La palabra “España” es un nombre mítico, referido como todos ellos a “algo” puramente literario, que en realidad no existe, como Trapalanda, la ciudad de los Césares o ciudad errante, que se supone localizada en algún punto del Cono Sur, fundada por náufragos que formaron parte de las primeras expediciones de conquista allí enviados por la corona de Castilla. Trapalanda nunca fue encontrada, ni dejó de ser buscada por quienes la suponían repleta de incalculables cantidades de oro y plata allí escondidos. El escritor Martínez Estrada habla de Trapalanda en su “Radiografía de la Pampa”, en referencia a lo que debieron sentir los conquistadores al pisar tierra americana, un sentimiento de conflicto entre ilusión y ficción, por riquezas que no son tales y futuros que nunca se cumplen.
Ezequiel Martínez Estrada |
Pensaba
Martínez Estrada que la Argentina es un Estado inviable “a
pesar de su riqueza de temporada y de su inserción en el mercado
mundial de alimentos y de tanto terreno baldío, transformable en
vergel o huerta grande. Lo pensaba al comprobar la
argentina incapacidad de prever el futuro –las épocas
de vacas flacas–, su tendencia a huir de los fantasmas del pasado
que aguardan en el horizonte, el falseamiento de la historia
nacional –fea y homicida– para conveniencia de las castas
políticas y de sus respectivos electores, el paso arrogante del
ciudadano que se dirige a espacios de entretenimiento o a sus tareas
cotidianas haciendo la vista gorda ante
un abismo de décadas, no tan invisible bajo la superficie”.
Pues
bien, todo ese lamento pareciera una herencia hispana, con un halo de
nostalgia por la grandeza imperial perdida, ante la obviedad de la
imparable decadencia iniciada en el siglo XVII, que inundaba el
Madrid de la generación del 98. Hoy, en el año 2020, aún persiste
esa resistencia a reconocer lo que desde entonces empezaba a ser
obvio, que España es un Estado inviable y fallido en orígen (1). España
no puede ser nunca una “patria”, de ninguno de los modos, no,
porque España es una abstracción que sólo puede existir como
Estado. Nada que ver con algo tan concreto como una patria, la
“tierra de los padres”, donde nacemos y en cuya comunidad
echamos raíces. No, porque la ficción de todo Estado se fundamenta
precisamente en el desarraigo, en conseguir que un catalán y un
malagueño, por ejemplo, crean igualmente que España es su patria,
aunque sea a la fuerza.
La
palabra que nombra al estado “España” describe muy bien su
mentira, a partir de su manipulada etimología. La palabra “españa”
se resiste a ser un modesto topónimo, palabra que se ajusta a la
realidad nombrada. Eligió ser un burdo derivado de “hisp-ania”,
con el nombre de una de las provincias del imperio romano. Prefiere
esa herencia imperial, nunca soportaría que hisp-ania pudiera
ser la versión latina de esp-aña, un modesto topónimo de
raíz ibérika o euskérica. Parecería, es, tragicómico.
Sonríen
paternalmente los etimólogos de carrera, enseñados a defender el
origen latino-imperial de la palabra España, cerrados a la más
mínima consideración del topónimo de raíz vascuence, a pesar de
ser muy abundante en la geografía de la península ibérica y más
allá, y que en todos esos sitios hace referencia al significante que
describen sus dos fonemas constituyentes (esp y oña/aña): una gran
roca singular, puntiaguda como la punta de una espada.
Hace sesenta años, Juan Goitia de Unibaso publicó un libro titulado “España, ¿ibérica o vasca?”. Su hipótesis acerca del origen vasco de los iberos debe ser enmarcada en el contexto adecuado, teniendo en cuenta que esta afirmación es muy cuestionable a partir de los actuales conocimientos genéticos, arqueológicos, toponímicos y otras disciplinas, que justifican la controversia al respecto. Pero no cabe duda de que Juan Goitia fue acertado en la línea de investigación a seguir, a través de la toponimia, pudiendo considerar que la antigua lengua de la Península Ibérica si no era exactamente euskera, sí pertenece a una familia de lenguas emparentadas con ésta, lo que vendría a confirmar al Euskera como lengua no aislada. Ésto es lo trascendental, lo vigente y revolucionario del camino que abrió Juan Goitia, hacia el desciframiento y búsqueda de nuestros orígenes (ver referencia en la web www.lenguaiberika.eu, donde el libro es descargable en pdf).
