Zenda Liendivit es
arquitecta y filósofa. El presente texto es un fragmento
del libro sobre la Modernidad y sus espacios que la autora
está preparando. Ha publicado más de diez libros sobre la
modernidad y sus cruces con otros saberes y disciplinas.
Dirige Revista Contratiempo desde el 2000
Lo
real, lo virtual: ensayos del yo
Zenda Liendivit
Publicado en revista Contratiempo: http://www.revistacontratiempo.com.ar/
Las
construcciones materiales y las construcciones simbólicas que
conforman la ciudad moderna se potencian y generan, recíprocamente,
en el concepto de progreso científico. La superación
constante e ininterrumpida, posibilitada por los adelantos
tecnológicos, será la razón, la política, la ética y la estética
de la modernidad. Época que aspirará siempre a un tiempo que no es
el presente, incluso a costa de éste, del que poco se sabe y en el
que se depositarán tanto el capital material como el espiritual de
una sociedad. El territorio acotado y bien delimitado; la alta
densidad; el crecimiento vertical en detrimento de la horizontalidad
clásica; las actividades comerciales y financieras como sistema
neurálgico de la vida urbana; el imperativo cultural; las nuevas
formas de sociabilización y los sólidos mecanismos de control y
vigilancia de los cuerpos, son algunas de las premisas fundacionales
de la metrópolis. Pero como lo comprobó dolorosamente Le Corbusier,
ya casi a mediados del XX cuando había que refundar Europa, nada que
involucre al hombre y sus pasiones puede decidirse exclusivamente en
el diseño, atendiendo solo las cuestiones puramente objetivas. Mucho
menos, pensarse como fórmula matemática, emparentada como nunca a
la utopía maquinista, que evitaría revoluciones, una función
inversamente proporcional donde a mayor eficacia del trazado, menor
deseo de protestas y barricadas. La puesta en acto de cualquier
proyecto arquitectónico o urbano siempre necesita sortear el último
escollo, que no es otro que la vida misma.
La
ciudad moderna es tanto objeto artístico como experiencia estética.
Creadora por antonomasia de formas, nada se transforma, se construye
y destruye con tanta velocidad, recursos y capacidad ingresiva en la
vida cotidiana como la metrópolis. Jonathan Raban, citado por David
Harvey, advierte que esa extrema plasticidad de la ciudad, en
correspondencia con la plasticidad de la personalidad, podría
derivar pesadillesca si el habitante no logra otorgarle una forma y
un sentido a la informidad fascinante y monstruosa de la vida urbana
moderna.
Si
estamos radiografiando muy someramente al espacio urbano de fines del
XIX y buena parte del XX, la primera duda que se nos presenta es si
con la irrupción de la virtualidad no coexistirían dos ciudades, ya
no como aquellos sedimentos de ciudades anteriores que perviven en la
nueva y que pueden acontecer de golpe, como las Buenos Aires
de Martínez Estrada, sino como simultaneidad de tramas
esencialmente diferentes y cuya confluencia podría hacerlas,
en algún momento, entrar en conflicto.
Kevin
Lynch, siguiendo a Simmel, diferencia los conceptos de espacio urbano
y ambiente urbano: le adjudica al primero la mensurabilidad y la
posibilidad de ser proyectado; al otro, la intensidad, que se lleva a
cabo por la interacción de realidad física y realidad psicológica,
lo que lo hace esquivo a esos registros que, unas décadas después,
constituirían el citado fracaso del Movimiento Moderno.
