Ilustración de Pawel Kuczynski
|
Ni
realismo conformista (esto es lo que hay), ni
utopismo
trascendente
(lo que debe ser).
Lo
que aquí se propone es un cambio de premisa: lo
que puede ser mejor y suficiente.
Por
un Pacto (glocal) del Común sobre el uso comunal de los bienes
universales (la Tierra y el Conocimiento) y
la organización de nuestra especie
en comunidades convivenciales (democracia
integral). A partir de la virtud general de la materia -su impulso de perpetuidad- y
de la especial virtud, individual y social, de la inteligencia humana (su impulso perfectivo).
**************
No
niego el juicio histórico-filosófico de Frederick
Nietzsche
(1844-1900) aplicado a
su tiempo, su descripción del derrumbe de la civilización
occidental por causa del triunfo del cristianismo como ideología de
los esclavos, dejada en herencia a liberales, socialistas, comunistas
y anarquistas. Niego su validez para el tiempo de hoy, del que ni él,
ni Karl Marx (1818-1883),
ni Pierre-Joseph
Proudhon (1809-1865) ,
ni Adam Smith (1723-1790)
-nadie de aquellos pasados tiempos- pudieron tener noticia
ni conocimiento sobre el devenir de la historia, que nosotros sí
tenemos. Lo que niego es que sea razonable seguir fundando teorías
revolucionarias sobre pensamientos y juicios antiguos, desubicados en
el tiempo y necesariamente ignorantes de la acumulación y consecuencias de los sucesos
posteriores que han venido construyendo la historia reciente que alcanza a
nuestros días.
El
resentimiento moral de los esclavos que alentara la revolución
cristiana y su rebelión contra el imperio romano, pudo haber sido
causa de la disolución de aquel imperio, incluso pudo perdurar
después como subterráneo motor de la lucha de clases que todavía
sucede, causando la ruina del occidente globalizado. Pero pensarlo no
resuelve las mismas dudas que conlleva: ¿es que era mejor la moral
aristocrática de los amos, era tal su nobleza?, ¿es que a la luz de
lo que hoy sabemos puede sostenerse que aquella aristocrática idea
suya del “bien común” se compadezca hoy con un orden mundial
basado en la misma expropiación de la tierra y del conocimiento,
pero, sobre todo, en la misma humillación y desprecio de la mayor
parte de la sociedad humana?
Entiendo
la preocupación y reticencia que causan los religiosos iconos de Occidente, esa
imagen de los jardines del Edén aplazados a la entrada en los
cielos, la del cristo pastor y redentor de ovejas, esa representación de
la humanidad como sumiso rebaño y ese dicho desmentido por los
hechos: "mi reino no es de este mundo".
Los
esclavos de entonces, como los presuntos “ciudadanos libres” de
ahora, estuvieron obligados a trabajar para las élites propietarias
de la Tierra y del aparato político-militar del imperio, dueñas del orden jerárquico
absoluto. Hoy como entonces
siguen siendo tratados como individuos inferiores, ahora con la
novedad de un formal reconocimiento de su condición de “libertos”
y “ciudadanos”, una moderna innovación estatal que no logró
superar la tradicional condición de los esclavos, que sólo pudo
disimularla, haciéndola más compleja y sofisticada.
Tengo
en cuenta todos los viejos y sabios pensamientos, pero también todos los sucesos que
siguieron, porque son parte constructora del tiempo presente, porque
explican los éxitos y fracasos, parciales y definitivos, de las
pasadas revoluciones, que para bien y para mal han determinado nuestra historia. Pero hoy no nos sirven aquellos juicios de antaño,
no para fundar un paradigma actualizado a los tiempos que corren, ni
para sólo enunciar otra “alternativa” o para sólo entonar “otro
mundo es posible”, la canción de moda. Tampoco para sólo decir la
necesidad apremiante de una revolución integral.
¿Cómo
no ver la suprema contradicción que
nos muestra la historia real, entre la
política/moral (deseo) y la política/material (los hechos)?:
el triunfo de
la “nueva” política moral
de los esclavos -escrita
en todas las modernas constituciones y
grabada en piedra en
todos los frontispicios de todos los parlamentos- y
el triunfo
simultáneo de la vieja
y perpetua, cotidiana y material, política real...aquella bruta aristocracia de siempre, propietaria de la tierra, del conocimiento y del gobierno como nunca antes.
¿Acaso
el superhombre de Nietzsche es el aguerrido capitalista de hoy ?, ¿lo
es el ejecutivo agresivo, el emprendedor hipertecnológico, el
propietario de un empleo fijo, el banquero filántropo, el
sindicalista liberado, el doctor en ecosocialismo, los gurús del
decrecimiento y la renta universal, un catedrático de feminismo
liberal, el intelectual asalariado, el jefe de un partido
progresista, un periodista amarillo...?, entonces, ¿dónde anidan
hoy la nobleza burguesa y el resentimiento proletario, dónde se
esconden los amos romanos, los cristianos de antaño y dónde los
esclavos de hoy?