Hoy, esa ímproba labor tiene continuidad en sus hijos, Jabi Goitia Blanco y Jon Goitia Blanco, además de un buen grupo de filólogos, etimólogos adscritos a la misma corriente de investigación toponímica. Los topónimos son las palabras más antíguas, las que sufren menos modificaciones y, por eso son fundamentales para investigar el pensamiento y modo de vida de quienes utilizaron esas palabras para nombrar los lugares.
Dice
Jon Goitia (2) que
el topónimo “españa” da nombre a una de las afiladas puntas
rocosas del Peñón de Gibraltar, que así la nombraban los antiguos
navegantes al pasar del mar Mediterráneo al océano Atlántico y
viceversa, en sus trasiegos por el estrecho que separa los continentes
africano y europeo. Y yo, que a priori no suelo fiarme de nadie, me
fio más del conocimiento
empírico
de Jon Goitia
que de la bibliotecaria ciencia de los etimólogos a nómina
del Estado. Jon es autor del
polémico libro “España es palabra vasca”, en
el que, además de explicar los fundamentos de la investigación que
ha llevado a cabo, por tener
su residencia actual en Cataluña dedica
buena parte de esta obra al
origen y significado de los topónimos de las comarcas catalanas de
Osona, Garrigas, Garrotxa,
Segarra,, así como de las localidades de Olot, Camarasa, Biscarri,
Espot, Santa Engracia, Talarn y Soterranya.
Manuel Montero, exrector de la Universidad del País Vasco afirmaba al respecto: “la palabra España es el agujero negro del habla vasca y las palabras “Vascongadas” y “Vascuence”, que son nombres históricos, no pueden decirse porque han sido asociadas al franquismo”.
Por su parte, Jabi Goitia es geógrafo y lleva casi cincuenta años estudiando la lengua vasca, muy centrado en la toponimia, Recientemente he leído su libro “El ADN del Euskera”. Su mirada al mundo es topográfica, la de un geógrafo práctico, acostumbrado a mirar la realidad a ras de tierra y no desde su casa, ni sentado en una mesa de estudio. Pero esa mirada es también la de un indígena, un nómada cazador y recolector que habla una lengua primitiva, con la que nombra los lugares con significado descriptivo, por su función o su utilidad práctica: un paso entre montañas, un vallejo umbrío, el estuario de un río, una hondonada que sirve de abrigo a los rebaños, una gran roca que, como las nubes, toma formas caprichosas y parecidas a útiles y cosas que le son familiares a este prehistórico pastor nómada que habla una lengua que muchos siglos después será nombrada como “euskera” o “vasco”. Sigue a los rebaños de animales salvajes por buena parte de un continente que en el futuro recibirá el nombre de Europa (3), un vasto territorio que recorrerá dos o tres veces a lo largo de su vida. En esos viajes se encontrará con muchos otros grupos de tribus nómadas, compuestos de no más de treinta o cuarenta individuos, con los que comparte conocimiento y experiencias, llegando a contraer vínculos de parentesco y con los que comparte también un modo de nombrar las cosas y los lugares, de contar historias en una lengua que ya era común por aquellas tierras del centro y sur de Europa, tierras que siglos después serán divididas y organizadas en naciones y estados, cuando aquellos pueblos nómadas se hicieron agricultores neolíticos, sedentarios aldeanos y, no tardando, ciudadanos, súbditos de una monarquía, de una república, de una dictadura, de un Estado...hasta hoy.
Jabi
Goitia (4) no es etimólogo aunque ha estudiado
durante décadas lo que en orígen describen los topónimos, mucho más que un etimólogo de carrera, sin dejar de comprobar
experiencialmente si los fonemas de la lengua vasca se ajustaban a
describir con fidelidad aquello que nombraban. Ha reunido una base de
datos con muchos miles de fonemas de otras lenguas, los ha comparado
con los de la lengua vasca y ha encontrado coincidencias de raíz en
esos fonemas que describen los lugares por su forma y función en el
paisaje, ¡vaya un método tan rudimentario, tan intuitivo, tan
escasamente documentalista! Esa es la opinión, cómoda y
precipitada, de los científicos, basada en criterios contrarios a su
propio método “científico”.
