Ningún ejército puede detener la fuerza de una idea cuando llega a tiempo
(V. Hugo)
Gracias a un liberal/progresista tan preclaro como Manuel Arias Maldonado (1) me entero de que el Neolítico está de moda. Su último libro, “Desde las ruinas del futuro”, está dedicado a la crisis de la pandemia en curso, cuya tesis central es la idea de que la crisis sistémica en la que estamos no es debida a los excesos de la modernidad -como suelen decir sus críticos- sino a sus carencias e incompletud, es decir, a que la modernidad (por supuesto liberal) todavía está por hacer.
Según Arias Maldonado deberíamos de darle algo más de cuartelillo a esta modernidad, otra oportunidad, porque en sus tres siglos de vida no ha tenido tiempo de mostrar todas sus virtudes. Así, sus supuestos fallos no serían debidos a un déficit original, ontológico y/o estructural, del liberalismo, ni tampoco a su negativa evolución en modo neoliberal/mercantil/estatal/capitalista, sino a problemas en los cambios de nuestra percepción, provocados y agravados en las últimas décadas por “el ascenso de tendencias iliberales (2) de todo tipo”: al éxito electoral de los populismos de izquierda y derecha, al auge de los nacionalismos, al apoyo a líderes autoritarios de inclinaciones decisionistas, a la degradación digital del debate público, etc, de modo que podemos poner nombre propio a estas ideas: Brexit, Trump, Cataluña, Hungría, Turquía, Filipinas, posverdad...a los que yo añadiría orientalismos, mediambientalismos y feminismos.. Ya antes de la pandemia, en 2017, en un artículo titulado “Nostalgia del soberano”, publicado en El País, Arias Maldonado definía este extravío de nuestra percepción de la modernidad como añoranza “de un sujeto colectivo que simplifique las cosas al suministrarnos una identidad política llamada a acabar con la fragmentación social y a resolver todos los problemas que nos afligen, ya sea el terrorismo o la decadencia industrial”.
Arias Maldonado decía por entonces que la recesión (por la crisis financiera de 2008) se ha sumado a la tensión producida por la globalización y la digitalización. Supongo que hoy a esa suma le habrá añadido los efectos debidos a la pandemia. Sin embargo, yo pienso que todavía es pronto para hacer ese cálculo y hasta auguro que podemos llevarnos una gran sorpresa si tales efectos lo que causaran fuera orden y disciplinamiento social. Cierto que la recesión que siguió a la crisis de 2008 vino a tensar unas relaciones sociales que ya estaban sometidas a la doble presión de la globalización y la digitalización y que no es ninguna novedad la extrema atomización social que para la teoría política representa un mayúsculo desafío, en su improductiva búsqueda de una ética universalista que pudiera ser aplicada en sociedades cada vez más fragmentadas en partidos, movimientos y corporaciones identitarias. Es ilustrativa la descripción de la digitalización que proporciona a cada ciudadano contemporáneo una herramienta expresiva y contradictoria de doble filo: la posibilidad de emitir opiniones individuales en las redes sociales, al tiempo que habitamos burbujas cognitivas que complican extremadamente la posibilidad de un mundo público y común. Y ahí acierta, a mi entender, Arias Maldonado, cuando afirma que ese es el escenario óptimo para la aparición de la nostalgia de un sujeto colectivo, fundamentado en identidades particulares, emocionalmente satisfactorias, como “sujeto soberano llamado a resolver todos los problemas que nos afligen”, entidades abstractas frecuentemente personificadas en un líder carismático. Y pone el ejemplo del Hugo Chávez que dijera: “no soy un individuo, soy el pueblo”, para pasar a concluir que milenios de vida tribal resuenan en esa proclamación de identidad que hacía el ínclito personaje.
Me tendría por un liberal-progresista, tan radical como el politologo al que vengo refiriéndome, si solo me alineara con su teoría de la democracia como sistema perfectible, cuyo sujeto es el individuo y no la colectividad, de no ser porque eso se contradice con la experiencia práctica, personal y colectiva, de esta modernidad liberal y progresista realmente existente. Estando de acuerdo en el carácter retroprogresivo que significa hoy la nostalgia por el Neolítico, no puedo estar más en desacuerdo con la calificación de falsedad que le asigna a la revolución neolítica, precisamente porque es la que con sus innovadores principios vino a anticipar y determinar la futura revolución burguesa, esencialmente moderna, liberal y progresista que defiende Arias Maldonado, cuyos efectos sufre, si no él, sí la mayoría de la humanidad.
