Ilustración de Pawel Kuczynski |
Por un Pacto (glocal) del Común (3) Sobre la ciencia, la tecnología y el conocimiento: algo más que mercancías
Mi desprecio por la tecnología no es general, es selectivo, más referido al manejo interesado en su gobierno, a la tecnocracia. Distingo entre ciencia y tecnología. La tecnología que desprecio no me lleva a extender ese desprecio a toda la ciencia, ni tampoco a todas sus aplicaciones tecnológicas. No desprecio la ciencia médica, como no desprecio la internet, lo que desprecio son sus erróneas aplicaciones tecnológicas, insisto, la tecnocracia.
He aprendido a diferenciar entre ciencia y conocimiento, entre el impulso -permanente - por saber y el saber mismo (algo temporal y, por tanto, necesariamente contingente, provisional). Y también distingo entre conocimiento como conjunto de saberes y conocimiento como ese complejo proceso de nuestra inteligencia por el que nos relacionamos con el mundo y mediante el cual adquirimos con-ciencia, de nosotros mismos como de nuestro contexto “vital”.
Quien
se rinde al
desprecio generalizado por la ciencia y la tecnología, casi siempre
es por causa de que hemos sido acostumbrados a confundir
los avances de la ciencia y la
tecnología
asociados al éxito del capitalismo que los financia.
Sin
entender qué
es el conocimiento humano, no
podremos
entender ésta
confusión por
la que le es atribuido al capitalismo
un mérito que no le
corresponde.
Pienso que el
motivo que nos mueve al conocimiento es un
impulso
perfectivo
del ser, es algo ético. La ciencia académica
ha
sucumbido durante los últimos
tiempos a
la pretensión de sistematizar
ese impulso por
saber,
a
su
especialización,
al
encasillamiento
del
conocimiento en
trozos estancos; y
así,
sus aplicaciones
tecnológicas
son interesadas
y necesariamente
mecánicas,
siempre corren el riesgo de cometer ese mismo error de partida, al
servicio del sistema “científico”
dominante.
Pero
la ciencia no se agota en ese espacio académico e
institucionalizado, el sistema de poder no puede
llegar
a tanto, porque el impulso por saber es inapropiable e inembargable,
no es un bien que pueda ser expropiado íntegramente
por
nadie, ni siquiera por el todopoderoso
orden estatal-capitalista.
Porque el conocimiento es bien universal y propio del común
humano, que
se resiste a su uso fragmentado, mecanizado y comercial.
Si
hoy es
una mercancía
lo
es contranatura
y
siempre
por
alguna
forma de violencia.
¿Quién
puede certificar la bondad
de la propiedad
privada -individual o corporativa- de cualquier parte
del
conocimiento, si
no es por razón de imposición
o
por delito de robo?,
¿quién
se atreve a afirmar que la creatividad de un científico, como la de
cualquier ser
humano,
proviene exclusivamente de sí mismo, y que
por
tanto le pertenece en exclusiva propiedad?, ¿que
“su”
invento no
se nutre del saber que a él le ha llegado tras ser producido,
acumulado y transmitido por las generaciones que le precedieron?,
¿que su
invento no
proviene de
su exclusiva creatividad individual y
que ésta nada es sin
su relación con
ese contexto sociedad/naturaleza al que llamamos nuestro “mundo”?
Eso
sólo puede certificarlo quien desconozca el
componente
inmaterial de la realidad, su parte relacional, sin la cual su
parte
material es
vista
como “totalidad”,
una
visión necesariamente simplista, incompleta y contraria a toda evidencia
realmente científica.
Creo
que quien
así piensa de
algún modo se
ignora a sí mismo, desperdicia
buena parte de
su propia conciencia, se encasilla y aísla, separándose de una
realidad que sólo puede ser completa en
su diversidad
y
en permanente estado de cambio.
Todas
esas personas permanecen
ínmóviles, atadas a su más primario instinto de conservación,
estáticas y paralizadas en el estrecho reducto de su “científica”
seguridad,
empeñadas
en ignorar los avances del conocimiento humano en los campos de la
física,
la biología
o
la neurociencia cognitiva.
Cierto
es que
siempre
habremos
de temer una
posible
aplicación tecnológica del conocimiento científico, bien sea en
modo estatal,
comercial o
bélico,
según costumbre del sistema que “paga” la investigación
científica. Sabemos
que “quien paga manda”, pero
no
deberíamos
olvidar
de
dónde procede el
dinero que
utilizan los estados y las corporaciones para financiar la
investigación científica.
No
encontraremos una sola tecnología así financiada que no sea
convertida irremediablemente en mercancía de consumo, en armamento letal o en
herramienta de control social. Y detrás de quien “paga”, de las
corporaciones capitalistas y sus estados, no encontraremos ninguna
historia que no sea esencialmente delictiva, de violencia y de
apropiación o robo,
de la
tierra y del conocimiento humano, nuestros
bienes comunes universales.
Nuestra
humana inteligencia no es reducible al volumen de nuestro cerebro,
no
con
ignorancia
de la
inmensa complejidad de operaciones que nuestro
cerebro
realiza para relacionarse con el mundo, para intentar conocerlo
y
conocerse
a
sí mismo través de esa relación. No
sin comprender la innata “vitalidad”
de
la inteligencia que compartimos con todos los seres vivos. Coincido
con los científicos que a partir del descubrimiento de esa
vitalidad, aprecian en ella una cualidad ética, no
una exclusiva razón material
de
supervivencia, obligada
a un estado de permanente competencia. Salvo en momentos de máximo
riesgo, urgencia y alerta, no es eso lo que mayormente nos mueve y motiva; es
un impulso inconsciente y vital, es una
voluntad de autorrealización y perfección del ser, que
encuentra su mejor contexto en la cooperación social y no en la
competencia, quedando ésta para la búsqueda de la excelencia, sí,
pero también para la satisfacción de instintos más oscuros, como
el afán de dominio o la envidia.
Pongamos
un
par de
ejemplos concretos
de
esa ignorancia
acerca del conocimiento humano y del estado de confusión y
contradicción que origina:
Podemos
ser veganos y, en
coherencia,
pensar que no debemos consumir carne de pollo, pero
que
eso
es
compatible con ser
capitalistas,
es decir,
que nos parezca “normal” el
consumo
de vidas humanas,
el
uso
de
esas vidas
para nuestra propia supervivencia. Relativismo
caníbal y
capitalista sería
ésto. Podemos
ser feministas y, en coherencia, luchar por la
igualdad
humana,
para que las vidas
de las personas
-cualquiera
que sea su sexo-
no
puedan
ser
consumidas
por nadie, ni en
modo alguno; o
bien
podríamos
luchar para
que las
mujeres “sólo” puedan ser
consumidas
en igualdad de condiciones que
las personas de
diferente
sexo.
Este
feminismo sería relativismo igualitario y
capitalista
al cabo.
Son
sólo dos ejemplos, pero
podríamos poner muchos más, como
las ideologías
de
“izquierda y
derecha” y
muchas otras creencias, maś o menos ilusorias o religiosas;
podríamos
siempre encontrar justificaciones ambivalentes a
esa “coherente” y
dual contradicción
que enturbia
nuestro conocimiento y acompaña
a
nuestra
dialéctica
existencia,
que
se expresa como permanente
confrontación
moral,
entre
bien y mal, las
dos interpretaciones
interesadamente relativas,
contingentes
y convencionales, que por igual nos constituyen, obligándonos
a elegir.
Pues
bien, pienso que en esa obligada
elección
consiste lo que llamamos “libertad”, algo que sólo puede
ser tan
personal
como
inseparable
de la
responsabilidad que
conlleva por
efecto
de sus consecuencias.
No
hay, pues, “libertades”, no
en plural. La
libertad es algo personal y singular, algo
exclusivo de nuestra conciencia ética, propiamente individual y cualitativa, sustanciada como moral en su práctica social.
Cierto
que
condicionada
por las
circunstancias y condiciones concretas de nuestra
relación
(ecológica-social)
con
el mundo, pero
en
medida no menor que por nuestra individual
percepción
y conocimiento de la realidad,
ese
complejo mundo/sociedad/naturaleza del que somos parte.
No
puede ser más inmoral ni más absurdo el
comercio
del
conocimiento que
es consustancial al negocio capitalista y que tan bien es promovido y
protegido por sus
aparatos
estatales.
Interpretan
el conocimiento humano como
una mercancía más, al
igual que hacen con
la Tierra, nuestro otro bien común y
universal.
La buena noticia es que sólo podrán
hacerlo
mientras
el
resto, el común de los humanos, lo
consintamos.
Por
todo
lo dicho, es
por lo que
propongo
la comunalidad y
universalidad
del conocimiento
humano,
la
urgencia y
necesidad de su declaración como
“bien común universal”, al
menos una declaración unilateral, por quienes así lo comprendemos y compartimos, por pocos que
ahora
seamos.
Yo ya
he
elegido (no diré que entre el bien y el mal), me inclino por lo que creo
mejor, lo
mejor para el común de la especie humana y,
por
eso mismo,
también lo
mejor para mí mismo.
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