Me
fío del método de Jabi Goitia. A mí también me apasiona la
toponimia, me produce emoción conocer la motivación que llevaba a
la gente a nombrar los lugares. Por eso que adoro los mapas y hablar
con quienes viven en los paisajes que recorro, para que me digan el
nombre de los pagos de cada lugar y próximos. También me dejo
llevar por la intuición y yo mismo le pongo nombre a sitios que no
lo tienen en los mapas. Un día, en la Sierra de Gredos, descubrí
que había un pico que en el mapa se llamaba “Pico del Güetre”
(así, en francés: güetre, polaina que usan los montañeros para
impedir la entrada de nieve en las botas); pensé primero en la
cursilería de un cartógrafo, luego pregunté a un lugareño que fue
quien me dijo el nombre propio de aquel risco “del güitre”, o
sea, del "buitre", confirmando mi teoría del topónimo caprichoso y
cursi.
Practico
mucho ese mismo método intuitivo en mi caminar por los montes, donde
me gusta patear antíguos caminos, prácticamente perdidos, por
olvido o por falta de uso. He recorrido miles de kilómetros, muchos
de ellos siguiendo las huellas de los pueblos prerromanos, por las
montañas del centro peninsular y de la Cordillera Cantábrica,
también algunas vías romanas, cañadas de la Mesta, caminos de
vetones y vaceos, incluso caminos literarios, de Santa Teresa de
Jesús en sus fundaciones, de Miguel de Unamuno y de Camilo José
Cela. Pero también los viejos caminos locales, entre pueblos, los que
no figuran en los mapas y que están siendo borrados por la
vegetación. Investigando esos caminos, creo que mi método, como el
de los Goitia, no deja de ser científico. Primero reúno la máxima
información, busco mapas nuevos y viejos, referencias
documentales...pero ya en el monte me dejo llevar por mi intuición,
me pongo ojos de indígena y así “veo” caminos desaparecidos,
ocultos bajo la maleza. Sigo el trazado “lógico” que evita las
pendientes demasiado empinadas, que busca el mejor vado en la
travesía de arroyos, el paso entre montañas por los collados más
accesibles, etc. Y es inmensa la gratificación que recibo cuando mis
pies aciertan con la traza original de esos caminos que pisaron,
quién sabe quién y cuándo, antiguos caminantes durante siglos,
cuando no ganados transhumantes, carretas de comerciantes, tropas,
bandas de ladrones y contrabandistas. Por eso que no considere
anticientífica esa intuición que me guía, que no se contradice con
el conocimiento científico sino que, más bien, lo complementa, lo
amplía y enriquece. Me cabrea la paternalista risita de
muchos”científicos” ante los trabajos de modestos
investigadores autodidactas, como los Goitia. No tardarán en caer
del burro y acabarán abriendo sus mentes, más allá de su obsesiva
sujeción a las normas que dicta la Academia y que en tantos casos es
contradictoria con el método científico que dicen profesar.
La
toponimia ha sido, durante demasiado tiempo, ignorada y hasta
despreciada, por su carácter “popular” y “no científico”,
cuando resulta ser clave de bóveda en la investigación
lingüística, como antropológica e histórica.
Los
Goitia han llegado a conclusiones que, de ser ciertas, removerán los
intestinos de infinidad de latinistas de carrera y de patriotas
estatales, vascos y españoles. De ser cierta su hipótesis, -no
menos científica, aunque no tan “patriótica”-, la milenaria
lengua vasca fue hablada muy extensamente en el continente europeo en
tiempos previos al Neolítico, por mucha gente europea no nacida
necesariamente en lo que hoy conocemos como Euskalerría o País
Vasco. Sería una lengua europea, pero no propiamente vasca. Y si se
ha conservado sólo en una pequeña región al norte de la Península
Ibérica, eso no significa que sea propia y exclusiva de ese
territorio a caballo de los Pirineos, ni significa que halla
desaparecido, a pesar del maltrato dado por las autoridades españolas
y vascas, que lo están destruyendo poco a poco, transformándolo en
una lengua artificiosa a la que llaman “batúa” y que, entre
otras barbaridades, pretende cargarse la “Ñ”, genuinamente
vasca, la misma “Ñ” de la que presume la marca “España”. Y
a pesar de todo, la lengua vasca no ha desaparecido, su huella
fonética está presente en otras lenguas europeas posteriores, como
el latín y, sobre todo, en la lengua castellana, a la que se le
atribuye una mayoritaria procedencia latina con más prisa y acomodo
que fundamento, siempre al nostálgico gusto estatal por todo aquello que
haga referencia, o tenga su inspiración, en una historia patria
heredera del imperio romano.
