sábado, 18 de abril de 2020

DE VERDAD QUE NO ES UN CUENTO



A pesar de su nombre, Manolín ya tenía más de sesenta años años. Tuvo tiempo para muchos oficios y varias vidas, de obrero en los valles mineros de Asturias, peón en una industria metalúrgica de Alemania y luego de campesino aquí, ya de vuelta a su origen, el páramo leonés donde Manolín vino al mundo, hacía por entonces más de medio siglo. 

Al comienzo de cada verano me gustaba encontrármelo el primer día y buscar ocasión para hablar con él, eso sí, sólo de vez en cuando, porque Manolín no paraba en cuanto cogía carrerilla. Tras la primera media hora ya no había quien le siguiera la conversación, que podía derivar tanto por los cerros del Rhin como por los oscuros vericuetos del barrio húmedo de León, según le viniera a la cabeza. 


En la bodega, a la hora del almuerzo -que por entonces se decía “tomar las diez” - se volvía aún más locuaz y sus historias más fantasiosas con la ayuda del vino clarete que allí compartíamos con otros vecinos y con el cartero que también se sumaba muchos de los días en esos veranos. Pero aún más me gustaba la conversación cuando Manolín nos visitaba y de natural acabábamos paseando por nuestra huerta, porque a él le interesaba mucho certificar nuestros aciertos en la labranza y, más aún, nuestros errores, que él corregía y rápidamente disculpaba por ser nosotros estudiantes y hortelanos de capital. 
 
Cuando yo le visitaba, inevitablemente conversábamos también por las lindes de su huerta, mientras me enseñaba cómo allí, a todo tren, tiraban para arriba sus tomates, zanahorias, lechugas, acelgas y pimientos. En la bodega, casi siempre en medio de aquel buen corro de vecinos que se juntaban a tomar las diez, su conversación se hacía vibrante, mucho más exagerada y fantasiosa, en contraste con las conversaciones pausadas que teníamos paseando por su huerta o por la nuestra, que estaba muy cerca de la suya. De las que más me acuerdo, son aquellas conversaciones a solas, en las que Manolín se volvía filósofo y trascendental. Y siempre, siempre, la que más recordaré es la conversación y posterior discusión que tuvimos un día en que paseábamos, esta vez por las afueras del pueblo, por ver qué tal iba un majuelo que allí teníamos a medias, su familia y la mía. 

Se detuvo mirando fijamente al suelo, muy pedregoso en esa parte del páramo, hizo una larga pausa de silencio y, sin mirarme, como apuntando al vacío, dijo solemnemente: “chaval, este año las piedras han crecido”. A punto estuve de reírme, pero me contuve a tiempo, por no faltar al respeto que le tenía, porque a pesar de ser un hombre sin estudios yo siempre le reconocí una gran sabiduría natural, que sin duda le venía de sus muchas y variadas experiencias, en sus muchas vidas por otros mundos, conocimientos que brillaban ante mí sobre todo cuando se referían al campo y a sus trabajos, con esa misteriosa sabiduría relativa a los ciclos de la naturaleza y al paso del tiempo, esa conjunción de conocimiento y oportunidad que se precisan para, de un pequeño puñado de minúsculas semillas, obtener buenos calderos de zanahorias, pimientos, tomates, acelgas y lechugas.
Pero lo que no pude es dejar de mostrarle al menos mi incredulidad: Manolín, no me jodas que las piedras crecen... A mí me lo vas a discutir, replicó, que yo no digo que crezcan todas las piedras del páramo, pero éstas sí... y muchas más, me dijo con absoluta rotundidad, señalando las de aquella parte del majuelo, ...que las tengo vigiladas estos últimos veranos. Tuve que aguantarme, dejarlo por imposible ante tal contundencia y su empírica certeza, tan sólidamente basada en una paciente y sistemática observación de aquellas piedras que “se criaban” en el páramo. De nada le valió mi razonamiento. Manolín, que lo que realmente puede estar pasando es que la cantidad de piedras sea más grande este año, pero que no es porque sean ellas más grandes, que lo más probable es que al estar el majuelo en algo de pendiente, el agua de invierno y primavera, con sus escorrentías, esté sacando las piedras de abajo al arrastrar la poca tierra que allí hay y que, por eso, a tí te parece que las piedras crecen de un año para otro. Pero no hubo manera. 
 
Me he acordado de Manolín y de aquella conversación en especial, porque ayer me llegó la triste noticia de su muerte, enfermo de coronavirus a la edad de ochenta y tres años, en el hospital de León. Hacía más de veinte que no sabía nada de él, sólo que los últimos estuvo por La Bañeza y Benavente haciendo fortuna de curandero y que, al final, anduvo bastante averiado por la silicosis que arrastraba de su época asturiana. Descanse en paz. 
 
El caso es que, pensando en ello, ahora me doy cuenta de que Manolín, de alguna forma, se salió con la suya. Escucho la radio, leo los periódicos, veo la televisión y en todas partes veo gente, de todas las clases, no sólo gente común del estilo de Manolín, también gente mucho más ilustrada, periodistas, políticos, economistas, climatólogos, pandemiólogos, etc, que al igual que Manolín siempre creyeron que las piedras crecen y se reproducen, tal es la comparanza que me hago con el funcionamiento capitalista del mundo, su científica economía, tan milagrosa que durante más de dos siglos hizo que las piedras crecieran a base de sólo creerlo. Que, si no, de qué hubiéramos llegado a tanta modernidad y a tanto progreso. Pero resulta que ahora todos dicen y nos vienen a recomendar, a la vez, lo mismo y lo contrario: que nos vayamos haciendo a la idea de que cuando salgamos de casa sin mascarilla ya nada será igual que antes,  aquel tiempo idílico en que las piedras crecían. En otras palabras, que por culpa de un bichito el mundo será otro bien distinto, uno en el que las piedras ya no podrán crecer...¡a ver si ahora voy a tener que darle la razón a Manolín, aunque sea post mortem!


Nota:

(1) Pues sí, en Costeti (Rumanía), en la mismísima tierra del Conde Drácula, existen piedras que crecen delante de los asombrados ojos de los turistas que hasta allí llegan (o, más bien, llegaban). La gente del lugar las ha bautizado como trovants o "piedras que crecen", porque eso es exactamente lo que hacen. Después de que llueve la superficie de esas piedras se cubre de protuberancias que aumentan de tamaño rápidamente. "Las trovants están formadas por arena sedimentada de una cuenca formada hace seis millones de años. Junto a las arenas se han acumulado carbonatos en exceso, que cuando llueve presionan a las capas inferiores de sedimentos y las hacen aflorar hacia el exterior creando las protuberancias”. Esta es la explicación científica que ha hecho de las piedras de Costeti una atracción turística,  gracias a ello son rentables y no sólo una colección de piedras desperdigadas por el campo.
En general, su aspecto no difiere de las piedras normales, aunque los minerólogos descubrieron ciertos detalles que las convertían en únicas en todo el planeta. Según los especialistas, estas piedras tienen una antigüedad de seis millones de años y habrían comenzado como pequeños guijarros, llegando a alcanzar hasta diez metros, como sucede en algunos casos. Sin embargo, este proceso no es rápido, al contrario, especulan que tardan mil años en crecer entre cuatro y cinco centímetros. Incluso hay investigadores científicos que afirman que estas piedras tienen la capacidad no sólo de crecer, sino también de moverse y hasta de “respirar”. Si bien, aclaran que estos procesos suceden en una escala micro, entre dos días y tres semanas por "respiración". Es más, hasta aseguran que tienen un extraño pulso que puede detectarse utilizando un equipo de alta sensibilidad.

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