Por un Pacto (glocal) del Común (2): El sueño americano de los chinos, la religión hortera del nuevo mundo.
Vaya
por delante que ya no soporto a los críticos, tertulianos y comentaristas de oficio, sea cual sea
su materia. Tampoco a los antisistema que reducen la crítica al
desahogo de sus personales frustraciones en un estéril intento por
tapar sus íntimas fobias y contradicciones, como no me soporto a mí
mismo cuando me descuido y me dejo resbalar por similares
complacencias. Comprendo a quien carece de propuesta, pero no soporto a quien la oculta o disimula, a
quien no se atreve a reconocer sus errores, a correr el riesgo de enmienda, a quien no esté dispuesto a hacer lo que
dice, con todas sus consecuencias.
Un
primer apunte sobre la propiedad y el trabajo
Si
los habitantes de un territorio llegan a pactar la propiedad
universal de los bienes de la naturaleza y del conocimiento, con ese
pacto se hacen constituyentes de una comunidad política inédita en
la historia humana. Nada que ver con la recurrente pamplina histórica
de la reforma agraria, ni con la “justa” distribución de
tierras que vienen reclamando los anarquistas europeos y los
indigenistas americanos. “La tierra para quien la trabaja” pudo
valer como reclamo y consigna de adhesión popular en revoluciones
campesinas que nunca llegaron a cuajar porque nunca fueron capaces de
superar los tiempos feudales, que siempre acabaron reclamando el
liderazgo de clérigos parlanchines, la protección de señores a
caballo y bien armados, que siempre sucumbieron a su esclava
necesidad de reyes y leyes.
Si
ninguna forma de trabajo es sólo manual o sólo intelectual, sea
cual sea su proporción, no hay trabajo ni ley que puedan legitimar el
robo de aquello que pertenece al común universal. Mirad nuestro planeta
desde el espacio y decidme si allí véis líneas de frontera;
acercar ahora el zoom a ras de Tierra y decidme cuál es la razón y
belleza de todas las tapias, lindes y alambradas que ahora véis, esa
masiva y global concentración parcelaria, decidme quién la ordenó y a qué
ley responde.
A
poco que hoy se piense, la consigna de “la tierra para quien la trabaja” no
logra ocultar un deseo subyacente de apropiación o robo, ese deseo
de propiedad individual que desde la antigüedad nutrió al idealismo
burgués. Que no nos extrañe, pues, el fracaso de todas las
revoluciones precedentes, ya fueran señoriales o mercantiles,
campesinas o industriales, que respectivamente pensaron el robo o el trabajo como
vías de acceso a la propiedad y a la abundancia
soñadas. Que emplearon el robo y el trabajo como banderín de enganche en batallas
cuyas victorias o derrotas ya estaban cantadas de antemano.
¿A
qué se debe, si no, el triunfo global del sueño americano, del “emprendedor”, ese individuo hortera y cabezón, infatigable trabajador y empresario de sí, que “se hace a sí mismo”?
Queriendo lo mismo, su
teórico oponente, el trabajador comunista, se vió fracasado en su
acceso a la propiedad por el camino del trabajo estatal; no podía imaginar
que allí la propiedad ya estaba cogida, que tenía como titulares a la
burocracia y la vanguardia del partido, otra clase, distinta y sobrepuesta a la suya.
Así, el trabajador comunista sólo pudo acceder a la mínima
propiedad de un empleo, de un trabajo que le concedía el Estado,
una raquítica propiedad con renta básica incluida, que no estaba a
la altura de sus sueños, que no satisfacía su ansía de consumo y
que, más bien, le alejaba del soñado paraíso de abundancia que
imaginaba como consecuencia del trabajo.
De ahí que fracasara el
proyecto soviético y que, a partir de su mal ejemplo, todas las
clases trabajadoras y todas sus “democracias populares” hayan
girado ciento ochenta grados para no quedarse atrás, incluso con
idea de sobrepasar al sueño americano. No podíamos imaginar el
triunfo absoluto de una religión más global y populista, ninguna
ética ni moral más horteras, política más destructiva.
Demofascismo se llama.
No
puedo decir más claro lo que propongo, el qué hacer, cómo y por
quién: un pacto sobre el reconocimiento de los bienes universales
(la tierra y el conocimiento) y la autogestión local y comunal de su
uso, por quienes libremente suscriban este acuerdo global en cada
territorio, que con ello se hacen constituyentes de su Ayuntamiento
Comunal.
