Me interesa mucho la historia y la ciencia en general, me interesa mucho conocer lo que piensa y ha pensado la gente cuya experiencia y conocimiento de la historia y de la ciencia son superiores a los míos, pero siempre que quiero tener y mostrar mi propia opinión me enfrento al mismo dilema: ¿acaso no puedo pensar por mí mismo?, aunque eso pudiera llevarme a parecidos pensamientos y aún reconociendo la posible influencia de todo lo leído, aún así, ¿no merece la pena hacerlo, pensar por uno mismo usando los libros para consultas, comparaciones y comprobaciones?
Pues eso me pasa cuando pienso en las cuestiones fundamentales que nos afectan en este tiempo de infoxicación y propaganda, que me fuerzo a pensar sin periódicos, televisiones, ni libros al lado, con el papel en blanco y a pecho descubierto, porque en ello veo una mejora de mi propia inteligencia y sentido autónomo de la vida, sin verme previamente condicionado en dicho esfuerzo por obligaciones o, más bien, pretensiones de “calidad científica” por delante de mi propia conciencia. No solo la mente, mi cuerpo y su experiencia me informan de estar hoy, junto a mi especie, en un ambiente irrespirable, submarino, a punto de asfixia en el fondo de una piscina, metáfora-resumen del tiempo y lugar de esta civilización capitalista que ha comprimido el espacio y el tiempo hasta reducirlo al tamaño de una piscina. Sé que no es infundada mi intuición, lo sé por sus efectos, toneladas de plásticos, de enfermos terminales y de cadáveres en suspensión, que veo acumular y depositarse aquí, en el fondo de la piscina (que a buen seguro viene de "peces", nosotros...los criados en esta piscifactoría).
Cuando alguien se está ahogando, no piensa en subir un poco para ganar unos metros, sino en subir cuanto antes a la superficie en busca de aire. A eso me refiero cuando hablo de compartir la tierra y el conocimiento como base de todo programa político en esta hora en la que se ha tocado fondo y ya no queda tiempo para especulaciones filocientíficas y dilaciones reformistas. Y no queda otra que tirar para arriba y llenar de oxígeno los pulmones. Llámalo revolución integral o pura necesidad, llámalo como quieras.
Me ofrecen un equipo de buceo de lo más sofisticado, lo último en tecnología, que podría permitirme respirar gracias a una reserva ilimitada de oxígeno embotellado, que podría llevar cómodamente encima, sólo es cuestión de práctica. Me dicen que llegas a acostumbrarte fácilmente, que ese oxigeno artificial es muy puro y que, incluso, cabe la posibilidad futura de poder desarrollar branquias como los peces, a fuerza de costumbre, pudiendo llegar a prescindir de toda esa carga. Al fin y al cabo, ¿no venimos de ahí?, ¿no fuimos en un principio animales marinos?, ¿no han sobrevivido las ballenas, mamíferos como nosotros, durante millones de años, bien adaptadas a vivir en el agua, razonablemente felices?
Me dicen que es cuestión de raciocinio, ni de intuición ni de conciencia, que hay que aceptar la realidad como es y aprender a navegar en ella. Pero no se me va de la cabeza que unos metros más arriba, por encima de la superficie de la piscina, pueda haber otra realidad al aire libre, donde podría respirar por mí mismo, sin gafas de buceo, sin mascarillas de respiración artificial, ni dependencia del suministro industrial de oxígeno embotellado. No sé muy bien de donde me vendrá esa idea, si será ancestral memoria o mera ilusión de pez que quisiera ser humano. No le des más vueltas, no es más que un sueño, me dicen, una ingenua utopía...pero es que a mí no se me quita de la cabeza ese aire de allá arriba.
La ingenuidad, como la inocencia, está mal vista, ambas son virtudes despreciadas y vemos a todas horas cómo a partir de habernos acostumbrado a banalizar el mal, se llega también a banalizar el bien. Y, sin embargo, tengo la certeza de que este orden canalla en el que vivimos ya se hubiera derrumbado de no ser que mucha gente todavía practica la empatía, que se levanta cada mañana con idea de reiniciar de nuevo la vida, dispuesta a sumar gestos de cuidado y amabilidad...que sí, que pueden parecer pequeños y pasar desapercibidos, pero que son los que frenan buena parte de los odios y guerras cotidianas a las que “naturalmente” somos impulsados desde la ciencia de la competitividad, en alianza con nuestro más primario instinto de supervivencia. No es que a esa gente se les niegue cualquier esperanza de otro mundo mejor, es que ni siquiera se les concede que puedan pensar en ninguno mundo, ninguno que no sea repetición de este averiado e irrespirable mundo mercantil.
Podría pensar en términos medios, pensar que poco a poco se podrían conseguir logros más altos; pero habiendo tocado fondo, resulta que en el descenso hemos gastado la mayor parte de la reserva de oxígeno que cabe en los pulmones. Por eso que no sea cuestión de método, más o menos científico, ni de sobreponerse a la relatividad de las leyes físicas y morales, es que ya no podemos entretenernos en eso, tenemos que tirar cuanto antes para arriba, donde nos dicen nuestros pulmones que puede haber un aire tan comunal como libre.
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