Sostengo que la revolución neolítica fue la gran y última revolución que marca el cambio de civilización -no digo que a peor- tras el Paleolítico, y cuyos efectos perduran en un tiempo presente básicamente estructurado sobre los mismos principios que alumbrara dicha revolución neolítica: sedentarismo, cambio alimentario, propiedad privada, poblamiento concentrado en urbanizaciones, cambio radical en la relación con la naturaleza, con afectación de los ecosistemas (antropoceno), cambio no menos radical en la división social del trabajo (con la profundización del patriarcado a partir de los nuevos derechos de propiedad y herencia), aparición del trabajo dependiente y esclavo, formalización del comercio y el mercado, organización jerárquica de la sociedad (primero religiosa y luego dinástica-militar) que dará paso a la fundación y legitimación de ciudades-Estado... todos esos principios como más determinantes.
Inferir de ésto que yo considere al Paleolítico previo como una Arcadia feliz es una presunción tan aventurada como falsa, porque ni yo ni nadie tiene hoy información suficiente para negarlo ni para afirmarlo. Además, pretender hoy una comparación entre épocas es un ejercicio de imaginación bastante inútil, cuando tenemos por medio miles de años de distancia evolutiva, que marcan enormes diferencias, impidiendo toda comparación realista entre las sociedades de entonces y las de ahora, aunque solo fuera comparativa en lo concerniente a disponibilidad de conocimientos, de tecnología y de experiencia histórica. De ahí que insista en afirmar que estamos todavía en el Neolítico, ahora global y neoliberal, pero neolítico al cabo.
Por tanto, mi visión crítica de la modernidad no va por la línea que le sirve a Arias Maldonado para descalificar a quienes hacen esta crítica por comparación con una supuesta era de la abundancia, un bíblico Edén, aquel tiempo humano previo a la revolución neolítica. Yo tampoco me fio de las categóricas afirmaciones al respecto, de historiadores medioambientalistas, como Jared Diamond, ni de eminentes paleontólogos, como Juan Luis Arsuaga, o arqueólogos como William Ruddiman. El antropólogo y anarquista David Graeber, junto al arqueólogo David Wengrow (3) han llamado la atención sobre la representación inadecuada del pasado de la especie y remarcan la importancia de la narrativa histórica, porque ésta también define nuestro sentido de las posibilidades políticas, ya que la mayoría ve la civilización como ve la desigualdad: como una trágica necesidad.
Hay quien sueña con retornar a una utopia del pasado o en encontrar un equivalente industrial al “comunismo primitivo” o, incluso en casos extremos, sueña con destruir todo para volver a ser recolectores, otra vez, como en aquel Paleolítico que imaginan como una Arcadia feliz. Pero, como dicen Graeber y Wengrow, “nadie cambia la estructura básica de la historia”. Si la civilización trajo un montón de cosas malas (guerras, impuestos, burocracia, patriarcado, esclavitud, el propio Estado…), hay que reconocer que también hizo posible escribir literatura y filosofía, avances científicos, en medicina por ejemplo, además de muchos otros grandes logros humanos.
Es abrumadora la evidencia, tanto en arqueología como en antropología y disciplinas afines, que nos hacen darnos cuenta, cada vez de forma más clara, de a qué se han parecido los últimos cuarenta milenios de la historia humana que, en casi ningún caso se parecen a la narrativa convencional. Empezamos a asimilar la posibilidad de que nuestra especie no pasara la mayor parte de su historia en pequeñas bandas tribales, que la agricultura no marcara un paso irreversible en la evolución social, que las primeras ciudades pudieran ser igualitarias. Y aún así, a pesar de cierto consenso en estas cuestiones recién reveladas, los investigadores son extrañamente reacios a anunciar sus descubrimientos al público -o incluso a académicos de otras disciplinas- y mucho menos a reflexionar sobre las implicaciones políticas más amplias. Como resultado, la pregunta de Rousseau ¿cuál es el origen de la desigualdad social? sigue siendo punto de partida para quien se pone a reflexionar sobre ésto, asumiendo que la historia más trascendental está por comenzar, a condición de abandonar la inocencia primordial.
