lunes, 6 de abril de 2020

POR UN PACTO (GLOCAL) DEL COMÚN (1)





Ilustración de Pawel Kuczynski

Ni realismo conformista (esto es lo que hay), ni utopismo trascendente (lo que debe ser).
Lo que aquí se propone es un cambio de premisa: lo que puede ser mejor y suficiente.

Por un Pacto (glocal) del Común sobre el uso comunal de los bienes universales (la Tierra y el Conocimiento) y la organización de nuestra especie en comunidades convivenciales (democracia integral). A partir de la virtud general de la materia -su  impulso de perpetuidad- y de  la especial virtud,  individual y social, de la inteligencia humana (su impulso perfectivo).

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No niego el juicio histórico-filosófico de Frederick Nietzsche (1844-1900) aplicado a su tiempo, su descripción del derrumbe de la civilización occidental por causa del triunfo del cristianismo como ideología de los esclavos, dejada en herencia a liberales, socialistas, comunistas y anarquistas. Niego su validez para el tiempo de hoy, del que ni él, ni Karl Marx (1818-1883), ni Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) , ni Adam Smith (1723-1790) -nadie de aquellos pasados tiempos- pudieron tener noticia ni conocimiento sobre el devenir de la historia, que nosotros sí tenemos. Lo que niego es que sea razonable seguir fundando teorías revolucionarias sobre pensamientos y juicios antiguos, desubicados en el tiempo y necesariamente ignorantes de la acumulación y consecuencias de los sucesos posteriores que han venido construyendo la historia reciente que alcanza a nuestros días.
El resentimiento moral de los esclavos que alentara la revolución cristiana y su rebelión contra el imperio romano, pudo haber sido causa de la disolución de aquel imperio, incluso pudo perdurar después como subterráneo motor de la lucha de clases que todavía sucede, causando la ruina del occidente globalizado. Pero pensarlo no resuelve las mismas dudas que conlleva: ¿es que era mejor la moral aristocrática de los amos, era tal su nobleza?, ¿es que a la luz de lo que hoy sabemos puede sostenerse que aquella aristocrática idea suya del “bien común” se compadezca hoy con un orden mundial basado en la misma expropiación de la tierra y del conocimiento, pero, sobre todo, en la misma humillación y desprecio de la mayor parte de la sociedad humana? 
 
Entiendo la preocupación y reticencia que causan los religiosos iconos de Occidente, esa imagen de los jardines del Edén aplazados a la entrada en los cielos, la del cristo pastor y redentor de ovejas, esa representación de la humanidad como sumiso rebaño y ese dicho desmentido por los hechos: "mi reino no es de este mundo".



 
El buen pastor
Los esclavos de entonces, como los presuntos “ciudadanos libres” de ahora, estuvieron obligados a trabajar para las élites propietarias de la Tierra y del aparato político-militar del imperio, dueñas del orden jerárquico absoluto. Hoy como entonces siguen siendo tratados como individuos inferiores, ahora con la novedad de un formal reconocimiento de su condición de “libertos” y “ciudadanos”, una moderna innovación estatal que no logró superar la tradicional condición de los esclavos, que sólo pudo disimularla, haciéndola más compleja y sofisticada. 
Tengo en cuenta todos los viejos y sabios pensamientos, pero también todos los sucesos que siguieron, porque son parte constructora del tiempo presente, porque explican los éxitos y fracasos, parciales y definitivos, de las pasadas revoluciones, que para bien y para mal han determinado nuestra historia. Pero hoy no nos sirven aquellos juicios de antaño, no para fundar un paradigma actualizado a los tiempos que corren, ni para sólo enunciar otra “alternativa” o para sólo entonar “otro mundo es posible”, la canción de moda. Tampoco para sólo decir la necesidad apremiante de una revolución integral.


¿Cómo no ver la suprema contradicción que nos muestra la historia real, entre la política/moral (deseo) y la política/material (los hechos)?: el triunfo de la “nueva” política moral de los esclavos -escrita en todas las modernas constituciones y grabada en piedra en todos los frontispicios de todos los parlamentos- y el triunfo simultáneo de la vieja y perpetua, cotidiana y material, política real...aquella bruta aristocracia de siempre, propietaria de la tierra, del conocimiento y del gobierno como nunca antes.
¿Acaso el superhombre de Nietzsche es el aguerrido capitalista de hoy ?, ¿lo es el ejecutivo agresivo, el emprendedor hipertecnológico, el propietario de un empleo fijo, el banquero filántropo, el sindicalista liberado, el doctor en ecosocialismo, los gurús del decrecimiento y la renta universal, un catedrático de feminismo liberal, el intelectual asalariado, el jefe de un partido progresista, un periodista amarillo...?, entonces, ¿dónde anidan hoy la nobleza burguesa y el resentimiento proletario, dónde se esconden los amos romanos, los cristianos de antaño y dónde los esclavos de hoy?

