Autoconstrucción del sujeto o descubrimiento del otro para ser- en- común
“El tiempo es creación o nada en absoluto” (Ilya Prigogine, 2002)
¿No será que de tanto hablar de la autoconstrucción del sujeto hemos caído en una mismidad indiferente que ignora al otro? Solo cuando consideramos al otro descubrimos que influye en nosotros, que no solamente nos permite autodefinirnos, sino que también participa en nuestra propia construcción, desarrollo y evolución. Parto de esta hipótesis: el valor que se le asigna al otro puede haber sido minimizado a través de las explicaciones tradicionales que no consideran la base material de la alteridad.
Y ante esta duda, abordo una primera reflexión al respecto, indagando “otros” pensamientos, como el de Ilya Prigogine, que lo hizo desde las leyes físicas pero sin pretensión de aplicarlas automáticamente a las ciencias sociales, sino en base a una realidad incuestionable: la ley de la termodinámica impone límites materiales a todas las formas de vida y dichos límites repercuten en nuestras relaciones con el otro. Y de ahí la necesidad de explorar estos límites. Dicho ésto, tengo muy claro que los procesos sociales no son reducibles, ni explicables solo desde la Física. Desde mi punto de vista, pienso que el físico nuclear J.B.Adams acertaba al afirmar que la segunda ley de la termodinámica es un instrumento aplicable a los fenómenos sociales sin necesidad de interponer ninguna metáfora por medio.
Que el otro no sea nadie en concreto, que pueda ser cualquiera, significa que es una estructura mental construida a partir de términos variables en los diferentes mundos perceptivos, una estructura que pudiera fundar y asegurar todo el funcionamiento de nuestro mundo perceptivo en su conjunto. Esto es más que probable si tenemos en cuenta, como decía Gilles Deleuze, “que las nociones necesarias para la descripción del mundo estarían vacías si ese otro no estuviera ahí, expresando mundos posibles”.
Aristóteles sugería en su Libro II de la Ética Nicomáquea, dedicado a las virtudes éticas, que en la “metriotes” (capacidad de pensar) necesitamos dialogar con los extremos, porque en ello consiste el hallazgo de la virtud cívica, a la que bien podríamos denominar “convivencia”, que si la pensamos en referencia al mundo contemporáneo, encontraremos una necesidad inagotable de razones y motivaciones para ella, porque vivimos una edad atravesada por la necesidad de compartir unos mismos y reducidos espacios físicos, por individuos y grupos profundamente diferentes, al tiempo que atravesada por una novedosa y amplia posibilidad de interconexión tecnológica y la correspondiente puesta en común de nuevos espacios virtuales que, con frecuencia, son incluso más problemáticos que los físicos y presenciales.
No podemos decir, pues, que no se hayan hecho esfuerzos para entender al otro. Pero sí que podemos afirmar que la base material de su existencia ha sido muy poco explorada. Lo cierto es que la cuestión del otro suele centrarse en los intangibles, en cómo se designa o identifica al otro, o en cómo se debe tratar al otro. Aquí la discusión no debería extraviarse en si la comprensión del otro es mediata o inmediata, a través de los sentidos o sin ellos, sino centrada en que “el otro existe” y por tanto, la interrogante oportuna es ¿cómo existe y cómo nos afecta su existencia?, incluso aunque no la percibamos.
Pero a pesar de todos los esfuerzos, se sigue presentando al otro como inmóvil, algo estático. Si llegáramos a una comprensión de la alteridad en sentido convivencial, deberíamos plantearnos la necesidad de cambiar el principio de autoconstrucción del sujeto para empezar a hablar del sujeto como “ser-en-común”.