¿Dónde está, pues, el sujeto potencial de la revolución hoy necesaria?
Yo
lo veo emboscado, híbrido en la masa, aristócrata comunitario y
obrero de sí mismo. Todavía le duran las cenizas de cierto
resentimiento, le impulsa un instinto de
autoperfección personal y de mejora del mundo, tan primario como racional. Está atrapado en la
masa pero no se identifica con ella, entiende la convivencia como un
bien superior y más perfecto. No entiende la declaración universal
de los derechos humanos, en ella lee concesiones donde pone derechos,
ve constituciones al gusto vengativo de los primeros cristianos, cree que los individuos libres no necesitan derechos, concesiones;
tiene el convencimiento de que el individuo, si es libre, lo es por
sí mismo y no por derecho, ni por declaración ni por decreto. Ha
observado el mundo, conoce su historia y de esa experiencia
extrae conocimiento y adquiere conciencia propia. Por fin se ha convencido
de que sólo la conciencia es suya propia, no el conocimiento acumulado
y transmitido entre generaciones. Le incomoda ser propietario
exclusivo de libros, de una parcela en la Tierra por pequeña que
sea, y hasta le incomoda ser propietario de la casa que habita. Se
siente usuario de esos libros, de esa tierra y de esa casa. Está
convencido de ello sin necesidad de acogerse a ningún derecho.
Tampoco lo considera un deber moral y categórico, lo piensa porque
le parece que es lo mejor y suficiente para sí y para
todo prójimo, para todas las gentes que habitan los territorios del
mundo...paisanas, vecinas, amigas, parientes, para todas las personas y
pueblos que cohabitan la Tierra común. No le importaría pasar de
propietario a usuario, porque ya ha probado esa experiencia y en ella
siempre encontró gozo y abundancia. Sabe que disfrutará de mejor
compañía y de muchos más libros, tierras y casas que ahora, siendo sólo un solitario, endeudado y miserable propietario.
Ahí
está, ese es el sujeto de la revolución hoy necesaria, ese
individuo social, el nuevo usuario del mundo, partidario de compartir
el uso de los bienes de la tierra y el conocimiento, radicalmente
opuesto a la perpetuidad de su expropiación. Ese es: libre y convivencial, la antítesis de los viejos propietarios, gobernantes, clientes y
esclavos que nos legaron este paisaje en ruinas.
Obvio
es que bajo esa nueva ley, consecuente del pacto del común que aquí se propone, no
desaparecerán la envidia ni el resentimiento, ni los conflictos
derivados; pero cierto que tendrán por única y reducida causa
sólo aquello que es inevitable, las naturales ventajas provenientes
de nuestras desiguales inteligencias y nuestras diferentes cualidades físicas. Pero a futuro, ni la envidia ni el resentimiento
podrán contar con el aliento y protección de ningún ejército ni policía, de ningún Estado, ni de ninguna
ley productora de la división social que organiza el mundo por clases sociales, gobernantes/propietarios y
gobernados/esclavos.
Me
propongo actualizar la profecía orteguiana, la de una próxima
rebelión de las masas: será una rebelión social de individuos
libres y convivenciales, socialismo libertario, liberado de fobias y
fascios, sin yugos ni orejeras.
Sin datos suficientes, tampoco José Ortega y Gasset (1883-19559) pudo imaginarlo: que acometer la expropiación -privada o “pública”- de los bienes universales, fuera razón aristocrática o popular, del Estado. Y causa última de esclavitud, a lo ancho y largo de la historia humana y todas sus geografías.
Sin datos suficientes, tampoco José Ortega y Gasset (1883-19559) pudo imaginarlo: que acometer la expropiación -privada o “pública”- de los bienes universales, fuera razón aristocrática o popular, del Estado. Y causa última de esclavitud, a lo ancho y largo de la historia humana y todas sus geografías.
Nietzsche
vió la sumisión y miseria de los rebaños humanos, necesitados de
la grandeza y guía de pastores suprahumanos, pero...¿podrían las ovejas reunirse en asamblea de iguales y fundar democracias reales?, ¿podría cada una de ellas hacerse pastora de sí misma?, ¿podrían hacerlo sin dejar atrás su naturaleza ovina, sin abandonar el rebaño?...en democracia integral ¿qué porvenir les queda a los oficios de pastor y de oveja?
Hay
cosas en las que estaremos de acuerdo
Un ejemplo: el
sol que vemos salir cada mañana siempre es el mismo. Siempre sale
por Levante y siempre se oculta por Occidente. Cierto que vemos un
cambio de posición, pero todos los días asistimos al mismo cambio,
que sucede siempre en esa dimensión del espacio que nos es
“exterior” o ajena porque pensamos que no vivimos allí; y, sin embargo,
sabemos que determina en buena medida lo que aquí sucede. Aquí, en
el espacio propiamente humano, en la Tierra donde transcurren
nuestros días, por experiencia sabemos que lo que sucede en el día
de hoy es diferente a lo que sucedió ayer y a lo que sucederá
mañana. Lo sabemos guiados sólo por esa observación y experiencia,
que nos permiten deducir con alta probabilidad, y aunque no con
absoluta certeza, que todo lo que sucede “siempre es único y
diferente”. En principio, pareciera que podemos constatar
que en ambas dimensiones hay al menos un suceso inalterable y común:
el cambio mismo, que
excede a los tiempos verbales que usamos habitualmente (pasado,
presente y futuro), algo que sólo convencionalmente podemos nombrar
como “tiempo”.