Los
trabajos de los Goitia podrían enmarcarse en una corriente o teoría
toponímica, en la que otro investigador, Alberto Porlan, es de
obligada referencia (5).
Hace unos meses leí el libro “El ADN del euskera”, de Jabi Goitia Blanco, del que dice su editor: “espectacular trabajo de lo que el autor denomina “arqueología del lenguaje”. Tras un minucioso estudio de más de cuarenta años, que a su vez continúa intergeneracionalmente el trabajo iniciado por el padre del autor, se condensa y presenta en esta obra una compilación de 1600 partículas lingüísticas de origen prehistórico que conforman el cuerpo principal del euskera, pero también gran parte del castellano, aportando una estimulante nueva comprensión de ambas lenguas. Los principios y conclusiones de este trabajo hacen saltar por los aires la construcción teórica de casi toda la filología académica vigente, y se adentra mucho más profundamente, tanto en el significado como en el tiempo, en las raíces del lenguaje. Si bien encontramos enfoques similares o coincidentes con este en diversos autores independientes, probablemente en ningún caso (principalmente debido al alcance de la exploración toponímica que ofrecen las nuevas tecnologías) se había contrastado tanta cantidad de información pues nos encontramos ante el primer estudio microtoponímico (nombres de riachuelos, peñas, ramblas, colinas, parajes, diseminados…) a gran escala cubriendo gran parte de Europa occidental y norte de África”.
Notas:
(1)
Mi propia conclusión:
-Que
España es un Estado al que le gustaría ser lo que ni es ni puede
ser, una patria, que como la ciudad de Trapalanda muchos buscarán y
nadie encontrará, por la sencilla razón de que no existe. Por
cierto, Trapalanda suena a palabra compuesta, de “landa”-país y
de “trapazas”, sustantivo éste que en su uso coloquial
significa embuste, mentira, falsedad, engaño, fraude, trampa,
invención, y estafa, según dice el propio diccionario de la RAE.
-Que
la lengua vasca pudiera ser una primitiva lengua europea que bien
podría llamarse de otra manera, pero que se llama “euskera” o
“vasco” sólo porque es en esa región de la Península Ibérica
donde mejor se ha conservado, aunque su huella fonética,
preneolítica, esté presente en muchas otras lenguas europeas y
especialmente en el castellano, mal llamado “español”.
-Que
si fuera así, como dice Juan Goitia y yo intuyo, la lengua vasca es
patrimonio de todos los pueblos europeos cuyas lenguas conservan
profundas y abundantes raíces fonéticas, deudoras de su primitivo
orígen “vasco”.
-Que
tardaremos en ver desaparecer los carteles de las casas cuartel de la
Guardia Civil, donde pone “Todo por España”. ¿Borrarían la
palabra España de ese cartel si ésta fuera palabra vasca?
-Que
seguirá siendo sacrificada gente inocente al grito de “viva
España” y que el británico Peñón de Gibraltar es “genuinamente”
español. Como las “españolas” islas de Canarias, que con Ceuta
y Melilla son tierras tan africanas como el Sahara que se reparten
los estados de Marruecos, Argelia y Mauritania.
-Que
al vecino estado “lusitano” de Portugal, le sucede algo similar a
lo del “hispánico” estado de España, que por querer ser lo que
no puede ser -una patria-, ambos deambulan por el mundo cantando
fados y trágicas bulerías, como almas en pena que buscan
Trapalanda, que sólo saben existir mientras la buscan. Como
Estados, al modo romano, no como solar ibérico y común, de vecinas
patrias.