Decimos ser-en-común, pero ¿qué es ese “común”?. Yo pienso que no todo lo común es igual, que existen comunes diferentes, en función de las diferentes ”comunidades” humanas: las íntimas o domésticas, las de proximidad relacional, que van desde la comunidad vecinal a la paisana o comarcal y de ésta a las comunidades regionales y a la globales comunidades, las de especie hasta llegar al conjunto de seres vivos que componemos la Biosfera, todos los habitantes de la Tierra Común. Y en el tiempo presente hay que incluir las nuevas comunidades virtuales surgidas a partir de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, cuyos ámbitos relacionales no se atienen a la geografía.
Omito las comunidades "nacionales", porque pienso que, siendo "naturales", lo son de la peor naturaleza humana, de esa naturaleza populista que promueven las élites, esas que ignoran al otro, las que quieren gobernarlo para anularlo haciéndolo sumiso, un otro insignificante e irresponsable de sí mismo.
Siguiendo el hilo de Ilya Prigogine, una vez que el otro ha sido considerado y presentado en términos de estructura disipativa, las implicaciones de la alteridad pueden percibirse con mayor facilidad: la existencia del otro es independiente de la designación que se pueda hacer de él; el otro es un generador de entropía, el otro posee la capacidad para definirnos, el otro posee la capacidad para construirnos, el otro no debe ser concebido simplemente como lo que está afuera. Disipar es hacer desaparecer algo de la vista gradualmente, por la disgregación o dispersión de las partes, como las nubes se disipan cuando acaba de llover, o como la brisa y el calor disipan la niebla poco a poco. Si hasta las estructuras disipativas puramente materiales e inertes constituyen sistemas caóticos con capacidad de autorregulación, ¿qué razones hay para negar esta capacidad a los humanos, a nosotros, a quienes se nos supone mayor inteligencia?
Se puede aseverar que la existencia del otro es independiente de la designación que se pueda hacer de él: porque está en función de los intercambios de materia y energía que realice para poder mantenerse alejado del equilibrio termodinámico (o sea, de la muerte). “La invisibilidad no indica una ausencia de relación; implica relaciones con lo que no está dado y de lo cual no hay idea”. (Levinas, 2002). Así, la capacidad para percibir al otro depende de nuestros sentidos (aunque sean amplificados con medios tecnológicos) y de que la señal enviada por el otro sea proclive a ser percibida por nosotros. Si una de las dos condiciones falla, no hay posibilidad de percibirlo. Pero no significa que el otro no exista, porque su existencia se debe única y exclusivamente a su capacidad de intercambio de materia y energía. El otro es generador de entropía: Prigogine insiste en su obra sobre la capacidad creadora de dicha entropía. Que el otro sea un generador de entropía lo convierte en un ente dual, ambivalente, que modificará su medio (nuestro entorno compartido), a veces para perjuicio de las demás estructuras disipativas o a veces para beneficiarlas. Y subraya su dinamismo: que el otro sea generador de entropía obliga a asumirlo como ser en constante construcción, hay que entenderlo en cambio constante y adaptativo, siendo y llegando a ser, pero en ningún caso puede ser percibido como algo fijo o estático.
La capacidad del otro para definirnos es una de las virtudes del otro, que A.E. Ermenegildo Pirni entiende como dos formas de alteridad representadas en las figuras de un muro y un espejo. El otro, al definirnos constituye un límite externo que nos permite definirnos en relación con nuestro alcance (muro). Y también nos ayuda a identificarnos, porque en él podemos ver características, deseables o no, de nosotros mismos (espejo).
