miércoles, 25 de septiembre de 2019

LO REAL, LO VIRTUAL: ENSAYOS DEL YO

 

 

Zenda Liendivit es arquitecta y filósofa. El presente texto es un fragmento del libro sobre la Modernidad y sus espacios que la autora está preparando. Ha publicado más de diez libros sobre la modernidad y sus cruces con otros saberes y disciplinas. Dirige Revista Contratiempo desde el 2000

Lo real, lo virtual: ensayos del yo
Zenda Liendivit
Publicado en revista Contratiempo: http://www.revistacontratiempo.com.ar/

Las construcciones materiales y las construcciones simbólicas que conforman la ciudad moderna se potencian y generan, recíprocamente, en el concepto de progreso científico. La superación constante e ininterrumpida, posibilitada por los adelantos tecnológicos, será la razón, la política, la ética y la estética de la modernidad. Época que aspirará siempre a un tiempo que no es el presente, incluso a costa de éste, del que poco se sabe y en el que se depositarán tanto el capital material como el espiritual de una sociedad. El territorio acotado y bien delimitado; la alta densidad; el crecimiento vertical en detrimento de la horizontalidad clásica; las actividades comerciales y financieras como sistema neurálgico de la vida urbana; el imperativo cultural; las nuevas formas de sociabilización y los sólidos mecanismos de control y vigilancia de los cuerpos, son algunas de las premisas fundacionales de la metrópolis. Pero como lo comprobó dolorosamente Le Corbusier, ya casi a mediados del XX cuando había que refundar Europa, nada que involucre al hombre y sus pasiones puede decidirse exclusivamente en el diseño, atendiendo solo las cuestiones puramente objetivas. Mucho menos, pensarse como fórmula matemática, emparentada como nunca a la utopía maquinista, que evitaría revoluciones, una función inversamente proporcional donde a mayor eficacia del trazado, menor deseo de protestas y barricadas. La puesta en acto de cualquier proyecto arquitectónico o urbano siempre necesita sortear el último escollo, que no es otro que la vida misma.