 ¿Dónde está, pues, el sujeto potencial de la revolución hoy necesaria?
Yo lo veo emboscado, híbrido en la masa, aristócrata comunitario y obrero de sí mismo. Todavía le duran las cenizas de cierto resentimiento, le impulsa un instinto de autoperfección personal y de mejora del mundo, tan primario como racional. Está atrapado en la masa pero no se identifica con ella, entiende la convivencia como un bien superior y más perfecto. No entiende la declaración universal de los derechos humanos, en ella lee concesiones donde pone derechos, ve constituciones al gusto vengativo de los primeros cristianos, cree que los individuos libres no necesitan derechos, concesiones; tiene el convencimiento de que el individuo, si es libre, lo es por sí mismo y no por derecho, ni por declaración ni por decreto. Ha observado el mundo,  conoce su historia y de esa experiencia extrae conocimiento y adquiere conciencia propia. Por fin se ha convencido de que sólo la conciencia es suya propia, no el conocimiento acumulado y transmitido entre generaciones. Le incomoda ser propietario exclusivo de libros, de una parcela en la Tierra por pequeña que sea, y hasta le incomoda ser propietario de la casa que habita. Se siente usuario de esos libros, de esa tierra y de esa casa. Está convencido de ello sin necesidad de acogerse a ningún derecho. Tampoco lo considera un deber moral y categórico, lo piensa porque le parece que es lo mejor y suficiente para sí y para todo prójimo, para todas las gentes que habitan los territorios del mundo...paisanas, vecinas, amigas, parientes, para todas las personas y pueblos que cohabitan la Tierra común. No le importaría pasar de propietario a usuario, porque ya ha probado esa experiencia y en ella siempre encontró gozo y abundancia. Sabe que disfrutará de mejor compañía y de muchos más libros, tierras y casas que ahora, siendo sólo un solitario, endeudado y miserable propietario. 
 
Ahí está, ese es el sujeto de la revolución hoy necesaria, ese individuo social, el nuevo usuario del mundo, partidario de compartir el uso de los bienes de la tierra y el conocimiento, radicalmente opuesto a la perpetuidad de su expropiación. Ese es: libre y convivencial, la antítesis de los viejos propietarios, gobernantes, clientes y esclavos que nos legaron este paisaje en ruinas. 
 
Obvio es que bajo esa nueva ley,  consecuente del pacto del común que aquí se propone, no desaparecerán la envidia ni el resentimiento, ni los conflictos derivados; pero cierto que tendrán por única y reducida causa sólo aquello que es inevitable, las naturales ventajas provenientes de nuestras desiguales inteligencias y nuestras diferentes cualidades físicas. Pero a futuro, ni la envidia ni el resentimiento podrán contar con el aliento y protección de ningún ejército ni policía, de ningún Estado, ni de ninguna ley productora de la división social que organiza el mundo por clases sociales, gobernantes/propietarios y gobernados/esclavos. 
 
Me propongo actualizar la profecía orteguiana, la de una próxima rebelión de las masas: será una rebelión social de individuos libres y convivenciales, socialismo libertario, liberado de fobias y fascios, sin yugos ni orejeras. 
Sin datos suficientes, tampoco José Ortega y Gasset (1883-19559) pudo imaginarlo: que acometer la expropiación -privada o “pública”- de los bienes universales, fuera razón aristocrática o popular, del Estado. Y causa última de esclavitud, a lo ancho y largo de la historia humana y todas sus geografías.
Nietzsche vió la sumisión y miseria de los rebaños humanos, necesitados de la grandeza y guía de pastores suprahumanos, pero...¿podrían las ovejas  reunirse en asamblea de iguales y fundar democracias reales?, ¿podría cada una de ellas hacerse pastora de sí misma?, ¿podrían hacerlo sin dejar atrás su naturaleza ovina, sin abandonar el rebaño?...en democracia integral ¿qué porvenir les queda a los oficios de pastor y de oveja?