La capacidad del otro para construirnos: el otro nos construye no solo como coadyuvante para la propia identificación, su capacidad va más allá, nos construye biológicamente a partir de las interacciones con el medio. Por ser estructuras disipativas, necesariamente modificamos el medio en el que nos desenvolvemos (el otro y nosotros), por cuanto éste nos condiciona y debido a su capacidad de limitar -por competencia- nuestra posibilidad de recursos (materiales, energéticos o de información), el otro nos construye. Habrá recursos que nos serán accesibles debido a la actividad del otro, y los habrá que sean accesibles a los otros debido a nuestras acciones, a nuestros propios intercambios energéticos y materiales. En realidad, no solo nos limitamos mutuamente, sino que nos creamos recíprocamente. Por tanto, el otro no es solo lo externo, es la causa que provoca que mi medio cambie, que me obliga a adaptarme a un medio en constante cambio por la acción intrínseca de la existencia del otro. El otro desarrolla nuestra capacidad de homeóstasis, definida como el conjunto de fenómenos de autorregulación que conducen al mantenimiento de la constancia en la composición y propiedades del medio interno de un organismo. Entonces, si esos flujos que nos resultan necesarios son restringidos (coartados) por el otro, en realidad se está provocando el poner a prueba nuestra homeóstasis, ya que, de manera práctica, el otro funciona como un regulador (cualitativo y cuantitativo) de los flujos que nos son accesibles; y es, justamente a esos flujos a los que reacciona nuestro organismo intentando mantener su composición y propiedades.
La regulación de la temperatura o el balance entre acidez y alcalinidad son ejemplos sencillos de homeóstasis, definida ésta como el conjunto de fenómenos de autorregulación dirigidos al mantenimiento de una relativa constancia en la composición y propiedades del medio interno de los organismos vivos, a la búsqueda de un estado de equilibrio dinámico entre todos los sistemas que el organismo necesita para sobrevivir y funcionar correctamente. Para lograrlo, compensa los cambios en su entorno mediante el intercambio regulado de materia y energía con el exterior, esa actividad que denominamos metabolismo.
Los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela, en 1972 propusieron la autopoiesis para definir la química por la que las células vivas consiguen su automantenimiento. Según su teoría, autopoiético es todo sistema capaz de reproducirse y mantenerse por sí mismo, lo que viene a significar que la autopoiesis es la condición de existencia de los seres vivos en la continua producción de sí mismos: “Los seres vivos son autónomos, su autonomía se da en su autorreferencia y son sistemas cerrados en su dinámica de constitución, como sistemas en continua producción de sí mismos. Aunque un sistema autopoiético se mantenga en desequilibrio, es capaz de conservar una consistencia estructural absorbiendo permanentemente la energía de su medio, tienen la capacidad de conservar la unión de sus partes e interactuar con ellas. La autopoiesis designa la manera en que los sistemas de un organismo vivo mantienen su identidad gracias a procesos internos mediante los que autorreproducen sus propios componentes. Están abiertos a su medio, porque intercambian materia y energía, pero simultáneamente se mantienen cerrados operacionalmente, pues sus operaciones son las que los distinguen del entorno”.
Así, el otro no es simplemente lo inerte que está afuera; y ésto es pertinente, porque el otro posee capacidad de acción, que utiliza para construirnos. En realidad, eso es lo relevante, porque así descosificamos al otro por medio de reconocer su capacidad para la acción. No es un asunto menor, porque cuestiona las explicaciones procartesianas del otro (aquel planteamiento filosófico de René Descartes que se convirtiera en elemento fundamental del racionalismo occidental). Es decir, el otro no es otro porque sea un “cogito” (cogito ergum sum), no es otro porque piensa (de hecho, muchas de sus acciones no son reflexionadas y, a veces, incluso son automáticas), es otro porque actúa. Y en la medida en que actúa modifica nuestro entorno, a nosotros mismos y se modifica a sí mismo. Solo pensar, meditar o racionalizar algo no nos hace otro, esas son acciones propias del mismo, no del otro; son introspectivas, que suceden y se mueven en el interior. Por mucha autoconciencia que uno tenga, es conciencia de mí, de lo que está adentro y que a lo sumo me hace mismo, pero no otro. En cambio, la acción sucede hacia afuera; siempre con relación a la alteridad, incluso la acción fisiológica que podamos considerar más íntima o privada.
Conozco la controversia entre científicos y sé que los hay que le han dado mucha caña a Ilya Prigogine, a pesar de que fuera galardonado con el Premio Nobel de Química en 1967. Yo no tengo experiencia ni conocimiento científico que me permitan argumentar, ni a favor ni en contra, de sus hipótesis del caos o de las estructuras disipativas, pero sí tengo mi propia idea de la función de la ciencia, que me permite apoyar su tesis sobre la necesidad de una nueva visión de la ciencia “con sentido” que no pierda su referencia humana y ética, que actúe no sobre la teórica hipótesis de abstractos mundos vacíos, sino pensado en este mundo real y concreto, habitado por humanos entre una inmensidad de especies, de cuyos ecosistemas y biodiversidad a nuestra especie le corresponde la responsabilidad por el cuidado del equilibrio homeostático, al que debemos la continuidad y sostenibilidad de la vida en su conjunto.
En general, pensamos que la existencia de “algo” precisa de su reconocimiento por “algo otro”, que a su vez existe cuando ese reconocimiento es mutuo. El otro siempre es diferente y siempre es cambiante; lo más común a todo lo que existe es su propia existencia, siempre acompañada de esas dos cualidades: diferencia y cambio. Pero, aparte de ese común general de la existencia, ¿cuál es el común, en qué consiste la “comunidad” de la existencia humana? A mi entender lo constituyen la Tierra y el Conocimiento, parece simple, pero lo cierto es que nunca antes pudo ser, solo ahora, en esta globalización en la que hemos empezado a vislumbrar amenazas de dimensión igualmente global, incluida la de una posible extinción de nuestra especie. Solo ahora hemos podido empezar a “ver” estos comunes universales, la Tierra y el Conocimiento, para empezar a descubrir una nueva comunidad de especie, fundamentada en bienes comunes universales, materiales e intangibles, presenciales y virtuales, que reunimos en términos de Tierra y Conocimiento.
Situémonos en un hipotético tiempo en el que la Tierra y el Conocimiento fueran comunes universales. Aún contando que el curso del tiempo es irreversible y que, por tanto, no es cierto que la Historia pueda repetirse, en ese nuevo tiempo ¿qué será de todas las ideas e instituciones que vienen gobernando el mundo desde la revolución neolitica?, ¿qué sitio le queda a la propiedad, a los estados e imperios, al derecho de herencia y al patriarcado, a los “libres” como a los cautivos mercados de los capitalismos globales, estales, liberales y socialdemócratas?, ¿qué sitio para la esclavitud o el trabajo asalariado, en esa condiciones de comunidad universal?...yo pienso que ninguno.
Llegados aquí, hay que abandonar esa idea letal que el orden dominante ha metido en nuestros cerebros como mentalidad histórica lineal, eso de que “el caos es la única posibilidad de futuro”, porque de por hecho que está predeterminado. No, solo es una posibilidad entre otras (atractores, repulsores, bifurcaciones y autoorganizaciones). Y esta es la buena nueva: que la vida es inteligente y sabe cómo seguir, contra todo eso, aunque parta del caos.
"Cuando yo era joven, mis profesores se alegraban de demostrar que un problema matemático dado admitía sólo una solución. Era el summum de la belleza matemática. En el curso de mi carrera he consagrado mucho tiempo a demostrar a mis alumnos que hay muchos problemas que admiten más de una solución..../...En el fondo, las diferentes culturas, pongamos la civilización tradicional china y la civilización europea, siguieron caminos diferentes. Hoy tenemos una visión muy diferente de la visión antigua, reductora, en la que se decía que 'xiste una sola dirección asignada al progreso de la civilización; ahora comprendemos que hay diferentes maneras de ser civilizados. Uno de los problemas capitales de la política, es el mantenimiento de la diversidad, sin dejar de insistir sobre los elementos que nos unen a todos los humanos". (Ilya Prigogine)
Prigogine entiende que la edad de la certidumbre y su racionalidad corresponde a una cosmovisión y paradigmas ya superados. Su libro "El fin de las certidumbres" supone una ruptura con la linealidad del devenir, con el determinismo en la dirección del tiempo... el futuro está abierto a la construcción creativa, a las bifurcaciones que descubren que no hay una dirección única en la construcción de la realidad, aunque parta de la incertidumbre. Es el desorden creador el escenario de una nueva alianza científica, que une al hombre con la naturaleza. Que no nos asuste el caos presente en el origen de la vida y de la inteligencia, porque la inestabilidad y el caos son bases constructivas del orden. Frente a la certidumbre pasiva y conformista, Prigogine formula una nueva dimensión rebelde y sistémica a partir de la complejidad, del no equilibrio, de lo posible y lo probable.