Dicen ambos -antropólogo y arqueólogo- que plantear la pregunta de esta manera significa suponer: 1. que hay algo llamado “desigualdad”, 2. que es un problema y 3. que hubo un tiempo en que no existía. Cierto es que desde la crisis financiera del 2008 el “problema de la desigualdad social” ha estado en el centro del debate político. Hay un cierto reconocimiento por parte de intelectuales y clases políticas de que los niveles de desigualdad social están fuera de control y de que la mayoría de los problemas del mundo contemporáneo provienen de ahí, lo que supondría un desafío a las estructuras de poder global. Al contrario que los términos “capital” o “poder de clase”, la palabra “desigualdad” aparece en el debate intelectual y político diseñada para quedarse a medias tintas y llegar a medios compromisos, de tal manera que podríamos imaginar derrocar al capitalismo o romper el poder del Estado, pero imposible imaginar la eliminación de la “desigualdad”. Ni siquiera es obvio en qué podría consistir dicha eliminación, porque ni los individuos somos iguales ni nadie quiere que lo sean.
“Desigualdad” es la manera ideal y perfectamente apropiada que tienen los reformadores tecnócratas para estructurar los problemas sociales, ese tipo de personas que saben muy bien que toda visión real de la transformación social hace mucho tiempo que no forma parte de la agenda política como “alternativa”. El concepto de desigualdad les permite enredar con números, coeficientes, vectores de disfunción, reajuste de regímenes tributarios, iniciativas de bienestar social... por lo que estamos predispuestos a creer en el efecto inevitable de la desigualdad, y que ésta es el resultado inevitable de vivir en sociedades grandes y complejas, en sociedades urbanas tecnológicamente sofisticadas. Este es el mensaje político transmitido: si queremos deshacernos de los problemas de la desigualdad, tendríamos que deshacernos de la mayoría de la población y volver a vivir en pequeñas bandas de recolectores-cazadores, renunciando a los progresos de la modernidad. Y de no quererlo así, lo mejor que podemos esperar es adaptarnos a la forma y tamaño del sistema de dominación que tenemos, incluso cabría pensar en disputar algo más de margen de maniobra dentro del sistema.
Esta sensación de trágica realidad acerca de la desigualdad social, por su orientación a la desesperanza, a un excepticismo y nihilismo ontológicos, le resulta perfectamente funcional a la ciencia social convencional, que nos incita insistentemente a buscar “sociedades igualitarias” que solo podrían existir en pequeñas bandas de neorrurales o neocampesinos emuladores de los antiguos recolectores-cazadores, luego hortelanos y pastores sin solución de continuidad. De ahí que sea tan fundamental un cambio de narrativa, a sabiendas de que, dada la trascendencia colosal de estos temas, necesitaremos años de investigación y debate para entender todas las implicaciones. Como estos dos autores citados, pienso que abandonar la historia de la “inocencia primordial” no significa dejar a un lado el sueño de la emancipación humana. Muy al contrario, con ello la historia humana se transforma en algo mucho más interesante, si es que alguna vez aprendemos a deshacernos de los moldes conceptuales heredados.
Hemos asumido que fue el Paleolítico la única época en que los humanos lograron vivir en genuinas sociedades de iguales, sin clases, castas, líderes hereditarios, o gobierno centralizado; y que ese “feliz” estado de cosas tuvo que acabar en un momento, localizado hace alrededor de diez milenios, más o menos cuando finalizaba la última Edad del Hielo. La propiedad de la tierra y los nuevos vínculos territoriales adquirieron gran trascendencia en el orden social cotidiano, dando lugar a formas de vida y organización social desconocidas, como los dominios feudales y la guerra organizada, mientras que la agricultura permitía la existencia de excedentes que propiciaban la acumulación de riqueza, junto a la influencia más allá del propio grupo de parentesco. El trabajo agrícola y el pastoreo favorecen también el desarrollo de nuevos conocimientos y habilidades, la invención de herramientas y armas sofisticadas, de vehículos para el transporte de productos y enseres, de fortificaciones y estrategias militares, así como surge la necesidad de organizar la política y la religión. Los nuevos agricultores y pastores están preparados para eliminar o integrar a sus vecinos cazadores-recolectores, en una nueva y superior forma de vida, pero menos equitativa.