No se puede hacer desde arriba, ni por conquista ni por
decreto. No por ninguna instancia superior, no por ningún sucedáneo
“comunista” ni por nadie que se sienta obligado a ello, que ni
piense ni quiera compartir en estado de equidad los bienes naturales y los del
conocimiento humano, por nadie que no quiera
afrontar las dificultades de la convivencia entre individuos
diferentes, pero dispuestos a tratarse como iguales en aquello que
tienen en común, o sea, en un sistema pactado de democracia íntegra,
directa y comunal.
Por
supuesto que será costoso, un proceso necesariamente largo, muy difícil y
complejo. Pero tengo la convicción de que en cuanto haya una sola
comunidad que lo logre, su ejemplo se extenderá por el mundo como la
pólvora...o, en lenguaje más actual, como una pandemia, ahora sí,
benéfica.
De
suceder la revolución que digo, si ésta te sorprendiera siendo
propietario titular de la casa donde vives, no te confundas ni
tengas miedo a perder tu casa, sólo estarás cambiando de título:
de propietario a usuario de por vida. Esa casa tuya, por ser propiedad
comunal no dejará de ser “tu” casa. Bien es verdad que ni tú ni tus
descendientes podréis especular con su alquiler o venta, pero tus
"herederos" no serán desahuciados y tendrán preferencia en el uso
de la casa siempre que no tuvieran casa propia. Piensa que, como
cualquier otra edificación, tu casa es tan inmueble y comunal como la
parcela de tierra que ocupa.
A propósito de ésto, el Ayuntamiento Comunal tendrá que resolver cómo recuperar la tierra fértil enterrada bajo tantas toneladas de ladrillos y hormigón; tendrá que diseñar otras formas de habitar, por ejemplo: construyendo las nuevas casas sólo sobre las tierras menos fértiles, convirtiendo los tejados en invernaderos solares donde producir alimentos y electricidad con energía solar, los solares y descampados en huertos personales, domésticos y comunitarios, haciendo casas singulares y cooperativas, vinculadas entre sí por asociación en manzanas y éstas en barrios y urbes básicamente solidarias, proveedoras de autosuficiencia y autonomía comunitaria. Casas que preserven la intimidad sin aislar a sus moradores, sin impedir la cooperación y la mutua ayuda vecinal...esas casas que dejaron de serlo cuando fueron apiladas en pisos, pisos que reducen la idea de comunidad a fijar la cuota mensual, por portal, por propietario.
A propósito de ésto, el Ayuntamiento Comunal tendrá que resolver cómo recuperar la tierra fértil enterrada bajo tantas toneladas de ladrillos y hormigón; tendrá que diseñar otras formas de habitar, por ejemplo: construyendo las nuevas casas sólo sobre las tierras menos fértiles, convirtiendo los tejados en invernaderos solares donde producir alimentos y electricidad con energía solar, los solares y descampados en huertos personales, domésticos y comunitarios, haciendo casas singulares y cooperativas, vinculadas entre sí por asociación en manzanas y éstas en barrios y urbes básicamente solidarias, proveedoras de autosuficiencia y autonomía comunitaria. Casas que preserven la intimidad sin aislar a sus moradores, sin impedir la cooperación y la mutua ayuda vecinal...esas casas que dejaron de serlo cuando fueron apiladas en pisos, pisos que reducen la idea de comunidad a fijar la cuota mensual, por portal, por propietario.
La casa fue subvertida y sacrificada por la urbanización
industrial, comprimida y apilada con su nuevo nombre de "piso" o bien falsificada
como “casa de campo”, con su moderno nombre de chalet, que no lo había más hortera. El piso y el chalet
representan perfectamente las variantes, proletaria y pequeño
burguesa, de la urbanización industrial, la industrialización de la vida. No encontraremos un icono
mejor de su ideología, propietarista y hortera.
¿Quién
podrá negarme que todas las modernas ideologías del trabajo alienado
no beben de la misma fuente original, de esa idea de la apropiación
o robo de la tierra y el conocimiento, más o menos violento o
civilizado, más o menos privado o estatal? Secad esa fuente y
veréis como el trabajo se queda en natural y necesario esfuerzo
para el mantenimiento de la vida y su reproducción, veréis cómo es
impensable su explotación, cómo la plusvalía no ha lugar
si hacemos de la tierra y el conocimiento nuestros bienes universales
y comunes, sin proletarios que la produzcan y sin propietarios ni
gobernantes que puedan vivir del trabajo ajeno, de su plusvalía.
Nunca
diré que sea un sistema perfecto, siempre diré que es
mejorable, pero ¿ quién podrá afirmar que este materialismo que
propongo no sea ético y ecológico en esencia?, ¿quién, en estado de
conciencia propia?, ¿quién, libre de historias y de retóricas enseñadas?, ¿quién, sin retorcer su propio sentido del común y
lo común?
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