Ante esta toma de con-ciencia surge lo que podríamos definir como el malestar de la complejidad, que nos atrae, al tiempo que nos crea confusión y nos asusta, porque carecemos de instrumentos conceptuales científicamente verificados, a pesar de ser conscientes de la vacuidad de los esquemas al uso, repetidos y agotados. Se produce en este contexto un retroceso de la reflexión, que nos arrastra hacia un peligroso relativismo, a la clausura de un posicionamiento ético y hacia un lapsus político de puro nihilismo.
Suscribo lo que dice el físico alemán Werner Heisenberg en su libro “La imagen de la Naturaleza en la Física actual (1955)”:
“Lo cierto es que en nuestros tiempos, mucho más que en siglos anteriores, la actitud ante la Naturaleza se expresa mediante una filosofía natural altamente desarrollada; y por otra parte, dicha actitud es determinada en considerable medida por la ciencia natural y técnica modernas [...Sin embargo] no existen razones para pensar que la imagen científica del Universo natural haya influido inmediatamente en las diversas relaciones de los hombres con la Naturaleza [...] Más aceptable parece la idea de que las alteraciones en los fundamentos de la moderna ciencia de la Naturaleza son indicio de alteraciones hondas en las bases de nuestra existencia, y que, precisamente por tal razón, aquellas alteraciones en el dominio científico repercuten en todos los demás ámbitos de la vida».
De ahí que quien quiera hoy tomar conciencia de su momento histórico no puede sino interesarse en conocer los cambios conceptuales que vienen sucediéndose en la ciencia contemporánea. Con sólido fundamento, decía Ortega y Gasset que “la física de Copérnico, Galileo y Newton fue como el molde en que se forjó la vida moderna. A tal idea sobre el cosmos corresponden irremisiblemente tales ideales éticos, políticos y artísticos”, en el sentido de que la ciencia ha de ir más allá de su especialización en compartimentos estancos y más allá de su expresión del momento histórico-cultural en el que se inscribe, concretada en una manera de ver y hacer el mundo.
Como afirma el propio Prigogine, “la actividad científica es irremisiblemente cultural, no sólo como expresión de una cultura particular, sino como configuradora de ella. La ciencia forma parte del complejo cultural en el que, en cada generación, el hombre trata de encontrar una forma de coherencia intelectual. Y, a la inversa, dicha coherencia alimenta, en cada época, la interpretación de las teorías científicas, determina su repercusión, influye sobre los conceptos que se forman los científicos acerca de los resultados de su ciencia y de las vías sobre las cuales deben orientar su investigación”.
