Ya sé que la actualidad manda y que ahora lo correctamente pertinente sería hablar de la conmoción política que suponen los resultados de las elecciones políticas en Italia y sus inmediatas repercusiones (cosa que haré próximamente). Eso es cierto, pero solo a medias, porque es precisamente esa exclusiva atención a lo inmediato lo que nos impide atender a lo sustancial, descuidando aquellos principios y valores sin los que no se puede explicar la actualidad, ni siquiera la que sucede en Italia.
Me urge, antes que nada, manifestar mi posición antropocéntrica inequívoca: no sé de ningún cerebro no-humano que pueda pensar cuanto existe y sucede en modo que produzca consciencia. Y mientras ésto sea así, tengo que afirmar que ésto de pensar con con-ciencia sólo puede hacerlo un cerebro humano.
Si somos capaces de tener pensamientos afines, incluso comunes, en origen se debe, sin duda, a nuestra remota experiencia comunicativa en la tribu, a partir de aquella máxima proximidad social que tuvimos durante milenios vividos en el reducido espacio de una caverna. No es por nada que los humanos primitivos se tuvieran y aún se tengan a sí mismos, a la tribu, como los únicos “humanos” en medio de un exterior visto desde allí como naturaleza-mundo, dominada por “animales”.
Entonces no había medios, la Era de los Medios comienza con la escritura, una nueva forma de comunicación a distancia, pero sin llegar a borrar la necesidad de comunicación directa, presencial, cuerpo a cuerpo. Parece ser que las experiencias de transmisión telepática pudieran tener su fundamento en una reactivación de aquella primitiva función comunicativa, prealfabética y hasta preoral. pero de máxima proximidad espacial, local. De ser así, toda la historia de los Medios sería la de una transferencia de pensamientos, algo así como una aspiración final a un directo acercamiento entre cerebros, sin velos interpuestos.
Y si existiera de verdad una tendencia a la repetición técnica de lo arcaico, en el horizonte de las telecomunicaciones y las comunicaciones masivas esta repetición debería llegar a reproducir los antíguos diálogos locales, de proximidad espacial, entre los cerebros y sus cuerpos. Esto es lo que ve Peter Sloterdijk en la proliferación de los teléfonos móviles, que en plena era de la aldea global estarían aportando esa reproducción de la comunicación oral más arcaica.
Pero, sin embargo, lo que ahora prima es una transferencia de pensamientos des-regulada y mixta, con medios que funcionan en simultáneas direcciones, horizontal-comunicativos y vertical-informativos. Entre los primeros sobresale el libro, al cual le ha salido una competencia muy potente con los sistemas electrónicos y digitales. En este proceso, la comunicación es, o al menos lo parece, cada vez más horizontal, y tan es así que se llega a un punto desde el cual los participantes en la comunicación llegan a creer que ya nada les llega desde arriba y que están “solos en el mundo”, con sus cerebros, sus medios, sus equivocaciones y sus ilusiones, abocados a una ciudadanía mundial electrónica, en medio de un imparable proceso de densificación del mundo, en una especie de “tele-vecindad” de todos con todos.
La palabra telecomunicación implica un manejo tele-operativo del mundo, definido por acciones a distancia, frente a las que correspondería una conciencia “tele-moral”. Esta horizontalidad comunicativa no puede ser más ilusoria, se sabe por la titularidad de su propiedad y por el eficiente mecanismo de control algorítmico que incorporan de fábrica estas “redes sociales”. Esta ilusión de horizontalidad, de libertad y democracia, es el invento más exitoso que haya puesto en marcha el proyecto burgués de la Modernidad. El absoluto control de la propiedad, de todo y del mecanismo algorítmico se debe, aunque no sólo, a que su clientela es un amorfo conglomerado de individuos extraños entre sí, que no comparten vidas ni lugares comunes, gente a los que “la magia” del algoritmo les permite creer que forman parte de una libre y democrática nación digital o comunidad de amigos.
Pero el “ser-con-otros” no es algo que se pueda agregar desde fuera, a quienes integran un grupo que comparta sus vidas en el mismo lugar. Este sentido existencial, del ser y estar adentro, es el que caracteriza y hace especial la sociabilidad humana en el modo que propiamente llamamos “comunidad”; no solo referida a pensamientos, sino, sobre todo, a experiencia vital, a vidas compartidas. Esta comunicación en proximidad, comunitaria, convivencial, sería así la propia y más confiable, la que nos produce el sentimiento de intimidad como vínculo directo con los demás, con aquellos individuos que “son con-nosotros en un lugar”; y no en esos etéreos no-lugares en los que somos agregados “voluntariamente”, formando artificiales “comunidades”, digitales y/o burocráticas, no menos etéreas, que nos ofertan una amplísima gama de ideologías e identidades a la carta.
Muy al contrario, la condición de intimidad comunicativa es incluyente por sí misma, nos hace ser y estar dentro del mundo, juntamente con otros, sin forzar nada, tan es así que solo en esa condición llegamos a tener una auténtica experiencia de “comunidad”. Este estar-dentro significa un íntimo compromiso de identidad personal y colectiva. Dice Sloterdijk que ésto le pasó desapercibido a pensadores como Heidegger, que no pudo verlo por su concepto del “dasein”, que refiere a la soledad de la existencia humana, en la que no cabe este íntimo sentimiento de comunidad convivencial, ese “ser y estar-dentro”, en la común experiencia de existencias y mundos compartidos Por eso que el dasein de Heidegger sería solo temporal y no espacial, no tiene en cuenta el lugar, ajena a la dimensión espacial y corpórea de la comunicación en su íntima forma convivencial-directa-local.
