo que
me parece una metáfora de la vida como camino, más o menos
vertical, practiques o no la escalada.
En la escalada invernal a Peña Santa, en 1972. |
https://blognanin.blogspot.com/2010/12/viejas-fotos-recuperadas.html
Libros de montaña, montaña de historias. Durante años leí muchos libros de montaña y el que más releí fue “Conquistadores de lo inútil” de Lionel Terray (Grenoble 1921-Vercors 1965). Es posiblemente el libro de montaña más leído de todos los tiempos, en el que L.Terray describe su pasión a través de su aprendizaje en la montaña, de sus victorias en las altas cumbres y de su íntima amistad con sus compañeros de cordada: Gaston Rébuffat, Louis Lachenal, Maurice Herzog y otros. Son impresionantes sus relatos de escalada; el que más huella me dejó fue cuando en 1950, participando en la expedición francesa al Annapurna, Lionel renunció a la cima para asegurar el descenso de sus amigos Herzog y Lachenal, ambos con gravísimas congelaciones. Decía en el epílogo del citado libro: “si en realidad no hay ninguna roca, ningún serac, ninguna grieta que me esté esperando en algún lugar del mundo para detener mi carrera, llegará un día en el que, viejo y cansado, encontraré la paz entre los animales y las flores. El círculo quedará cerrado, y por fin seré el simple pastor que añoraba ser en mis sueños de niño”.
Entonces, ¿por qué subimos montañas? La respuesta más sencilla y acertada fue la de George Mallory, uno de los más significados alpinistas de inicios del siglo pasado: “¿que por qué subo montañas?: porque están ahí”. Hay un ingrediente poético en esta respuesta, algo que me remite a unos versos de Paul Celan, que aquí me permito resumir y poner en prosa: “La realidad no está simplemente allí, debe ser investigada y conquistada. ¿Quién dice que se nos murió todo cuando se nos quebraron los ojos? Todo despertó, todo comenzó. Sólo verdaderas manos escriben verdaderos poemas. No veo ninguna diferencia entre un apretón de manos y un poema. La poesía es una especie de regreso a casa”.
El mejor alpinista es un alpinista vivo. Gaston Rebuffat fue miembro de la mítica generación de Lionnel Terray, Maurice Hergoz y Louis Lachenal, con quienes en 1950 participó en la conquista del primer ochomil, el Annapurna. Fue autor de numerosas "primeras", muchas de ellas junto a su amigo Lionel Terray, como la norte de las Grandes Jorasses (1945) y también escaló en 1947 la temible pared norte del Eiger. Era, además, escritor, cineasta y conferenciante. Yo tengo grabadas en video algunas películas suyas en blanco y negro. Recuerdo haber leído en alguno de sus libros algo así como que "un alpinista es alguien que conduce su cuerpo allí donde, un día, miraron sus ojos...y que además vuelve"… al parecer, repetía esta idea en todas sus conferencias: "el mejor alpinista es un alpinista vivo".
En “Reino de luz y silencio” decía que “la técnica debe hallarse al servicio de un entusiasmo, o de lo contrario reduce el mundo de las alturas a las proporciones de un gimnasio. ¡Pero qué larga es la marcha que conduce a las cumbres! Allí donde las casas, luego los árboles y por último la hierba terminan, donde comienza el reino estéril, salvaje y mineral; sin embargo, en su extrema pobreza, en su desnudez total, dispensa una riqueza que no tiene precio: la dicha que se descubre en los ojos de quienes lo frecuentan”. Hoy sigo apreciando el valor que G. Rebuffat le daba a la amistad en la montaña, porque yo también he experimentado y sentido con intensidad que la “cordada” es la metáfora de un vínculo perdurable de por vida: “la belleza de las cumbres, la libertad de los grandes espacios, los rudos placeres de la escalada, la identificación con la naturaleza recobrada, serían placeres estériles y a veces amargos sin la amistad de la cordada: amistad fraternal, hecha de cortesía, abnegación, luchas compartidas y alegrías también experimentadas en común”.
