A
pesar de su nombre, Manolín ya tenía más de sesenta años años. Tuvo
tiempo para muchos oficios y varias vidas, de obrero en los valles
mineros de Asturias, peón en una industria metalúrgica de Alemania y luego de
campesino aquí, ya de vuelta a su origen, el páramo leonés donde
Manolín vino al mundo, hacía por entonces más de medio
siglo.
Al comienzo de cada verano me gustaba encontrármelo el
primer día y buscar ocasión para hablar con él, eso sí, sólo de vez en cuando, porque Manolín no paraba en cuanto cogía
carrerilla. Tras la primera media hora ya no había quien le siguiera
la conversación, que podía derivar tanto por los cerros del Rhin
como por los oscuros vericuetos del barrio húmedo de León, según
le viniera a la cabeza.
En la bodega, a la hora del almuerzo -que
por entonces se decía “tomar las diez” - se volvía aún más
locuaz y sus historias más fantasiosas con la ayuda del vino clarete
que allí compartíamos con otros vecinos y con el cartero que
también se sumaba muchos de los días en esos veranos. Pero aún más
me gustaba la conversación cuando Manolín nos visitaba y de natural
acabábamos paseando por nuestra huerta, porque a él le interesaba
mucho certificar nuestros aciertos en la labranza y, más aún,
nuestros errores, que él corregía y rápidamente disculpaba por ser
nosotros estudiantes y hortelanos de capital.
Cuando
yo le visitaba, inevitablemente conversábamos también por las lindes
de su huerta, mientras me enseñaba cómo allí, a todo tren, tiraban
para arriba sus tomates, zanahorias, lechugas, acelgas y pimientos.
En la bodega, casi siempre en medio de aquel buen corro de vecinos
que se juntaban a tomar las diez, su conversación se hacía
vibrante, mucho más exagerada y fantasiosa, en contraste con las
conversaciones pausadas que teníamos paseando por su huerta o por la
nuestra, que estaba muy cerca de la suya. De las que más me
acuerdo, son aquellas conversaciones a solas, en las que Manolín se
volvía filósofo y trascendental. Y siempre, siempre, la que más recordaré
es la conversación y posterior discusión que tuvimos un día en que
paseábamos, esta vez por las afueras del pueblo, por ver qué tal iba un majuelo que allí teníamos a medias, su familia y la
mía.
Se detuvo mirando fijamente al suelo, muy pedregoso en esa
parte del páramo, hizo una larga pausa de silencio y, sin mirarme,
como apuntando al vacío, dijo solemnemente: “chaval, este año
las piedras han crecido”. A punto estuve de reírme, pero me
contuve a tiempo, por no faltar al respeto que le tenía, porque a
pesar de ser un hombre sin estudios yo siempre le reconocí una gran
sabiduría natural, que sin duda le venía de sus muchas y variadas
experiencias, en sus muchas vidas por otros mundos, conocimientos
que brillaban ante mí sobre todo cuando se referían al campo y a
sus trabajos, con esa misteriosa sabiduría relativa a los ciclos de
la naturaleza y al paso del tiempo, esa conjunción de conocimiento
y oportunidad que se precisan para, de un pequeño puñado de
minúsculas semillas, obtener buenos calderos de zanahorias,
pimientos, tomates, acelgas y lechugas.
Pero
lo que no pude es dejar de mostrarle al menos mi incredulidad:
Manolín, no me jodas que las piedras crecen... A mí me lo vas a
discutir, replicó, que yo no digo que crezcan todas las piedras del
páramo, pero éstas sí... y muchas más, me dijo con absoluta
rotundidad, señalando las de aquella parte del majuelo, ...que las
tengo vigiladas estos últimos veranos. Tuve que aguantarme, dejarlo
por imposible ante tal contundencia y su empírica certeza, tan
sólidamente basada en una paciente y sistemática observación de
aquellas piedras que “se criaban” en el páramo. De nada le valió
mi razonamiento. Manolín, que lo que realmente puede estar pasando
es que la cantidad de piedras sea más grande este año, pero que no
es porque sean ellas más grandes, que lo más probable es que al estar
el majuelo en algo de pendiente, el agua de invierno y primavera, con
sus escorrentías, esté sacando las piedras de abajo al arrastrar la
poca tierra que allí hay y que, por eso, a tí te parece que las piedras
crecen de un año para otro. Pero no hubo manera.