La desigualdad se consolida en las concentraciones urbanas cada vez más grandes, y nuestros inconscientes ancestros dan otro paso irreversible hacia la desigualdad: hace unos 6.000 años aparecen las primeras ciudades y con ellas la necesidad de gobiernos centralizados y la aparición de nuevas e inéditas clases de sacerdotes, burócratas y políticos-guerreros que generan sus propios cargos, para mantener el orden y asegurar los suministros y un mínimo de servicios públicos. Con los derechos de propiedad y herencia, las mujeres son secuestradas y tomadas en propiedad, al tiempo que los prisioneros de guerra son reducidos a criados y esclavos. Ya no parece que sea posible librarse de las nuevas desigualdades, implantadas mediante prácticas que se convierten en ley. Al coste de la inocencia primordial, pasamos a ser individuos modernos, que ahora miran con lástima y envidia a aquellas sociedades “tradicionales” o “primitivas” que fueron perdiendo un relato del Progreso ahora entendido como Modernidad y como Historia.
Los cazadores-recolectores habitaban un radio territorial en el que, con toda seguridad, o no tenían competencia o lo protegían peleando ocasionalmente, en forma similar a las bandas de chimpancés. Aún así, nos parece razonable que no tuvieran necesidad de marcar un pedazo de tierra concreto y decir “esto es mío”. La escasez demográfica, junto a la abundancia de territorios permitían, sin duda, desplazarse en caso de invasión por otras bandas o depredadores. Parece sencillo imaginar que estas bandas fueran bastante igualitarias, aunque el liderazgo recayera en aquellos individuos más habilidosos, más inteligentes o más fuertes, aquellos que fueran más confiables, con liderazgos que podrían cambiar con la edad o con la merma de esas habilidades y ventajas individuales.
De la banda a la tribu y de ésta a la primera urbe, mientras los líderes se declaraban a sí mismos como reyes y a poco emperadores. A partir de la vida organizada en grandes concentraciones, la complejidad tuvo que ser creciente y a todos tuvo que parecerles algo inevitable. Pero ya no parecía posible ninguna vuelta atrás, aunque el poder fuera ejercido en forma arbitraria o despótica. Y aunque los jefes promovieran a sus parientes hacia los círculos de poder, haciendo permanente y hereditario su estatus. Diamond afirmaba que las “Poblaciones grandes no podían funcionar sin líderes que tomaran las decisiones, sin ejecutivos que las llevaran a cabo y sin burócratas que administraran las decisiones y las leyes”. Así se burlaba David Graeber de estas conclusiones de Diamond: “por desgracia para todos ustedes, lectores anarquistas que sueñan con vivir sin ningún gobierno estatal, esas son las razones de por qué su sueño no es realista: tendrán que buscar alguna pequeña banda o tribu dispuesta a aceptarte, donde nadie es un extraño y donde los reyes, presidentes y burócratas son innecesarios.” Una triste conclusión para cualquiera (no solo para los anarquistas), que se pregunte por la posible existencia de una alternativa al sistema dominante.
Pero, como afirman Graeber y Wengrow: “lo notable es que esos pronunciamientos en realidad no están basados en ninguna clase de evidencia científica. No hay ninguna razón para creer que los grupos de pequeña escala son especialmente propensos a ser igualitarios, o que los grandes necesariamente tengan que tener reyes, presidentes y burócratas. Estos son solo prejuicios mostrados como hechos”.
En el tiempo presente tenemos argumentos para dar por terminado el Holoceno y hemos empezado a hablar del Antropoceno como nueva era geológica o como nueva época histórica de las relaciones entre sociedad y naturaleza, en la que el Neolítico significó el tránsito de la vida nómada a la sedentaria. El arqueólogo William Ruddiman ha sugerido que la revolución agrícola debería ser considerada el comienzo del Antropoceno, lo que eliminaría el Holoceno, ya que la deforestación causada por la agricultura habría determinado el incremento de la temperatura del planeta, con lo que la especie humana habría creado las condiciones de su propia existencia.