(2)
Jon
y Jabi son hijos de
Juan de Goitia
y
Unibaso, autor autodidacta que hace 50 años publicó «España
Ibera o Vasca», del que se dice en
www.eukele.com que "para poner en contexto
adecuadamente esta obra, cabe reseñar que en aquella época se
carecía de los medios tecnológicos actuales como Internet, Google
Earth, etc…, lo cual ha permitido un avance notable en cuanto a
investigación toponímica se refiere, quedando, obviamente, el
contenido del libro sensiblemente desfasado en cuanto a traducción
de topónimos se refiere.
Por
otra parte, la cuestion planteada por su autor en la cual dilucida
que los íberos son descendientes de los vascos, hay que enmarcarla
en el contesto adecuado.
Hoy
en día, desde estudios genéticos, toponímicos, arqueológicos y
otras disciplinas hay diversas teorías que difieren en este punto
del autor, cuestión aún por dilucidar, pero desde luego,no cabe
duda de que Juan Goitia fue acertado en la línea de investigación a
seguir al percatarse, a través de la toponimia, que la antigua
lengua de la Península Ibérica sino era exactamente euskera, si era
una lengua de una familia emparentada con ésta, lo cual vendría a
reafirmar al Euskera como lengua no aislada.
Ese
es el planteamiento transcendental, vigente y revolucionario en
cuanto al camino que abrió (entre muchos otros antecesores) en el
desciframiento y búsqueda de nuestros orígenes. Si a pesar de las
Instituciones educativas y políticas, hoy se a avanzado bastante en
cuanto a investigación se refiere, ha sido gracias a todas aquellas
personas, que, aún careciendo de medios y contra viento y marea,
siguieron y siguen cuestionando muchos de los «dogmas» establecidos
por la «ciencia» institucional, la cual, está condicionada por
intereses expúreos ajenos a esa ciencia que tanto dicen defender.
Hoy
sus hijos,Jabier y Jon Goitia, 50 años después, han continuado y
avanzado la Obra de su padre.
Enlaces
relacionados:
España
es palabra vasca:
Euskera-Ibero-Paleoeuropeo:
http://euskerarenjatorria.eus/?lang=es
http://euskerarenjatorria.eus/?lang=es
Eukele:arqueología
del lenguaje contra los dogmas lingüisticos: https://eukele.com/
(3)
La palabra Europa, como tantas
otras, es ràpidamente
despachada por la etimología
académica a partir de una atribución de
origen griego, latín o
arábe, a conveniencia. Para “europa”, lo más frecuente
es darle origen griego, compuesta de “eur” (verdadero) y “opsis”
(ojos, ver, vista). Es muy probable que su origen, como el de “asia”
(al este), esté en un topónimo antes que en la mitología. Buena
parte de los etimólogos coinciden en ésto y proponen un orígen
semítico, con una raíz “rb” en alternancia con “grb” que en
las lenguas semíticas del norte significa “occidente” (como en
el árabe actual, con pronunciación “garb” , que produce el
topónimo “al-garve” en lengua portuguesa, que vendría a
significar “al occidente de Al-Andalus”. Piensan
muchos que Europa proviene de esa raíz semítica “rb”
(“hrb”), que significa «ponerse el sol» (Occidente); irib
en asirio, ereb en arameo, habiéndose propuesto la forma
“urūbā” como la denominación original de las «tierras
occidentales». Desde una perspectiva asiática o medio-oriental, el
sol se pone efectivamente en Europa, la tierra al oeste. Aun cuando
esta sea la etimología más aceptada en la actualidad, algunos
investigadores como M. L. West han sostenido que «fonológicamente,
la coincidencia entre el nombre de Europa y cualquiera de las formas
semíticas del vocablo, es muy pobre».
La
mayor parte de las lenguas utilizan palabras derivadas de Europa
para referirse al continente. Se dice en la wikipedia que el
primer uso del término «europeos» (europenses) parece haberse dado
en la Crónica
mozárabe de 754, para referirse “al enfrentamiento entre los
reinos cristianos y la expansión musulmana”...siempre
la misma obsesión historicista-documentalista.