Nada ganamos pensando de manera individualista esta soledad-del-ser, en eso coinciden, pienso yo, los individuos que son-juntos en el Común y lo Común que nos permite entendernos, actuar juntos y mantenernos relacionados incluso conflictivamente, con comunicación a la vez íntima y comunal, en torno a lo que es propio de todos y de cada cual.
Necesitamos una nueva teoría ontológica de la comunicación, el fantasma de la “comunidad” está en la base de toda comunicación y hasta de todo pensamiento humanista...“el fin del humanismo no será ciertamente el fin del mundo, pero sí el de nuestro mundo”, dice el más pesimista Sloterdijk, refiríendose al mundo de quienes ciframos nuestras expectativas (acerca del progreso evolutivo de nuestra especie) en el desarrollo de la sensibilidad a través de la la experiencia ética y la comunicación empática. Yo soy más optimista, estoy convencido de que todavía es posible la amistad, incluso el amor, entre humanos diferentes y distantes, y no sólo entre los de nuestra tribu.
En ésto le doy la razón a Sloterdijk: “el rotar de los astros ha dejado de ser el único vector del tiempo en el mundo interior del Capital, (allí) por fuerza siempre es de día”. Lo pienso cada vez que voy a las grandes urbes (los espacios no-lugares, propios de los Estados y sus Capitales), me pregunto si tanta luz será solo por razón de seguridad.
En la historia del ser humano, su tiempo no es uno cualquiera, simplemente encaminado a la muerte, sino un tiempo suficiente para comprender lo que también es el espacio: ese lugar donde poder convivir.
Pudiera parecernos que con la irrupción de la última globalización se acaba la confusa historia humana, que llegados a la posthistoria tocaría comenzar a narrar lo perdido a través del tiempo (y del espacio), donde la eliminación del sentido y el enfoque del tiempo se vuelve hacia un espacio cada vez más denso, más estrecho y pequeño (será por eso que Sloterdijk sostiene que su filosofía está centrada en el espacio y no en el tiempo). En la posthistoria el tiempo ha sido absorbido por el espacio, al que en esa lógica global correspondería un nuevo ser humano, uno bien permeable y preparado para vivir su soledad siempre en masa y siempre a la intemperie...eso sí, artificialmente iluminada.
Este nuevo modo de percibir y relacionarnos con el mundo, necesariamente modifica nuestra conducta con el prójimo; la elevada densidad urbana implica una probabilidad cada vez más elevada de encuentros entre humanos, sea bajo la forma de transacciones o de conflictos; allí donde se imponen las condiciones de densidad, se supone que la falta de comunicación no es aceptable, tampoco los dictados unilaterales. Pero solo se supone. Cierto que la elevada densidad garantiza la resistencia permanente contra la expansión unilateral, una resistencia que desde el punto de vista cognitivo se puede calificar como entorno estimulante para los procesos de aprendizaje, puesto que los actores suficientemente fuertes, en medios densos se hacen unos a otros inteligentes, cooperativos y amistosos, al tiempo -como es natural-, que también se trivializan entre sí. Y es así porque se interponen el uno en el camino del otro, pero ¿han aprendido a equilibrar intereses opuestos?
Si la cooperación mira solo al reparto de beneficios, se da por supuesto que las reglas de juego de la reciprocidad también son evidentes para los demás. Efectivamente, se da por supuesto, como que en el mundo capitalista y posthistórico todos los indicadores apuntan necesariamente al futuro, porque en éste reside la única promesa que se puede hacer a una asociación de consumidores: que el confort no va a tener un final y que los derechos humanos constituyen el fundamento jurídico del consumismo. Esta última globalización nos ha permitido ver en ella la necesidad de un constante aprendizaje, un aprender a estar en lugares con extensiones concéntricas; y que el ser-en-el-mundo conserva un rasgo fundamental que “deja fuera todo aquello en lo que él mismo no pueda estar presente”, según expresa el propio Sloterdijk.
Navegar sobre estructuras de espacio-tiempo se nos hace incomprensible, exige un sujeto nuevo, alguien que pueda entender y adaptarse a un mundo en que las protecciones ya no existen, en donde la historia individual es la que predomina. Ahora la cuestión es: ¿servirá el humano que todavía somos como materia prima para la producción de ese nuevo sujeto-máquina, definitivamente adaptado al nuevo orden global capitalista? ...que cada cual se conteste.
Yo pienso que no sirve, que com-unidad y com-unicación son dos poderosos instintos íntimamente relacionados que tenemos de fábrica, inherentes a un ser entrenado a experimentar, sí, pero no apto para una vida capitalista, solitaria y a la intemperie, que sea para siempre.
Somos una especie tecnológica y la comunicación es un campo idóneo para la aplicación tecnológica. Cierto es que si somos una exitosa especie depredadora se debe en su mayor parte a nuestra inteligencia tecnológica. Como cierto es que la superpoblación y el desarrollo hipertecnológico que caracterizan a la globalización eran previsibles aunque la historia no hubiera tomado un derrotero jerárquico-estatal, ni su forma patriarcal, propietarista, consumista, capitalista. De nada sirve darle vueltas, hay que manejar la realidad a partir de como es, no es posible ni deseable una marcha atrás, no nos volvamos idiotas, como si no supiéramos que nada ya sucedido puede volver a suceder.
Si hoy la comunicación nos “parece” horizontal lo es gracias a la prestidigitación tecnológica. Nunca hubo emisores tan potentes y absolutos, ningún Imperio llegó a tanto, con tal poder de propiedad sobre Todo, lo vivo y lo inerte. Por algo se dice que la información es poder, lo que no se dice de la comunicación. Y no se dice por temor de los ciudadanos: no sea que se haga de noche cuando llegue la noche.
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