Emanuel Mounier |
Está
presente en las conversaciones políticas, los telediarios lo repiten con
cierta frecuencia, se reconoce públicamente que la situación crítica que
atraviesa Europa está favoreciendo el crecimiento de organizaciones
totalitarias de extrema derecha, de corte neonazi o neofascista, de lo que son
ejemplos el caso de Francia y de Grecia.
El totalitarismo, que extiende su
alcance a toda la historia humana, no es sino la antítesis de toda filosofía
relacional, impone una forma vertical de convivencia en la que “el otro”,
el diferente, ha de ser necesariamente
integrado, dominado por el yo único, poseedor de la verdad; su resistencia a la
integración justifica su anulación o exterminio, siempre en defensa de la raza,
de la nación o de la clase. Es tópico
ponerle nombre propio al totalitarismo y por eso se recurre a nombrar a personajes históricos -Hitler, Stalin, Mussolini- o a otros totalitarios más
mediocres, como Francisco Franco o Nicolae Ceaușescu. Este perezoso recurso al tópico puede hacernos
olvidar lo común que es el pensamiento
totalitario, la cotidianeidad en la que se nutre y cultiva este pensamiento
destructivo para la convivencialidad humana.