(4)
Sobre el origen etimológico de España dice Jon Goitia: “los
etimólogos dudan entre Iberia e Hispania porque se huelen que no
tiene origen latino y que, por eso se lanzan a buscar un origen
fenicio o algo más lejano, así dicen que Hispania
proviene del fenicio i-spn-ya, un término cuyo uso está documentado
desde el segundo milenio antes de Cristo, en inscripciones
ugaríticas. Los fenicios constituyeron la primera civilización no
ibérica que llegó a la península para expandir su comercio y que
fundó, entre otras, Gadir, la actual Cádiz, la ciudad habitada más
antigua de Europa Occidental. Los romanos tomaron la denominación de
los vencidos cartagineses, interpretando el prefijo i como ‘costa’,
‘isla’ o ‘tierra’, con el significado de ‘región’. El
lexema spn, que en fenicio y también en hebreo se
puede leer como saphan, se tradujo como ‘conejos’ (en realidad
‘damanes’, unos animales del tamaño del conejo extendidos
por África y el Creciente Fértil). Los romanos, por tanto, le
dieron a Hispania el significado de ‘tierra abundante en conejos’,
un uso recogido por Cicerón, César, Plinio el Viejo, Catón, Tito
Livio y, en particular, Catulo, que se refiere a Hispania como
península cuniculosa (en algunas monedas acuñadas en la época de
Adriano figuraban personificaciones de Hispania como una dama sentada
y con un conejo a sus pies), en referencia al tiempo
que vivió en Hispania”…
Esto
es el no va más, no solo fenicios, sino cartagineses y
hebreos. Lo de los conejos es de guasa y chirigota y, más aún, lo
de la dama sentada con un conejo a sus pies, que según los eruditos
ha de justificar el “topo”. Y continúa Jon Goitia.:
“Sobre
el origen fenicio del término, el historiador y hebraísta Cándido
María Trigueros propuso en la Real Academia de las Buenas Letras de
Barcelona en 1767 una teoría diferente, basada en el hecho de que el
alfabeto fenicio (al igual que el hebreo) carecía de vocales. Así
“spn” (sphan en hebreo y arameo) significaría en fenicio ‘el
norte’, una denominación que habrían tomado los fenicios al
llegar a la península ibérica bordeando la costa africana, viéndola
al norte de su ruta, por lo que i-spn-ya sería la ‘tierra del
norte’. Por su parte, según Jesús Luis Cunchillos en su Gramática
fenicia elemental (2000), la raíz del término span es spy, que
significa ‘forjar o batir metales’. Así, i-spn-ya sería la ‘la
tierra en la que se forjan metales’.
Aparte
de la teoría de origen fenicio, que es la más aceptada a pesar de
que el significado preciso del término sigue siendo objeto de
discusiones, a lo largo de la historia se propusieron diversas
hipótesis, basadas en similitudes aparentes y significados más o
menos relacionados.
A
principios de la Edad Moderna, Antonio de Nebrija, en la línea de
Isidoro de Sevilla, propuso su origen autóctono como deformación de
la palabra ibérica Hispalis, que significaría ‘la ciudad de
occidente y que, al ser Hispalis la ciudad principal de la península,
los fenicios, y, posteriormente los romanos dieron su nombre a todo
su territorio. Posteriormente, Juan Antonio Moguel propuso en el
siglo XIX que el término Hispania podría provenir de la palabra
éuscara Izpania que vendría a significar ‘que parte el mar’ al
estar compuesta por las voces iz y pania o bania que significa
‘dividir’ o ‘partir’. A este respecto, Miguel de Unamuno
declaró en 1902: «La única dificultad que encuentro [...] es que,
según algunos paisanos míos, el nombre España deriva del vascuence
'ezpaña', labio, aludiendo a la posición que tiene nuestra
península en Europa» Otras hipótesis suponían que tanto Hispalis
como Hispania eran derivaciones de los nombres de dos reyes
legendarios de España, Hispalo y su hijo Hispan o Hispano, hijo y
nieto respectivamente de Hércules”.
Esta
es la sentencia que le merece a Jon Goitia: “siguen tan
perdidos como los anteriores, tan solo Moguel acierta al asignar la
procedencia y se acerca en el significado. Unamuno dice lo mismo que
contaba Astarloa el siglo XVIII, y que he citado en el capítulo
correspondiente, ambos aciertan en asignar el origen a la lengua
vasca y dejarse de teorías absurdas, fenicias, griegas o romanas.