Hay cosas en las que estaremos de acuerdo
Un ejemplo: el sol que vemos salir cada mañana siempre es el mismo. Siempre sale por Levante y siempre se oculta por Occidente. Cierto que vemos un cambio de posición, pero todos los días asistimos al mismo cambio, que sucede siempre en esa dimensión del espacio que nos es “exterior” o ajena porque pensamos que no vivimos allí; y, sin embargo, sabemos que determina en buena medida lo que aquí sucede. Aquí, en el espacio propiamente humano, en la Tierra donde transcurren nuestros días, por experiencia sabemos que lo que sucede en el día de hoy es diferente a lo que sucedió ayer y a lo que sucederá mañana. Lo sabemos guiados sólo por esa observación y experiencia, que nos permiten deducir con alta probabilidad, y aunque no con absoluta certeza, que todo lo que sucede “siempre es único y diferente”. En principio, pareciera que podemos constatar que en ambas dimensiones hay al menos un suceso inalterable y común: el cambio mismo, que excede a los tiempos verbales que usamos habitualmente (pasado, presente y futuro), algo que sólo convencionalmente podemos nombrar como “tiempo”.
Podemos también estar de acuerdo en que ambas dimensiones, cósmica y terrestre, siendo diferentes están relacionadas por un mismo vínculo, que las hace parte de un mismo conjunto. Hasta ahí es lo que sabemos por ahora, que no es mucho, pero nos permite intuir que a su vez ese conjunto es parte de otro más grande, del que también somos parte. A mí me parece que “cambio”, “tiempo” e “historia” son palabras distintas que se refieren a lo mismo, eso que viene a ser el armazón que sustenta la materia toda, el cambio perpetuo que mantiene en movimiento a las esferas, armónico y limitadamente perfecto, que le otorga un cierto orden, sentido y permanencia, que por lo que vamos sabiendo, aunque no sirva para impedir su entrópico destino, tampoco deja que éste se precipite cualquier día de éstos y que por eso procura retrasarlo sine die, no detenerse, mantener la sustentabilidad del cambio, producirse y reproducirse, ser y estar "vivos", ese impulso perfectivo.
Observamos ese instinto de conservación en la materia, sobrepuesto a su imperfecto deseo de perpetua eternidad. Es en sí una elección por lo mejor y suficiente, que mantiene a todo lo que existe en contínuo estado de cambio. Es lo que mantiene en movimiento a las inmensas esferas celestes como a las ínfimas partículas que se juntan en cada molécula para retrasar la disolución de la materia. Nunca sabremos qué pasaría si fallara ese instinto de eternidad y perfección. Mejor será no llegar a comprobarlo.

Y en el juego de la vida, ¿por qué sentirnos obligados a hacer trampa y a gozar de privilegios?
Una primera causa podría ser la ausencia de  pacto previo, acerca del sentido del juego y de sus modalidades: competencia o cooperación.
Para todas las formas que toma la vida, ésta es un juego que consiste en subsistir y que para ello dispone de variadas estrategias, básicamente esas dos, competir o cooperar. Excepto en la humana, los individuos del resto de las especies carecen de la conciencia propia que les permitiría elegir estrategia. Observamos que “juegan” compitiendo o cooperando según convenga a su particular interés adaptativo, según sean sus concretas posibilidades y necesidades de reproducción y subsistencia. La especie humana, sin embargo, sí puede elegir y hasta podría pactar la modalidad del juego, si compitiendo o cooperando, incluso puede hacerlo en contra de sí y de su propia subsistencia; lo sabemos por experiencia y hasta nos consta que es la única especie que practica el suicidio o muerte voluntaria. 
 
La vida humana puede elegir, puede pactar la finalidad y estrategia del juego:   competitiva si su finalidad es la ganancia de un jugador o un equipo de entre los contendientes;  cooperativa si la ganancia es a compartir por todos los que juegan. Ponerse a jugar limpio exige un pacto previo. Entonces, partiendo del supuesto de que todos queremos jugar a sobrevivir, ¿jugamos compitiendo o jugamos cooperando? 
Tanto si el juego es de competencia como si es de cooperación, hay ventaja -pero ni privilegio ni trampa- si aquella fuera derivada sólo de las cualidades de cada jugador, de su inteligencia y esfuerzo por ejemplo, si bien, siempre cabe esperar un posible sentimiento de envidia por quien carece de esas naturales ventajas. Pero si el juego es de competencia, siempre será tramposo cualquier privilegio, cualquier poder “extra”, no propio; como, por ejemplo, el previo robo de algunas cartas de la baraja. Eso puede pasar y está pasando con los bienes universales, los de la Tierra común (del conjunto de las especies) y  los del Conocimiento común (del conjunto humano). 

De ahí que aquí se proponga la urgencia y necesidad de un Pacto del Común sobre los bienes universales, como base constituyente de una nueva organización de la sociedad humana, ahora sí, en modo convivencial y sustentable e integralmente democrática, a sabiendas de que ésta no es una revolución obligatoria, que siempre, cada cual puede optar,  "libremente", por seguir resbalando a los infiernos.










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