La
atmósfera urbana configura un tiempo no lineal, fragmentario,
episódico e inestable. Está fuertemente condicionada por las
materialidades pero también por las líneas de fuga, las
apropiaciones, usos, fisuras, así como por la historia y los
acontecimientos, tanto personales como colectivos, aunque también
escape de ellos. La experiencia de acceder a una ciudad por primera
vez pone en evidencia, tal vez con una contundencia inusual en otras
experiencias, esta percepción de su atmósfera, desligada de la
habitualidad y la rutina (por lo que Benjamin recomienda ingresar a
una ciudad nueva por sus diferentes puntos cardinales). De acuerdo a
las condiciones de dicha experiencia, la ciudad operará en la
voluntad, en el recuerdo y hasta en el cuerpo, de una determinada
manera mucho más allá de sus condiciones materiales. Esto que
parece elemental (percepción, recepción íntima no transferible ni
mensurable, escucha de lo no tangible, apropiación transitoria)
sirve para comprender hasta qué punto, como decía Simmel citando a
Kant en el caso de las ciudades eternas, la ciudad necesita de la
puesta en juego de su visitante (o habitante) para recién después
actuar sobre él. Caso contrario, mostrará muy pronto su
“ineficacia” como engranaje del sistema; será no aprehendida por
el visitante y abandonada por el habitante. Aunque después, de esos
despojos a veces surjan, metrópolis al fin, nuevos usos y nuevos
significados (de estos fracasos reconfigurados y re apropiados está
bien documentado el Movimiento Moderno).
El
otro ejemplo, quizás menos evidente, son las redes que diseña el
habitante cuando la ciudad es el espacio de residencia habitual. O,
como decía Raban, la forma necesaria para no caer en la pesadilla o
la locura. Esas redes de significación son a la vez las que fijan al
individuo y lo vuelven objeto de control, localizable y a la vez,
enseñable para que él mismo pueda reproducir las formas urbanas que
le imprimen al sistema su identidad propia y, por supuesto, aquella
eficacia. Esas coordenadas geográficas en un determinado territorio
físico no tienen razón de ser sin ese punto que se desplaza
completándolos y a la vez produciendo nuevos recorridos en un
sistema incesante pero limitado.
Un
redimensionamiento de lo expresado anteriormente lo constituye la
arquitectura virtual dada por las nuevas tecnologías, donde las
redes sociales son apenas una parte del engranaje.
Redimensionamiento, porque a diferencia de la ciudad real en el mundo
virtual las coordenadas serán inciertas o prescindentes (más allá
de los IP, las aplicaciones para detectar ubicación geográfica, los
servidores, artefactos y demás materiales de soporte), potenciando
en cambio los recorridos mentales y por lo tanto, individuales (no
masificados o socializados) del usuario. Lo que los vuelve,
contrariamente al lugar común, difícilmente controlables.
En
una comparación arriesgada, el mundo virtual sería como el universo
que fluye y se expande constantemente en el vacío. No hay geografía
física ni mensurabilidad alguna sino intensidades que funcionan
motorizadas por el deseo que urge la acción y la producción de
formas, contenidos, conductas, que a la vez generarán efectos sobre
el mundo real. Mientras que en la ciudad física los conceptos de
pertenencia y territorio están perfectamente acotados e
individualizados, se conocen sus zonas de vecindad, sus influencias,
sus transformaciones y sus impactos, sus préstamos así como sus
mecanismos de exclusión e inclusión definidos por el trazado de
aquellas redes, en la ciudad virtual es la imaginación sin ataduras
materiales la encargada de significar, acotar y aquietar el espacio
que fluye. El control aquí ya no se realiza sobre los cuerpos sino
sobre estos ensanchamientos del yo y sus posibilidades.
A
la política del desencanto de la vida real, esto es, el estado de
insatisfacción en el que está sumido el hombre moderno frente al
fracaso de aquella utopía científica y a la vez, como estrategia de
fuga hacia delante, como consumo y a la vez consumidor, se le opone
este re encantamiento del mundo a través de la virtualidad. Juventud
eterna, reconfiguración del propio cuerpo o retaceo del mismo,
detención del tiempo, supresión de distancias, indiferencia del
contexto, físico e histórico, multiplicidad, simultaneidad,
polifonía, hasta visos de eternidad, son las premisas que
hegemonizan la atmósfera como una suerte de utopía por fin
realizada que aspiran a llegar al centro neurálgico de cada punto
que motoriza este espacio fluido. A esta altura, ya resulta un poco
ingenuo pensar que el objetivo final de estas tramas sea el rédito
económico y la recopilación de datos con fines de vigilancia y
control. En todo caso, ambos conforman estrategias para llegar al
núcleo peligroso, que no es otro que el universo mental del usuario.
(El ¿En qué estás pensando?, con el que nos recibe FB todos
los días no es solo una señal de cordialidad de la red social).
Esta
correspondencia del mundo virtual con el real, la imaginación y el
pensamiento que entablan circuitos de acción y vecindad y las redes
del mundo material, no parecería tener al control como objetivo
final. La falacia de esta afirmación se comprueba aplicándola en la
ciudad real: nunca fue el fin último sino un medio para posibilitar
la producción y reproducción de un sistema, capitalista,
financiero, e impedir sus eventos disruptivos. Por lo que resulta más
creativo pensar que esa ciudad virtual fue fundada también como una
homologación de las posibilidades estéticas de la ciudad real. O
mejor dicho, de los usos de la estética como forma de pedagogía
para aquel proceso de producción y reproducción del sistema. La
ciudad virtual, despojada de las limitaciones de la materialidad, de
las valoraciones del mundo real, incluso de legislaciones y
hegemonías, se convierte ella misma en materia de extrema
plasticidad, modificable, transformable e ingresiva que modela a la
vez a sus usuarios pero sin los límites marcados por la existencia
física.
Entonces,
la mirada sobre la tecnología como mecanismo de control, de
domesticación o de alienación podría develar su verdadera función,
que es la de minimizar el proceso de transformación esencial del
hábitat que exigirá nuevas legislaciones, nuevas jerarquías y
nuevas valoraciones pero principalmente, nuevas formas de ser y de
estar que lejos de enfrentarse al mundo real, entabla con él
correspondencias impensadas (y no solo las obvias).
En
lugar de mudarnos a Marte por agotamiento terrestre, es la
virtualidad la que está abriendo sus puertas para que este paso se
diera en un futuro que cada vez parece menos de ciencia ficción. Es
el ser humano, entonces, el que se constituiría en frontera entre
ambos mundos, con una corporalidad con la que todavía no sabe muy
bien qué hacer. El protagonismo actual y desmesurado de la vida
privada, del cuerpo, de sus deseos, gustos y pasiones en el concierto
de lo público, suena a veces más como agonía que como esplendor.
Una mejoría antes de la muerte que necesita una última ratificación
en el mundo de las cosas.
Aunque
también cabría otra lectura: un yo en transición que se ensaya
frente a los otros, o frente a lo otro, una aplicación de aquellas
infinitas posibilidades cuando abandona la materialidad y se
constituye en intensidad, instante puro que refulge antes de
desaparecer. Como las historias de Instagram.
Ese
fulgor instantáneo ataca también al lenguaje, develando sus
vacilaciones cuando atraviesa aquella frontera, la del mundo virtual:
¿es posible que funcionen los conceptos de público y de
privado ante la ausencia de un público que contempla (o en
todo caso, ante la presencia de un público desfondado) y un privado
más o menos estable, que al ocultarse no se devele eternamente y al
publicarse no se ensaye en otro?
Pero
si la técnica ya no sería una forma de estar en el mundo, sino el
mundo mismo, esas redes tampoco serían el objetivo último. Mucho
menos, el hábitat final. Retomando el concepto inicial de
homologación, la ciudad virtual se fundaría en la construcción de
espacios comunes, incluido el yo y sus ensayos y ocasos, que se irían
interceptando y de los que se bifurcarían nuevos en una trama
infinita e incesante, permeable y altamente inestable. Más allá de
la complejidad del tema de qué es un algoritmo, la idea que
sobrevuela es que solo un algoritmo, o forma matemática familiar,
podrá aprehender ese espacio, esas relaciones, esas mutaciones y
esas derivas, que conforman el mundo virtual. Diagramas de flujo,
secuencias, salidas, bifurcaciones, simultaneidades, que, con suerte,
llegarán a un resultado final. Aunque a veces solo baste el proceso
mismo y el recorrido entonces, infinito e ininterrumpido, roce la
eternidad.