Los
eruditos siguen completamente perdidos, pues ocurre
todo lo contrario, es Hispania lo que deriva de España, y se han
inventado toda una mutación de letras para justificar un absurdo,
todo va al revés de lo que nos cuentan, los romanos se atragantaban
con la ñ, y la cambiaron a algo pronunciable por ellos, ISPANIA por
ESPAÑA. Es decir, la “Ñ”, con la que los romanos se
atragantaban la desdoblan en “NI”
A
los de “La Vasca” (aquí
se refiere J. G. a la
Real Academia
de la Lengua
Vasca,
Euskaltzaindia, fundada en 1918, que
es
la Institución Académica oficial que “vela” por el euskera)
les
sucede lo mismo, lo que era EspaÑa ha pasado a EspaINa, cambian “Ñ”
“por “IN”, mientras que los romanos lo hacían por NI, la E
inicial por I es cambio habitual. ¿Aclarado lo de Hispania, los
romanos y los vascos atragantados con España?
España
es palabra vasca desde la más remota antigüedad, todas las
acepciones dadas hasta ahora para el topónimo son “ocurrencias”
y quienes se las sigan creyendo no pasarán más allá del “limbo
de los carajotes”. No hace falta seguir buscando cerámicas,
plomos, bronces o monedas para datar la antigüedad del idioma vasco,
ya que las pruebas evidentes las tenemos escritas en las rocas de
Iberia, Italia y Francia, muchos miles de años antes de que se
emitieran monedas o se inventara la escritura que tenemos por
moderna.
Y
esas voces las volvemos a tener en la voces latinas o de los romances
con explicación en euzkera y carentes de ella al prescindir de este
idioma. Cuando llegamos a Italia ocurre el mismo fenómeno que ya he
descrito, están las rocas, los lagos y los ríos hablando en idioma
vasco. El idioma de Roma esta lleno de voces que tomó de los que con
mucha anterioridad pusieron nombre a su geografía, este es uno de
los retos que me propuse al ir avanzando; el señalar indicios
evidentes de cómo el latín tomó un elevado porcentaje de las voces
que usa del viejo idioma. Si
al latín le quitamos las voces que provienen del euzkera se queda
literalmente “en pelotas”,¡que
se enteren esos, unos pobres ignorantes, que al referirse al euzkera
hablan de “un idioma para aldeanos”!
(5)
Alberto
Porlán,
ha
elaborado una teoría
toponímica, en su
libro “Los
nombres de Europa”, publicado
por Alianza
Editorial (Madrid,
1998):
"Los
topónimos europeos son resultado, en su abrumadora mayoría, de un
sistema único y extremadamente arcaico de ordenación territorial
del que ya se habría perdido memoria a comienzos de la historia
escrita [...]; los nombres son relativos: se encuentran ligados entre
sí como elementos de un conjunto territorial unitario al que se
yuxtaponen otros conjuntos organizados interiormente de manera
semejante, al modo de las células de una piel [...]
Los
elementos de aquel sistema nunca desaparecieron por completo.
Continúan vigentes en la estructura de los nombres actuales, algunos
de los cuales se han acomodado con mayor o menor propiedad a formas
reconocibles [...]; mientras que otros muchos de estructura
equivalente [...] no encontraron acomodo semático"
A
mediados de los ochenta, el escritor, filólogo e investigador
Alberto
Porlán
comenzó a rastrear
la concordancia toponímica de Europa,
desde las Islas Británicas hasta Sicilia, del cabo de San Vicente al
extremo oriental de Polonia, desde Suiza a la desembocadura del Ebro,
desde el sur de Inglaterra al Ródano. Y así, sumergido en
diccionarios y mapas, se dio cuenta de que los nombres de las
ciudades, los pueblos, los ríos y los montes del continente no eran
producto del caos ni se distribuían al azar como pensábamos. No,
obedecían
a un patrón.
Existió así hace miles de años un patrón territorial muy arcaico,
un sistema primigenio de ordenación que ya había sido olvidado a la
llegada de Roma y la escritura, un modelo repetido por toda Europa
que nos habla de la presencia de una cultura común a todos los
pueblos de Europa. Y así, los europeos que en el pasado nos
obsesionamos con desentrañar el remoto jeroglífico o el intratable
minoico, hemos permanecido ajenos
a una verdad tan espectacular y que además nos esperaba a la vuelta
de la esquina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario