Pisanubes (*) es un término que utilizamos por aquí para referirnos a la gente que va de alternativa por la vida, obnubilada y ensimismada en su propio ensoñamiento ideológico, armada con la certeza de que el resto del mundo capitalista no sabe de qué va la cosa, porque están atrapados en su triste realidad cotidiana, comido el coco por la cultura dominante, pero que en cuanto despierten acabarán ascendiendo a su idílico mundo etéreo, donde reina la concordia y la alegría y donde ellos, los pisanubes, les esperan con los brazos abiertos. No son solo esos patéticos tardohippies reconocibles por su estética “paz, amor y el plus pal salón”, la tropa es mucho más amplia e incluye, por ejemplo, a los nacionalistas independentistas, cuyo programa político consiste en ir contra el Estado para crear otro Estado, que será infinitamente mejor solo por ser su Estado.
Incluye también a todos los urbanitas neoconversos, aquejados de furor hiperforestal e hiperhortelano, convencidos de que el mundo se arregla llenándolo de árboles y yéndonos todos a vivir al campo, uno a uno o en grupitos fraternales, hasta que llegue un momento en que todo el orbe sea mundo campesino, dedicado al trueque de zanahorias ecológicas, gozando de una vida plenamente sana y natural.
Son también esa pléyade de tribus multiculturales, ciudadanas del mundo, pobladas por cándidos conspiranoicos y por gaseosos espiritualistas de variado pelaje, mezcolanza de brutos patriotas cuarteleros, fundamentalistas religiosos y pacíficos practicantes del yoga, del feng shui, del poliamor y de todo lo que sea amor propio, masturbatorio y libre de impuestos; también por animalistas, veganistas y otros cultivadores de todo tipo de disciplinas de autorrealización personal, guiados por económicos tochos de autoayuda y por brillantes asesores espirituales, antes curas o vendedores de crecepelo y ahora llamados coachings. Y me quedo corto, porque son muchos más, ya que el catálogo de pisanubes sigue creciendo exponencialmente.
Confieso que el título que he puesto a este artículo es intencionadamente desacertado. Porque los pisanubes carecen de estrategia, pero es que creen tenerla, solo que el mundo no lo sabe, ni falta que hace, porque ellas y ellos piensan que la mejor estrategia es su propio ejemplo, el de sus virtudes personales y colectivas, que acabarán prendiendo en la mentalidad de las masas y transformando este feo mundo. En conjunto, son el antisistema ligth, como la mantequilla “verde” del sistema. Se sienten antisistema porque el sistema los saca poco por la tele. Los que más suerte tienen son los ecologistas, que gracias a Greta Thumberg salen con cierta frecuencia y no solo cuando el Pirulí recuerda anualmente el legado de Félix Rodríguez de la Fuente. Pero todos tienen bastante razón, su distopía feliz vende poco últimamente y menos aún desde que empezara la interminable pandemia coronovírica. Ahora lo que más se vende son las distopías globalistas y colapsistas, no hay más que ver los catálogos de Netflix y Amazon Prime. Y por algo será.
Coincido con Layla Martínez (con toda probabilidad, nadie de los que ésto lean sabrán quien es Layla): el neoliberalismo es profundamente antiutópico, ni siquiera defiende las utopías capitalistas; lo dice Layla hablando de su libro Utopía no es una isla (**), dice que “todos los discursos sobre el futuro parten de la idea de que éste será peor que el presente. El discurso hegemónico por supuesto, pero también los contrahegemónicos. Cuando daba charlas y talleres sobre la historia del futuro y la evolución de la ciencia ficción durante el siglo XX, una de las cosas que preguntaba a los asistentes era cómo veían su ciudad dentro de cincuenta años. Di los talleres en muchos sitios, desde asociaciones de ciencia ficción a universidades o centros sociales autogestionados y la respuesta era siempre la misma: deterioro de las condiciones laborales, pérdida de derechos, aumento de la crisis ecológica, capitalismo de megacorporaciones, tecnología mejorada pero aplicada al control social…me respondían eso incluso militantes de la izquierda radical, que en teoría se supone que deberían creer que lo que hacen puede conducir a otra sociedad. Y pensé que ahí había algo importante. Por supuesto no he sido la única, ni la primera, que lo ha pensado, pero creí que merecía la pena investigarlo”.
En efecto, las distopías reflejan nuestras ansiedades actuales y nuestra sociedad contemporánea se ha vuelto descreída respecto al futuro, ha dejado de creer que esté ligado al progreso y que vaya a ser necesariamente mejor. A propósito de la pérdida de la fe en el progreso, dice Layla que Fredric Jameson (***), como otros teóricos de la posmodernidad, la sitúan precisamente en sus inicios, a finales de los años setenta y principios de los ochenta, en los que tienen lugar algunos hechos históricos que convergen, pero que, sin duda, el más significativo es el ascenso al poder del proyecto liberal en su versión neo, con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca. El capitalismo previo, el de posguerra, sí fue utópico, con sus casitas adosadas en las barrios del extrarradio y sus espectaculares centros comerciales. El neoliberalismo no disimula, como hace la socialdemocracia con su estado de bienestar; no exhibe ningún proyecto colectivo, ni siquiera de tipo capitalista, solo ofrece un presente contínuo, a lo sumo aliviado por la tecnología. Lo que ahora vemos es que cuando se imagina el futuro, se escriben, sobre todo, guiones distópicos que ponen en mutua y contradictoria relación a la realidad con la ficción, un batiburrillo de agónicas aventuras rellenas de esperanzas y miedos colectivos, como si los guionistas quisieran provocar en el espectador un presentimiento, como preparación para una profecía autocumplida.
La utopía proletarista pensaba un mundo económicamente justo, basado en una naturaleza ilimitada, pensaba que la utopía sucedería tras una lucha de clases generalizada, que serviría para que las masas asalariadas nos apropiáramos de la producción capitalista, con lo que el desarrollo económico sería igualmente infinito, en alianza con la ciencia y la tecnología, sin que se llegara siquiera a vislumbrar la idea de un posible colapso. En la actualidad, los restos de esa utopía, básicamente ecosocialistas, se conforman con organizar los escasos recursos que quedan, para gestionar “éticamente” un colapso que ya dan por seguro. Y hasta nos dicen que el propio colapso es una gran oportunidad de “progreso”.
Resulta que la crisis ecológica es sólo una parte, no menor, del paquete, que no va a provocar un colapso de un día para otro, tal como nos enseñan en las series y películas de ciencia-ficción, la sociedad no se va a derrumbar un día concreto en el que unas masas zombis nos lancemos a saquear bancos y supermercados. Lo que tenemos por delante es un deterioro continuo y progresivo, que ya estamos experimentando con el avance de la actual pandemia. No comparto, sin embargo, la creencia de Layla en que la buena noticia sea que “estamos a tiempo de evitar las peores consecuencias de ese deterioro”, a tiempo de echar el freno y detener ese avance mediante “un esfuerzo enorme, que supone derribar el capitalismo en un plazo de tiempo muy corto y que también nos permite imaginar sociedades mucho más justas y una vida mucho más digna”. Se lía cuando piensa que la idea de colapso es negativa políticamente porque nos condena a gestionar ruinas y porque extiende la idea, muy paralizante, de que “si no se puede hacer nada, dado que el colapso es inevitable, ¿para qué voy a intentarlo?”. Ella cree que políticamente es mucho más útil la esperanza que el miedo, porque el miedo paraliza mientras que con esperanza, al menos será más fácil que nos movilicemos. Esto, ni de coña lo esperes, Layla, no estamos a tiempo de evitar el colapso si pensamos que éste es sólo ecológico, y la esperanza no es suficiente, no lo es ponerse a esperar que sucedan, al mismo tiempo, el colapso ecológico del capitalismo y una ilusoria movilización global de las masas esperanzadas. No tengo yo tan clara la utilidad política de la esperanza. Pienso que mucho mejor es una buena estrategia integral y no solo ecológica. Esto ya lo vende el propio sistema, ¿qué son, si no, la “Agenda 2030” y el “New Green Deal” o Pacto Verde?
De mi experiencia como agente de desarrollo rural tirando a “alternativo”, aprendí mucho de la estrategia del “sistema", que con más inteligencia estratégica que nosotros (ahora lo veo), no solo nos copiaba, sino que, además, nos montaba enfrente una oficina paralela de desarrollo rural...¡increíble, el sistema copiando a la oposición!, ¿pero cómo iban a ir en contra de los principios y objetivos de desarrollo en territorios tan depauperados y victimizados como los rurales? No, la declaración de principios y objetivos es lo de menos, siempre son eso, nada más que declaraciones que se pueden cambiar o justificar. Lo realmente importante es la operativa, la estrategia. Y eso lo bordaron y lo siguen bordando. El asco que nos produce la política al uso, nos lleva a prescindir de la dimensión política de lo “alternativo”, a confundir el activismo con la operativa estratégica.
Ya no se me ocurrirá más eso de predicar a favor de luchar a cuerpo descubierto y expuesto a la intemperie. Hace mucho que dejé de pensar que el avance de la revolución era proporcional al número de seguidores en Youtube o al de las ostias repartidas por la poli en las manifestaciones. No pienso para nada en la utilidad política de la esperanza, ahora estoy a favor de montarles algo más que un pollo: un “estado” paralelo y enfrente de cada consistorio estatal; se trata de sobrepasarlos con un ayuntamiento comunal-asambleario, local, sí, pero a partir de un pacto global y unilateral por el que declaramos a la tierra y al conocimiento humano como bienes comunales universales. Eso, utopía operativa: sin esperanza, con estrategia. Pero éste es tema para otro día... que lo tengo que pensar algo más.
Notas:
(*) Un tipo especial de pisanubes es el twitero ocurrente, por ejemplo: "Camino en círculos, no me sigas. Liberté, Egalité, Fraternité, Piqué. Lunes noche, los tuiteros comienzan a resucitar. ¿No hay nada en la tele que no me joda la digestion? Todo el mundo al suelo, tengo un lunes y sé como usarlo. Dame siesta y llámame tonto. Ahora que mi insomnio duerme, voy a aprovechar a meterle mano. Mi plan consiste en dejar que mi trabajo se acumule hasta que sea una torre lo suficientemente grande para que se derrumbe sola. Perdéis el tiempo buscando el truco o la explicación a todo, en lugar de simplemente creer y disfrutar de lo mágico".
(**) Utopia no es una isla es el título del libro editado por Episkaia en noviembre de 2020. Su autora, Laia Martínez, lo es también del ensayo “Gestación subrogada” (Pepitas de calabaza, 2019), así como de relatos y artículos que se han publicado en diversas antologías, como Estío. “Once relatos de ficción climática“ (Episkaia, 2018). Ha traducido ensayo y novela para diferentes sellos editoriales y escribe sobre música en El Salto y sobre series y televisión en La Última Hora. Desde 2014 codirige la editorial independiente Antipersona.
(***) Fredric Jameson es un crítico y teórico literario norteamericano, de ideología marxista, que define el postmodernismo como claudicación de la cultura ante la presión del capitalismo organizado, pensamiento que recoge en su “Teoría de la postmodernidad”.
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