Las nuevas posibilidades de cultivo permitieron la explotación creciente de los cereales –trigo, arroz, maíz– que aún hoy son esenciales para la dieta humana. Y fueron los cereales, dice el antropólogo J. C. Scott los que permitieron el crecimiento de la población, el nacimiento de las ciudades, el surgimiento de los Estados y la emergencia de las sociedades complejas. Por la investigación arqueológica más reciente sabemos que la transición entre la vida sedentaria y la adopción de la agricultura es más que posible que fuera mucho más larga de lo que hasta ahora creíamos. La idea de que la agricultura provocó el sedentarismo es cierta, aunque se produjera durante un largo periodo, entre tres mil y cuatro mil años, hasta la conformación de las primeras economías agrarias basadas en la domesticación de plantas y animales.
Dice Arias Maldonado que hoy estamos en condiciones de afirmar dos cosas al respecto: la primera es que durante miles de años la revolución agrícola fue catastrófica para la mayoría de los protagonistas, los registros fósiles muestran que su vida era mucho más dura que la de los cazadores-recolectores; eran de menor estatura, enfermaban a menudo y morían con mayor frecuencia. La segunda conclusión es más política, consiste en identificar un vínculo entre el cultivo del grano y el nacimiento de los primeros Estados, porque el grano es fácilmente tributable, bien visible, divisible, tasable, almacenable, transportable y racionable; de paso, la necesidad de mano de obra condujo al trabajo forzado y al esclavismo, además de incentivar la guerra como medio para la obtención de criados y esclavos.
El antropólogo y anarquista David Graeber, como el arqueólogo David Wengrow, llaman la atención sobre la representación inadecuada del pasado de la especie, para ellos, el relato que nos hemos contado tradicionalmente acerca del origen de la desigualdad, de sello inequívocamente rousseauniano, ha restringido indebidamente nuestro sentido de la posibilidad política. Tendemos a concebir la desigualdad como una trágica necesidad, derivada naturalmente de la complejidad social. Es una falsa narración de la historia que sirve a legitimar un concepto de desigualdad “que conduce a un tratamiento gradual y tecnocrático del problema, lejos de cualquier transformación de calado”. Rousseau presentó una hipótesis o experimento mental sobre el estado de naturaleza, una parábola, no una investigación; ni es cierto que los grupos pequeños hayan de ser igualitarios, ni que los grandes sean necesariamente autoritarios. Se han encontrado restos de arquitectura monumental y enterramientos de hace más de veinte mil años han aparecido con cuerpos de sujetos engalanados, lo que no son precisamente muestras de sociedades igualitarias. Graeber y Wengrow indican que estas muestras son demasiado esporádicas, para otros indican que nunca hubo sociedades igualitarias. Como Arias Maldonado, yo pienso que «desde el principio mismo, los seres humanos experimentaban de manera consciente con distintas posibilidades sociales», por lo que la pregunta relevante no se refiere hoy a los orígenes del sistema de desigualdad social, sino, a ¿por qué nos hemos atascado en el actual?
Al mismo tiempo, como dicen Graeber y Wengrow, hablar de las ciudades como entidades desigualitarias o autoritarias tampoco sería del todo justo: hay ciudades muy viejas, que preceden con mucho al surgimiento de gobiernos autoritarios o de la administración burocratizada, que se organizaron sobre bases igualitaria; y no existen pruebas concluyentes de que las estructuras jerárquicas de gobierno sean consecuencia inevitable de la organización social a gran escala. Por eso, dicen ambos autores que tendemos a pensar que la democracia o la igualdad social son incompatibles con la moderna y compleja sociedad de masas. Su conclusión es que para crear nuevas posibilidades políticas en el siglo XXI, tendríamos que empezar por cambiar la narrativa histórica que nos hemos contado para explicar la evolución de nuestra especie.