Ese estremecimiento. Del libro “La Montaña es mi Reino”: “tengo ya en mi haber algo más de mil ascensiones en todas las épocas del año; a veces se adueña de mí la impresión de que la montaña es mi reino. Con todo, cada vez que franqueo su puerta invisible, pero que «siento» perfectamente, me domina un ligero estremecimiento”.
A mí me pasaba cada vez que emprendía una excursión a la montaña, incluso actualmente, el día previo sigo sintiendo una cierta excitación. Ya metido en la escalada, siempre sentía un estremecimiento, casi un temblor como de emoción, durante los primeros metros, en el primer largo de cuerda, que después iba desapareciendo a medida que me alejaba del suelo; es curioso que siempre tuviera el mayor miedo en los primeros largos de cuerda. A propósito de ésto, decía G.Rebuffat: “de cualquier manera, la llegada a una cumbre jamás representa una victoria sobre la montaña, sino sobre uno mismo”. Y también que “escalar es un instinto y que los niños trepan con mil amores a las ventanas, a los árboles y a las paredes, que lo hacen por el placer de escalar, descubrir, ver más lejos y desde más alto. ¿No es eso, en el fondo, lo que los mayores llaman «alpinismo»?
Escalar o caminar, pues, la vida. Además de sociólogo, antropólogo y especialista en la representación y las acciones del cuerpo humano (ha dedicado ensayos anteriores al dolor, el silencio o la risa, por ejemplo), David Le Breton (***) es un gran caminante y ha consagrado ya varios libros a esta pasión, entre ellos, quizá uno de sus más conocidos es el “Elogio del caminar”, publicado en castellano en 2015. Cuando se siente en la necesidad de justificar esta reincidencia acude a una paradoja: "para mí, caminar es volver a encontrar mis propias raíces en el mundo".
Le Breton dice en ese libro que fue la revolución industrial la que estableció un nuevo marco en el asunto: "por reacción intelectual a su forma de entender el progreso como competencia en la aceleración mecánica, se revalorizó el desplazamiento a pie, atribuyéndole, entre otras, las virtudes de la introspección y la liberación de la prisa. A mediados del XVIII, Jean-Jacques Rousseau, gran defensor de la "marcha propia" y la "vida ambulante", renegaba de los viajes en diligencia "tristemente sentados y aprisionados en una pequeña jaula bien cerrada".
La reivindicación del caminar como un acto de resistencia. Y en el mismo libro proseguía David Le Breton: "aquella velocidad encapsulada de las diligencias que exasperaba a Rousseau o el sedentarismo burgués contra el que se rebelaba Thoreau, pueden revisarse con cierta ironía desde nuestro hipertecnologizado siglo XXI: a "la humanidad sentada", por utilizar un término de Le Breton, "su cuerpo y su bipedación le molestan […] y su aspiración es deshacerse de él para así comenzar una nueva fase de la evolución, la de la virtualidad o las prótesis".
"Por eso, en el tiempo presente, que especula con el transhumanismo, es más importante que nunca la reivindicación del caminar como un acto de resistencia. Afortunadamente, los caminantes siguen hoy recorriendo felices el globo, manteniendo su vínculo con la especie y burlándose del puritanismo ambiental provocado por la nueva religión de la tecnología" (David Le Breton, Elogio del caminar).
También lo pienso, solo que yo no diría tanto como "felices caminantes", teniendo en cuenta la que está cayendo.
Notas:
(*) Del libro y tesis doctoral de la que es autor Eduardo Marco Miranda: “La fotografía de paisaje en el Pirineo Central a finales del siglo XIX y principios del XX. Una revisión contemporánea desde la práctica artística del caminar por el territorio de alta montaña” (publicado en 2015 por la Universitat de Barcelona).
(**)
El Dom (4.545 m) es el tercer pico más alto de los
Alpes suizos, forma parte del macizo del Mischabel, del que es su pico más alto y es la
séptima cumbre de la cadena alpina después de dos cimas del macizo del
Mont Blanc y cuatro del Monte Rosa.
(***) David Le Breton es antropólogo y profesor de la Universidad de Estrasburgo. Es autor de Conduites à risque (París, 2002), Anthropologie du corps et modernité (París, 2005) y La saveur du monde: Une anthropologie des sens (París 2006).