Por
encima del exiguo caserío de Mudá se alza una peña singular, de
unos cuarenta metros de altura, que a lo largo del tiempo ha recibido
diferentes nombres, que yo sepa: Peña de la Virgen, Laltara y Peña de los Huevos (éste último según consta en el Diccionario
geográfico de Sebastián Miñano de 1828 y en el confeccionado en
1850 por Pascual Madoz). Un pago próximo a la base conserva el
nombre de Trascastillo, que refiere la existencia de una antigua
fortaleza en la cima de la peña y que, a buen seguro, por la
irregularidad y estrechez del sitio, debió ser una torre simple, que
me recuerda a otras cercanas, como la que debieron existir en Perapertú
o en Monasterio, en Cervera de Pisuerga, o las que todavía se
conservan en Gama y en las vecinas tierras burgalesas de Urbel del
Castillo.
En
la actualidad se accede a lo alto por una empinada escalera. Arriba
está la escultura de la Virgen de la Peña y el lugar es hoy un
mirador colgado sobre las casas de Mudá, con excelentes vistas al
conjunto del valle.
Julio González González, el ilustre historiador medievalista,
saldañés de origen, sostuvo que a finales del siglo V y parte del
VI, Mudá fue fortaleza visigoda para la protección frente a las
frecuentes incursiones de suevos y cántabros. El valle y toda la
zona fueron repoblados tras la invasión musulmana, durante los siglos
VIII y IX, configurándose la fortaleza de Mudá como uno de los
castillos que estructuraban, primero una antigua línea de defensa
previa a la invasión musulmana, y luego la línea de frontera del
reino visigodo. No parece desacertada esta afirmación de Julio
González, que explicaría la profusión de torres fortaleza, con
utilidad de refugio para la población indígena ante los asaltos
continuos, primero de las tribus cántabras y suevas y luego de las
razzias musulmanas.
Perapertú es “petra apertum”, la gran roca
horadada bajo la que se cobija esta aldea situada en el fondo del
valle y bajo las faldas del macizo de Valdecebollas. Su origen romano
parece incuestionable, como lo parece el origen prerromano atribuido al término “muga”
(de muga, con significado de límite o mojón) que, según esa hipótesis, con el tiempo
derivaría en el actual uso del topónimo “Mudá”. Ya figura como
“Mudaue” en un documento de 1059 en el que Fernando I define los
límites del Obispado de Palencia. A mediados del XIII el alfoz de
Mudá aparece integrado con los de Cervera, Peñas Negras, Tremaya y
Resoba, con los que, poco después, sería configurada la nueva merindad
de Liébana-Pernía.
El
Becerro de las Behetrías, escrito en el siglo XIV viene a
confirmarnos la distribución del alfoz de Mudá, con dos tercios
calificadas de propiedades solariegas, de Don Tello y de los hijos de
Fernando Díaz Duque, perteneciendo el tercio restante a la Abadía
de Aguilar de Campoo. A mediados del siglo XVIII Mudá es señorío del
Conde de Siruela, tenía cuarenta y tres vecinos (casas habitadas)
que muy posiblemente fuera su máxima población histórica, porque
nunca Mudá llegó a superar en mucho la cifra de doscientos
habitantes (sólo a finales del siglo XIX es contabilizado un máximo
de 203 habitantes para un número de 31 casas o vecinos).
Me llama la atención la distribución de la
población en función de su ocupación, que en 1768 era ésta: 20
labradores, 5 criados, 4 fabricantes, 2 beneficiados, 1 teniente de
cura y 1 estudiante. Treinta y tres de un total de 151 habitantes en
ese mismo año, si bien, se dice que el resto de la población son
menores o “sin profesión específica”, lo que vendrían a ser
118 (¡¡¡???).
Me
sorprenden estos datos, porque es increíble que no conste la
actividad pastoril en un valle tan propicio al pastoreo, que por su
situación geográfica, al pie de unas montañas cuyos altos y
frescos pastos siempre fueron escenario de trashumancias, tanto de largo como de corto alcance. Este viaje
anual de los rebaños, de ida y vuelta, desde el valle a los pastos
alpinos del Cueto y las altas cumbres próximas, las del macizo de Valdecebollas, tiene toda la
verosimilitud de la lógica. No concibo la ausencia de
esta práctica por los pobladores de Mudá ni por los otros
habitantes del valle. Y ésto me lleva a considerar como posibilidad
lo que pudiera ser otra sorpresa relacionada con el topónimo de
Mudá, ahora con el significado de “trashumancia”. No me atrevo
a afirmarlo con rotundidad, pero sí a considerarlo como posibilidad.
Y todo viene a cuento de mi conocimiento reciente de que en la
montañosa isla de Gran Canaria se siga hoy utilizando el vocablo “mudá” como pervivencia de un uso antiguo, probablemente
prehistórico, con el significado de pastoreo trashumante, de los
rebaños de cabras y ovejas. En menor medida, también se conserva
en otras islas, sobre todo en Tenerife y en Fuerteventura.
La
conquista de las islas Canarias por parte de la Corona de Castilla se
llevó a cabo entre 1402 (conquista
de Lanzarote) y 1496
(conquista de Tenerife). La repoblación de las islas por los
castellanos (aún hoy llamados “godos”), justificaría la
conservación de antíguos vocablos traídos por los invasores. Dice
Yuri Millares, investigador canario, autor
del libro “Los últimos trashumantes de Canarias”,
que “desde
los tiempos prehispánicos, cuando la ganadería era una forma de
vida en ocasiones estratégica para la supervivencia, el pastoreo es
una actividad que se ha practicado trasladando los animales en busca
de pastos de costa a cumbre: la trashumancia aborigen sigue viva en
el siglo XXI”.
Y
leo en un documento al respecto: “Nombraremos en todo momento,
el fenómeno de la trashumancia como Mudá, que es la manera como la
llaman los pastores ovejeros del norte de Gran Canaria. Vemos como se
trata de un uso particular del verbo mudar en su acepción de cambiar
de casa. Un término en todo caso, cada vez en más desuso”.
Ahí
queda, pues esta duda razonable acerca del significado y origen del
topónimo Mudá.
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