La ciudad moderna es tanto objeto artístico como experiencia estética. Creadora por antonomasia de formas, nada se transforma, se construye y destruye con tanta velocidad, recursos y capacidad ingresiva en la vida cotidiana como la metrópolis. Jonathan Raban, citado por David Harvey, advierte que esa extrema plasticidad de la ciudad, en correspondencia con la plasticidad de la personalidad,  podría derivar pesadillesca si el habitante no logra otorgarle una forma y un sentido a la informidad fascinante y monstruosa de la vida urbana moderna.
Si estamos radiografiando muy someramente al espacio urbano de fines del XIX y buena parte del XX, la primera duda que se nos presenta es si con la irrupción de la virtualidad no coexistirían dos ciudades, ya no como aquellos sedimentos de ciudades anteriores que perviven en la nueva y que pueden acontecer de golpe, como las Buenos Aires de Martínez Estrada,  sino como simultaneidad de tramas esencialmente diferentes y cuya confluencia podría hacerlas, en algún momento, entrar en conflicto.
Kevin Lynch, siguiendo a Simmel, diferencia los conceptos de espacio urbano y ambiente urbano: le adjudica al primero la mensurabilidad y la posibilidad de ser proyectado; al otro, la intensidad, que se lleva a cabo por la interacción de realidad física y realidad psicológica, lo que lo hace esquivo a esos registros que, unas décadas después, constituirían el citado fracaso del Movimiento Moderno.
La atmósfera urbana configura un tiempo no lineal, fragmentario, episódico e inestable. Está fuertemente condicionada por las materialidades pero también por las líneas de fuga, las apropiaciones, usos, fisuras, así como por la historia y los acontecimientos, tanto personales como colectivos, aunque también escape de ellos. La experiencia de acceder a una ciudad por primera vez pone en evidencia, tal vez con una contundencia inusual en otras experiencias, esta percepción de su atmósfera, desligada de la habitualidad y la rutina (por lo que Benjamin recomienda ingresar a una ciudad nueva por sus diferentes puntos cardinales). De acuerdo a las condiciones de dicha experiencia, la ciudad operará en la voluntad, en el recuerdo y hasta en el cuerpo, de una determinada manera mucho más allá de sus condiciones materiales. Esto que parece elemental (percepción, recepción íntima no transferible ni mensurable, escucha de lo no tangible, apropiación transitoria) sirve para comprender hasta qué punto, como decía Simmel citando a Kant en el caso de las ciudades eternas, la ciudad necesita de la puesta en juego de su visitante (o habitante) para recién después actuar sobre él. Caso contrario, mostrará muy pronto su “ineficacia” como engranaje del sistema; será no aprehendida por el visitante y abandonada por el habitante. Aunque después, de esos despojos a veces surjan, metrópolis al fin, nuevos usos y nuevos significados (de estos fracasos reconfigurados y re apropiados está bien documentado el Movimiento Moderno).
El otro ejemplo, quizás menos evidente, son las redes que diseña el habitante cuando la ciudad es el espacio de residencia habitual. O, como decía Raban, la forma necesaria para no caer en la pesadilla o la locura. Esas redes de significación son a la vez las que fijan al individuo y lo vuelven objeto de control, localizable y a la vez, enseñable para que él mismo pueda reproducir las formas urbanas que le imprimen al sistema su identidad propia y, por supuesto, aquella eficacia. Esas coordenadas geográficas en un determinado territorio físico no tienen razón de ser sin ese punto que se desplaza completándolos y a la vez produciendo nuevos recorridos en un sistema incesante pero limitado.
Un redimensionamiento de lo expresado anteriormente lo constituye la arquitectura virtual dada por las nuevas tecnologías, donde las redes sociales son apenas una parte del engranaje. Redimensionamiento, porque a diferencia de la ciudad real en el mundo virtual las coordenadas serán inciertas o prescindentes (más allá de los IP, las aplicaciones para detectar ubicación geográfica, los servidores, artefactos y demás materiales de soporte), potenciando en cambio los recorridos mentales y por lo tanto, individuales (no masificados o socializados) del usuario. Lo que los vuelve, contrariamente al lugar común, difícilmente controlables.
En una comparación arriesgada, el mundo virtual sería como el universo que fluye y se expande constantemente en el vacío. No hay geografía física ni mensurabilidad alguna sino intensidades que funcionan motorizadas por el deseo que urge la acción y la producción de formas, contenidos, conductas, que a la vez generarán efectos sobre el mundo real. Mientras que en la ciudad física los conceptos de pertenencia y territorio están perfectamente acotados e individualizados, se conocen sus zonas de vecindad, sus influencias, sus transformaciones y sus impactos, sus préstamos así como sus mecanismos de exclusión e inclusión definidos por el trazado de aquellas redes, en la ciudad virtual es la imaginación sin ataduras materiales la encargada de significar, acotar y aquietar el espacio que fluye. El control aquí ya no se realiza sobre los cuerpos sino sobre estos ensanchamientos del yo y sus posibilidades.
A la política del desencanto de la vida real, esto es, el estado de insatisfacción en el que está sumido el hombre moderno frente al fracaso de aquella utopía científica y a la vez, como estrategia de fuga hacia delante, como consumo y a la vez consumidor, se le opone este re encantamiento del mundo a través de la virtualidad. Juventud eterna, reconfiguración del propio cuerpo o retaceo del mismo, detención del tiempo, supresión de distancias, indiferencia del contexto, físico e histórico, multiplicidad, simultaneidad, polifonía, hasta visos de eternidad, son las premisas que hegemonizan la atmósfera como una suerte de utopía por fin realizada que aspiran a llegar al centro neurálgico de cada punto que motoriza este espacio fluido. A esta altura, ya resulta un poco ingenuo pensar que el objetivo final de estas tramas sea el rédito económico y la recopilación de datos con fines de vigilancia y control. En todo caso, ambos conforman estrategias para llegar al núcleo peligroso, que no es otro que el universo mental del usuario. (El ¿En qué estás pensando?, con el que nos recibe FB todos los días no es solo una señal de cordialidad de la red social).