Me he
acordado de Manolín y de aquella conversación en especial, porque ayer me llegó la triste
noticia de su muerte, enfermo de coronavirus a la edad de
ochenta y tres años, en el hospital de León. Hacía más de veinte
que no sabía nada de él, sólo que los últimos estuvo por La
Bañeza y Benavente haciendo fortuna de curandero y que, al final,
anduvo bastante averiado por la silicosis que arrastraba de su época
asturiana. Descanse en paz.
El
caso es que, pensando en ello, ahora me doy cuenta de que Manolín,
de alguna forma, se salió con la suya. Escucho la radio, leo los
periódicos, veo la televisión y en todas partes veo gente, de todas
las clases, no sólo gente común del estilo de Manolín, también
gente mucho más ilustrada, periodistas, políticos, economistas,
climatólogos, pandemiólogos, etc, que al igual que Manolín siempre
creyeron que las piedras crecen y se reproducen, tal es la comparanza que me hago con el funcionamiento capitalista del mundo, su científica
economía, tan milagrosa que durante más de dos siglos hizo que las
piedras crecieran a base de sólo creerlo. Que, si no, de qué hubiéramos llegado a tanta
modernidad y a tanto progreso. Pero resulta que ahora todos dicen y
nos vienen a recomendar, a la vez, lo mismo y lo contrario: que nos
vayamos haciendo a la idea de que cuando salgamos de casa sin
mascarilla ya nada será igual que antes, aquel tiempo idílico en
que las piedras crecían. En otras palabras, que por culpa de un
bichito el mundo será otro bien distinto, uno en el que las piedras
ya no podrán crecer...¡a ver si ahora voy a tener que darle la razón a
Manolín, aunque sea post mortem!
Nota:
(1) Pues
sí, en Costeti (Rumanía), en la mismísima tierra del Conde
Drácula, existen piedras que crecen delante de los
asombrados ojos de los turistas que hasta allí llegan (o, más bien,
llegaban). La gente del lugar las ha bautizado como trovants
o "piedras que crecen", porque eso es exactamente
lo que hacen. Después de que llueve la superficie de esas piedras se
cubre de protuberancias que aumentan de tamaño rápidamente. "Las
trovants están formadas por arena sedimentada de una cuenca formada
hace seis millones de años. Junto a las arenas se han acumulado
carbonatos en exceso, que cuando llueve presionan a las capas
inferiores de sedimentos y las hacen aflorar hacia el exterior
creando las protuberancias”. Esta es la explicación
científica que ha hecho de las piedras de Costeti una atracción
turística, gracias a ello son rentables y no sólo una colección
de piedras desperdigadas por el campo.
En
general, su
aspecto no difiere de las piedras normales, aunque los minerólogos
descubrieron ciertos detalles que las convertían
en únicas en
todo el planeta. Según
los especialistas, estas piedras tienen
una antigüedad de seis
millones de años y habrían comenzado como pequeños guijarros,
llegando a
alcanzar hasta
diez metros,
como sucede en algunos casos. Sin embargo, este proceso no es rápido,
al contrario, especulan que tardan mil años en crecer entre cuatro
y cinco
centímetros. Incluso
hay investigadores científicos que afirman que estas piedras tienen
la capacidad no
sólo de
crecer, sino
también de
moverse y
hasta de
“respirar”. Si
bien, aclaran
que estos procesos suceden en una escala micro, entre dos días y
tres semanas por "respiración". Es más, hasta aseguran
que tienen un extraño pulso que puede detectarse utilizando un
equipo de alta sensibilidad.
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