Dice Alberto Pirni que es la presencia del “otro” (ese que se ha vuelto cada vez más “cercano”), lo que estimula esta necesidad de reflexión, con lenguaje diferente al que la tradición nos ha acostumbrado a usar; “una reflexión que se sitúe más allá del ocasionalismo y del inmovilismo que el malestar de la complejidad provoca en relación con el desafío de la convivencia”. Hace referencia al desafío, eminentemente político, de compartir los mismos espacios y el mismo tiempo, por individuos que son, se ven y se autointerpretan, como radicalmente diferentes a los demás. Este planteamiento exige de nosotros un hondo replanteamiento de las ideas de polis y convivencia razonable que heredamos del pasado, un replanteamiento global, no dirigido necesariamente a edificar una nueva Ciencia, sino más bien dirigido al intento de articular algunas hipótesis de convivencia más transitables y adecuadas a nuestro tiempo. Se apoya Pirni para ello en la reflexión de Edgar Morín, teórico de la complejidad, con su propuesta de “política multidimensional” formada por los ámbitos “micro, meso y macro” de la política, profundamente interconectados. El primero está relacionado con un ámbito que normalmente la política suele relegar a la moral: el de las relaciones interpersonales. Esto esconde en su fondo una peligrosa mala interpretación (o desconocimiento) por parte de la política, que se relaciona de cerca con el desafío de la convivencia, porque en las relaciones interpersonales se encuentra la raíz fundante de la solidaridad, así como de la hostilidad entre individuos, acabando por transformarse en un problema político.
Morin distingue, por tanto, el campo meso-político – caracterizado como el que, intuitivamente, solemos llamar “político”, del campo macro-político, el más amplio que pueda concebirse, que concierne virtualmente a la entera especie humana, entendida como un todo en perspectiva mundial. “La política implicada con la comprensión del hombre en su integridad y globalidad, consiste por lo tanto en tener constantemente a la vista todos los planos, con el fin de preparar una estrategia virtualmente compleja, que contempla lo cercano, lo inmediato, con la conciencia de lo que sobreviene más allá de él; que enmarca esto último a partir de la exigencia de hacerlo normativamente controlable pero, al mismo tiempo, sin intentar enjaular su desarrollo dentro de la (presunta) exclusividad de la norma o la ilusión del control total”. (¿Contra Schmitt? Modelos de alteridad para la convivencia. Alberto Pirni, 2012)
Otro modelo de alteridad
Además de los modelos “muro” y “espejo” ya señalados, cabe distinguir una tercera forma, la de “puerta”, bien ilustrada en este pasaje de Georg Simmel: “ La puerta muestra de manera decisiva que el separar y el unir son sólo dos caras del mismo e idéntico acto. [...] Por el hecho de que la puerta supone en cierto modo una cremallera entre el espacio del hombre y todo lo que queda fuera de él, ella supera la separación entre interior y exterior. [...] Es esencial para el hombre, en el sentido más profundo, el definir para sí mismo un límite, pero con la libertad de poder quitarlo nuevamente, de poder colocarse fuera de él”.
Mientras que la primera figura de alteridad (muro) legitimará una respuesta opositora o por contraste (del tipo “yo no soy el otro” o de “yo soy contra el otro”), la de “espejo” propone una modalidad de respuesta convergente o por consonancia (“yo soy como el otro”). Ambas modalidades, entendidas en su conjunto, parecen bastante previsibles, resultan estáticas y generan una escasa dinámica de interacción. Diferente es el discurso que extraemos de la figura “puerta”, que abre la posibilidad de que el otro “venga a nosotros”, en una fuerte dinámica de relaciones con una cierta porosidad de esos confines que el otro sitúa ante nosotros y nosotros ante él. Esta respuesta resulta ser relacional o por proceso: “yo soy con y mediante el otro, nosotros nos hacemos conscientes de quiénes somos no sólo a partir de nosotros mismos, de quién no somos o de cómo nos ven los demás, sino también a partir de quién encontramos en nuestro camino, a través de qué interlocutores se filtra y madura nuestra experiencia de nosotros mismos”.
Así enmarcada, la cuestión que concierne a la identidad personal ya no es una cuestión privada, sino que se origina, se extiende y encuentra sus propios equilibrios en el “entre”, en ese espacio sutilmente epidérmico y fundamentalmente público, que ata y desata, une y al mismo tiempo separa el yo y el otro, sometiéndolos a una constante dinámica autocreativa. Se reconoce así la oportunidad de enriquecimiento que proviene de toda situación de interacción con el otro, en una relación entre sujetos que se perciben recíprocamente como libres e iguales. Es una posición que “toma en serio al otro”, porque quiere “tomarse en serio a sí misma”, en la conciencia de que el yo se vincula y al tiempo se distingue de todo otro yo encontrado en el camino. Desde su potencial eliminación (alteridad-muro), pasando por su banalización (alteridad-espejo), se llega así a la creación de la dimensión más auténtica y enriquecedora en la relación con el otro, esa alteridad-puerta.