Esta correspondencia del mundo virtual con el real, la imaginación y el pensamiento que entablan circuitos de acción y vecindad y las redes del mundo material, no parecería tener al control como objetivo final. La falacia de esta afirmación se comprueba aplicándola en la ciudad real: nunca fue el fin último sino un medio para posibilitar la producción y reproducción de un sistema, capitalista, financiero, e impedir sus eventos disruptivos. Por lo que resulta más creativo pensar que esa ciudad virtual fue fundada también como una homologación de las posibilidades estéticas de la ciudad real. O mejor dicho, de los usos de la estética como forma de pedagogía para aquel proceso de producción y reproducción del sistema. La ciudad virtual, despojada de las limitaciones de la materialidad, de las valoraciones del mundo real, incluso de legislaciones y hegemonías, se convierte ella misma en materia de extrema plasticidad, modificable, transformable e ingresiva que modela a la vez a sus usuarios pero sin los límites marcados por la existencia física.
Entonces, la mirada sobre la tecnología como mecanismo de control, de domesticación o de alienación podría develar su verdadera función, que es la de minimizar el proceso de transformación esencial del hábitat que exigirá nuevas legislaciones, nuevas jerarquías y nuevas valoraciones pero principalmente, nuevas formas de ser y de estar que lejos de enfrentarse al mundo real, entabla con él correspondencias impensadas (y no solo las obvias).
En lugar de mudarnos a Marte por agotamiento terrestre, es la virtualidad la que está abriendo sus puertas para que este paso se diera en un futuro que cada vez parece menos de ciencia ficción. Es el ser humano, entonces, el que se constituiría en frontera entre ambos mundos, con una corporalidad con la que todavía no sabe muy bien qué hacer. El protagonismo actual y desmesurado de la vida privada, del cuerpo, de sus deseos, gustos y pasiones en el concierto de lo público, suena a veces más como agonía que como esplendor. Una mejoría antes de la muerte que necesita una última ratificación en el mundo de las cosas.
Aunque también cabría otra lectura: un yo en transición que se ensaya frente a los otros, o frente a lo otro, una aplicación de aquellas infinitas posibilidades cuando abandona la materialidad y se constituye en intensidad, instante puro que refulge antes de desaparecer. Como las historias de Instagram.
Ese fulgor instantáneo ataca también al lenguaje, develando sus vacilaciones cuando atraviesa aquella frontera, la del mundo virtual: ¿es posible que funcionen los conceptos de público y de privado ante la ausencia de un público que contempla (o en todo caso, ante la presencia de un público desfondado) y un privado más o menos estable, que al ocultarse no se devele eternamente y al publicarse no se ensaye en otro?
Pero si la técnica ya no sería una forma de estar en el mundo, sino el mundo mismo, esas redes tampoco serían el objetivo último. Mucho menos, el hábitat final. Retomando el concepto inicial de homologación, la ciudad virtual se fundaría en la construcción de espacios comunes, incluido el yo y sus ensayos y ocasos, que se irían interceptando y de los que se bifurcarían nuevos en una trama infinita e incesante, permeable y altamente inestable. Más allá de la complejidad del tema de qué es un algoritmo, la idea que sobrevuela es que solo un algoritmo, o forma matemática familiar, podrá aprehender ese espacio, esas relaciones, esas mutaciones y esas derivas, que conforman el mundo virtual. Diagramas de flujo, secuencias, salidas, bifurcaciones, simultaneidades, que, con suerte, llegarán a un resultado final. Aunque a veces solo baste el proceso mismo y el recorrido entonces, infinito e ininterrumpido, roce la eternidad.
En este contexto, la inteligencia y la formación tradicionales actuarían como precarios salvoconductos para un mundo cuyo conocimiento estaría reservado a muy pocos. Una especialización alejada del lenguaje de las palabras y cercana al de los símbolos y el pensamiento abstracto. Si lo que pienso lo puedo “realizar”, el problema seguirá siendo qué pienso, o quién piensa. O mejor dicho, ese pensamiento también estará direccionado para su mejor funcionamiento dentro de las nuevas condiciones de habitabilidad. Un ejemplo precursor, que también podría constituir prueba piloto, algo así como el antepasado de lo que vendrá, es el hashtag (y su derivado, la consigna del momento sobre la foto de perfil) y la obediencia casi inconsciente que despierta en los públicos masivos. Un conjunto de símbolos y algunas pocas palabras que actúan sobre la mente con el imperativo de la pertenencia y que se disfraza ya sea de moda, de corrección política, ya sea a manera lúdica. Contraseñas tentativas para movernos en esos flujos que, homologadores al fin, tendrán los mismos procesos de selección y descarte que los de la vida real.
De allí también, y como síntoma de una época agónica, la palabra en retirada (su exceso, su impunidad y su facilidad de enunciación también como preavisos de su ocaso) y como consecuencia, la poca facilidad de las nuevas generaciones en comprender lo que ellas dicen, casi como si hablaran a manera de Kafka una lengua extranjera. La palabra funda mundo, un determinado tipo de mundo comandado por la lógica y sus interrupciones. No parecería ser el fundamento de esta ciudad virtual.
Así como lo anteriormente expresado tiene el resguardo del logos y de su verosimilitud en una secuencia planificada de antemano, un orden sucesivo para que el lector pueda atravesar el texto y llegar al punto final, también podría, sin embargo, ser apenas una bifurcación, una posibilidad de esa mente que vaga errática en el límite entre dos civilizaciones, buscando coordenadas conocidas de una para aplicarlas en la otra. El momento en el que crucé la frontera entre el registro ensayístico, con fundamentaciones académicas, hacia la ficción también es incierto y ni siquiera seguro. Toda la cultura occidental está o estará en esa deriva, en esa incertidumbre que se interroga ya no qué es verdadero o falso sino qué es real o ficticio. Un combate dentro del mismo lenguaje que ya no apuntará a demostrar su facticidad y sus rebeliones y engañifas, su servidumbre siempre lista a los poderes de turno y sus posibilidades de insurrección, sino su propia legitimación como ordenador de un mundo que se le escapa en aquellas operaciones, diagramas y flujos.
¿Qué estás pensando?, equipara entonces al estar ahí, ese lugar efímero de la vida virtual, con ese pensamiento que se fuga, se ensaya, se oscurece y reaparece de acuerdo a aquellos diagramas (las grandes movilizaciones mundiales, las revoluciones sin enemigos visibles o cualquier acto que se masifica en cuestión de segundos sin espacio para la reflexión, originadas de esos mandatos virtuales, también podrían leerse como un ensayo de cómo aquellas ficciones pueden operar sobre la vida real, hasta confundirla).
¿No será entonces que la virtualidad está extremando la todavía incierta capacidad de la mente, de la imaginación, para ensayarse en un continuo juego que no tendría otro objetivo que el de posponer al infinito, como un algoritmo indeterminado, ese punto final que nos atormenta desde que tenemos uso de razón?



























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