En
este contexto, la inteligencia y la formación tradicionales
actuarían como precarios salvoconductos para un mundo cuyo
conocimiento estaría reservado a muy pocos. Una especialización
alejada del lenguaje de las palabras y cercana al de los símbolos y
el pensamiento abstracto. Si lo que pienso lo puedo “realizar”,
el problema seguirá siendo qué pienso, o quién piensa. O mejor
dicho, ese pensamiento también estará direccionado para su mejor
funcionamiento dentro de las nuevas condiciones de habitabilidad. Un
ejemplo precursor, que también podría constituir prueba piloto,
algo así como el antepasado de lo que vendrá, es el hashtag
(y su derivado, la consigna del momento sobre la foto de perfil) y la
obediencia casi inconsciente que despierta en los públicos masivos.
Un conjunto de símbolos y algunas pocas palabras que actúan sobre
la mente con el imperativo de la pertenencia y que se disfraza ya sea
de moda, de corrección política, ya sea a manera lúdica.
Contraseñas tentativas para movernos en esos flujos que,
homologadores al fin, tendrán los mismos procesos de selección y
descarte que los de la vida real.
De
allí también, y como síntoma de una época agónica, la palabra en
retirada (su exceso, su impunidad y su facilidad de enunciación
también como preavisos de su ocaso) y como consecuencia, la poca
facilidad de las nuevas generaciones en comprender lo que ellas
dicen, casi como si hablaran a manera de Kafka una lengua extranjera.
La palabra funda mundo, un determinado tipo de mundo comandado por la
lógica y sus interrupciones. No parecería ser el fundamento de esta
ciudad virtual.
Así
como lo anteriormente expresado tiene el resguardo del logos y de su
verosimilitud en una secuencia planificada de antemano, un orden
sucesivo para que el lector pueda atravesar el texto y llegar al
punto final, también podría, sin embargo, ser apenas una
bifurcación, una posibilidad de esa mente que vaga errática en el
límite entre dos civilizaciones, buscando coordenadas conocidas de
una para aplicarlas en la otra. El momento en el que crucé la
frontera entre el registro ensayístico, con fundamentaciones
académicas, hacia la ficción también es incierto y ni siquiera
seguro. Toda la cultura occidental está o estará en esa deriva, en
esa incertidumbre que se interroga ya no qué es verdadero o falso
sino qué es real o ficticio. Un combate dentro del mismo lenguaje
que ya no apuntará a demostrar su facticidad y sus rebeliones y
engañifas, su servidumbre siempre lista a los poderes de turno y sus
posibilidades de insurrección, sino su propia legitimación como
ordenador de un mundo que se le escapa en aquellas operaciones,
diagramas y flujos.
¿Qué
estás pensando?, equipara entonces al estar ahí, ese lugar
efímero de la vida virtual, con ese pensamiento que se fuga, se
ensaya, se oscurece y reaparece de acuerdo a aquellos diagramas (las
grandes movilizaciones mundiales, las revoluciones sin enemigos
visibles o cualquier acto que se masifica en cuestión de segundos
sin espacio para la reflexión, originadas de esos mandatos
virtuales, también podrían leerse como un ensayo de cómo aquellas
ficciones pueden operar sobre la vida real, hasta confundirla).
¿No
será entonces que la virtualidad está extremando la todavía
incierta capacidad de la mente, de la imaginación, para ensayarse en
un continuo juego que no tendría otro objetivo que el de posponer al
infinito, como un algoritmo indeterminado, ese punto final que nos
atormenta desde que tenemos uso de razón?
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