Repensar el ser-en-común
Nos ayuda a emprender esta tarea la definición de “público” propuesta por Hannah Arendt: “[...] el término ‘público’ significa el mundo mismo, en cuanto es común a todos y distinto del espacio que cada uno de nosotros ocupa en él privadamente. Este mundo, sin embargo, no se identifica con la tierra o con la naturaleza, como espacio limitado que subyace al movimiento de los hombres y a las condiciones generales de la vida orgánica. Está conectado, más bien, con el elemento artificial, el producto de las manos del hombre, al igual que con las relaciones entre aquéllos que habitan juntos el mundo hecho por el hombre. Vivir juntos significa esencialmente que existe un mundo de cosas entre los que lo tienen en común, al igual que una mesa está situada entre aquellos que se sientan a su alrededor; el mundo, como todo “en-entre” relaciona y separa a los hombres al mismo tiempo”.
La misma Hanna Arendt nos lo aclara: “La esfera pública, en cuanto mundo común, nos reúne y, sin embargo, impide, por así decirlo, que nos caigamos los unos encima de los otros. Lo que hace que la sociedad de masas sea tan difícil de soportar no es, o por lo menos no es principalmente, el número de las personas que la componen, sino el hecho de que el mundo que está entre ellas ha perdido su poder de reunirlas, de relacionarlas y de separarlas. La extrañeza de esta situación recuerda una sesión de espiritismo en la que algunas personas [...] ven desaparecer la mesa que tienen entre ellos, así que dos personas que se sientan en lados opuestos no sólo estarían separadas, sino [...] que también carecerían de toda relación, no habiendo nada tangible entre ellas”.
La conciencia de porosidad antes referida queda bien esbozada en el concepto de ágora de Zygmunt Bauman: “el espacio ni privado ni público, sino más precisamente privado y público al mismo tiempo, en el que los problemas privados se conectan de un modo significativo, [...] para buscar instrumentos controlados colectivamente, lo bastante eficaces como para rescatar a los individuos de la miseria padecida privadamente”. El ágora plantea la distinción entre coexistencia y convivencia, se trata de dos niveles fundamentales, muy diferentes y evidentes, del ser-en-común.
La coexistencia refiere a una forma de relación de mera contigüidad, con dimensión de presunta autosuficiencia e impermeabilidad ante todo intento de “contaminación” que pueda provenir del exterior o que pretenda sobrepasar la mera existencia espacial. Pensemos en el “guetto” como modelo multicultural contemporáneo, guettos contiguos que solo coexisten yuxtapuestos unos junto a otros, pero que no se integran, ni lo intentan. Son formas de estar juntos pero no de construir juntos. Pasar de la coexistencia a la convivencia, lograr esa ósmosis entre “mundos intermedios”, supone enfrentarse a la propagación de la desconfianza, que no es sino una manifestación más del malestar por la complejidad propio de la sociedad de masas, malestar que impide producir pensamiento creativo, más allá del ocasionalismo pragmático y del inmovilismo teórico.
Por eso que yo esté embarcado en la exploración de las relaciones entre comunidad y alteridad. Con la querencia de superar la mentalidad neolítica que ha venido conformando la modernidad burguesa (de burgo, ciudad), repensando cómo la globalización depredadora-estatal-colonial-capitalista, puede ser invertida a favor de la emergencia de otra racionalidad tan científica como ética, tan ecológica como convivencial, mientras recuerdo a mis congéneres que todo empezó y se deriva de aquel primer agricultor, que hace más diez mil años, llegando a un lugar dijo: “esta Tierra es mía”.