Lo cierto y más novedoso hoy, lo que no podíamos imaginar antes, es que la denostada globalización pudiera tener algún efecto positivo, como es el surgimiento de una conciencia global en nuestra especie, de vulnerabilidad e interdependencia a escala global, entre individuos y entre sociedades, así como del conjunto de la especie respecto de la Naturaleza de la que formamos parte. Y es precisamente en este contexto real, de conciencia comunitaria global, es ahí donde considero que se abre una valiosa e inmensa posibilidad de un pacto comunal, global y local, que nos permita acometer la revolución integral necesaria para la superación de la civilización neolítica que hoy, once o doce milenios después, y en su actual forma estatal-capitalista, sigue lastrando la evolución de la especie humana.
Sin menospreciar la complejidad del mundo actual, ni de la tarea colosal que representa el proyecto de revolución integral, mi hipótesis parte de considerar a los derechos de propiedad y de herencia como el nudo gordiano a desatar. Lo diré concisamente: de no abolir estos derechos referidos a la Tierra toda y a todo el Conocimiento humano, no habrá forma de salir de este tobogán civilizatorio por el que nos deslizamos aceleradamente hacia nuestra propia extinción. La apropiación transmisible de la tierra y del conocimiento, sea individual o colectiva, privada o pública, siempre dará lugar a la acumulación capitalista, a la concentración de poder, al exceso de consumo energético y a la depredación mercantil de los bienes naturales que sirven al sustento de la vida, a la biodiversidad y al equilibrio ecológico de los ecosistemas terrestres. Solo con su erradicación será posible aproximarnos a formas de autogobierno o democracia real, solo si sustituimos el derecho de apropiación por un derecho universal de uso, administrado democráticamente por las comunidades convivenciales en regimen de responsabilidad moral y ecológica universal; solo restringiendo la apropiación privada a los bienes mobiliarios y a los producidos mediante trabajo individual o doméstico, solo así podremos impedir la concentración de poderes -militares, legales, culturales, económicos y políticos- generadores de Ordenes o Estados dominantes sobre la Naturaleza de la que somos parte.
Defender la propiedad individual de la tierra y del conocimiento, o esperar a que se vacíen las grandes urbes en las que hoy vive la mayoría de la población mundial, y seguir pensando que el autogobierno en democracia directa solo es posible en pequeñas comunidades aldeanas, al modo campesino-altomedieval, conduce a reforzar el estado de modernidad liberal que tiene sustento en el principìo neolítico de propiedad. Y que solo conduce a nuevos fracasos, al nihilismo y a la cronificación del estado de melancolía.
Notas:
(1) Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) es un politólogo y escritor especializado en ciencia política, biopolítica y sistemas de gobierno. Su tesis doctoral (2001) estuvo dedicada a “Naturaleza, sociedad, democracia. Una crítica reconstructiva del ecologismo político”. En su ensayo sobre “La Democracia Sentimental: Política y emociones en el siglo XXI” se pregunta: ¿somos individuos políticamente racionales o más bien ciudadanos sentimentales? ¿Pueden explicarse los problemas de la democracia contemporánea como un efecto del peso de las emociones en el proceso político y la vida social? ¿O hay que rescatar a los afectos de su descrédito tradicional e integrarlos en una concepción más realista del ser humano?
(2) Según la wikipedia, una democracia iliberal es un sistema de gobierno en el que, aunque se celebren elecciones, los ciudadanos no tienen conocimiento de las actividades de quienes ejercen el poder real.Los gobernantes de una democracia iliberal pueden ignorar o eludir los límites constitucionales de su poder y también tienden a ignorar la voluntad de la minoría. Las elecciones en una democracia iliberal son a menudo manipuladas o amañadas y se utilizan para legitimar y consolidar en el poder al titular del gobierno.
(3) Se hace referencia aquí al texto “¿Cómo cambiar el curso de la historia humana? (al menos, la parte que ya ocurrió)”, del que son autores el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow. Dicho texto fue publicado originalmente en https://www.eurozine.com/change-course-human-history/ y ha sido publicado en castellano por El Salto: https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/como-cambiar-el-curso-de-la-historia-humana-o-al-menos-lo-que-ya-paso. En nota previa se informa del fallecimiento del antropólogo y activista David Graeber el pasado 3 de septiembre. El artículo, publicado en 2018, incluye los aspectos fundamentales que ambos autores tenían previsto tratar en su próximo libro conjunto.