Podemos
también estar de acuerdo en que ambas dimensiones, cósmica y
terrestre, siendo diferentes están relacionadas por un mismo
vínculo, que las hace parte de un mismo conjunto. Hasta ahí es lo
que sabemos por ahora, que no es mucho, pero nos permite intuir que
a su vez ese conjunto es parte de otro más grande, del que también
somos parte. A mí me parece que “cambio”, “tiempo” e
“historia” son palabras distintas que se refieren a lo mismo, eso
que viene a ser el armazón que sustenta la materia toda, el cambio
perpetuo que mantiene en movimiento a las esferas, armónico y
limitadamente perfecto, que le otorga un cierto orden, sentido y
permanencia, que por lo que vamos sabiendo, aunque no sirva para impedir su
entrópico destino, tampoco deja que éste se precipite cualquier día
de éstos y que por eso procura retrasarlo sine die, no detenerse, mantener la sustentabilidad del cambio, producirse y reproducirse, ser y estar "vivos", ese impulso perfectivo.
Observamos ese
instinto de conservación en la materia, sobrepuesto a
su imperfecto deseo de perpetua eternidad. Es en sí una elección por lo
mejor y suficiente, que mantiene a todo lo que existe en contínuo estado de
cambio. Es lo que mantiene en movimiento a las inmensas
esferas celestes como a las ínfimas partículas que se juntan en
cada molécula para retrasar la disolución de la materia.
Nunca sabremos qué pasaría si fallara ese instinto de eternidad y
perfección. Mejor será no llegar a comprobarlo.
Y en el juego de la vida, ¿por qué sentirnos obligados a hacer trampa y a gozar de privilegios?
Una
primera causa podría ser la ausencia de pacto previo, acerca del
sentido del juego y de sus modalidades: competencia o cooperación.
Para
todas las formas que toma la vida, ésta es un juego que consiste en
subsistir y que para ello dispone de variadas estrategias, básicamente esas dos, competir o cooperar. Excepto en la humana, los individuos
del resto de las especies carecen de la conciencia propia que les
permitiría elegir estrategia. Observamos que “juegan” compitiendo o
cooperando según convenga a su particular interés adaptativo,
según sean sus concretas posibilidades y necesidades de reproducción y subsistencia. La especie humana, sin
embargo, sí puede elegir y hasta podría pactar la
modalidad del juego, si compitiendo o cooperando, incluso
puede hacerlo en contra de sí y de su propia subsistencia; lo
sabemos por experiencia y hasta nos consta que es la única especie
que practica el suicidio o muerte voluntaria.
La
vida humana puede elegir, puede pactar la finalidad y estrategia del
juego: competitiva si su finalidad es la ganancia de un
jugador o un equipo de entre los contendientes; cooperativa
si la ganancia es a compartir por todos los que juegan. Ponerse
a jugar limpio exige un pacto previo. Entonces, partiendo del supuesto de que todos queremos jugar a
sobrevivir, ¿jugamos compitiendo o jugamos cooperando?
Tanto
si el juego es de competencia como si es de cooperación, hay
ventaja -pero ni privilegio ni trampa- si aquella fuera derivada sólo de las
cualidades de cada jugador, de su inteligencia y esfuerzo por ejemplo, si bien, siempre cabe esperar un posible sentimiento de
envidia por quien carece de esas naturales ventajas. Pero si el juego
es de competencia, siempre será tramposo cualquier privilegio,
cualquier poder “extra”, no propio; como, por ejemplo, el
previo robo de algunas cartas de la baraja. Eso puede pasar y está pasando
con los bienes universales, los de la Tierra común (del conjunto de
las especies) y los del Conocimiento común (del conjunto humano).
De ahí que aquí se proponga la urgencia y necesidad de un Pacto del Común sobre los bienes universales, como base constituyente de una nueva organización de la sociedad humana, ahora sí, en modo convivencial y sustentable e integralmente democrática, a sabiendas de que ésta no es una revolución obligatoria, que siempre, cada cual puede optar, "libremente", por seguir resbalando a los infiernos.
De ahí que aquí se proponga la urgencia y necesidad de un Pacto del Común sobre los bienes universales, como base constituyente de una nueva organización de la sociedad humana, ahora sí, en modo convivencial y sustentable e integralmente democrática, a sabiendas de que ésta no es una revolución obligatoria, que siempre, cada cual puede optar, "libremente", por seguir resbalando a los infiernos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario