lunes, 22 de octubre de 2018

HABLAR SERIAMENTE DE LA DESPOBLACIÓN DE LOS TERRITORIOS RURALES


No se puede hablar con seriedad de la despoblación del medio rural obviando la crisis de civilización en la que estamos inmersos.



 
El cambio radical hacia un modelo de producción agraria desarrollista.
La despoblación de la geografía rural es un fenómeno tan antiguo como la humanidad. Hace diez mil años, la ciudad de Ur, la primera ciudad conocida, surgida en Mesopotamia, se conformó a partir de la despoblación de las aldeas en las que vivía su población anteriormente. Pero en nuestro tiempo y latitudes, la referencia más próxima fue el gran éxodo de los años 60 del pasado siglo, con el despegue industrial del regimen franquista. Su causa fue el tránsito de un modelo agrario ancestral, campesino-familiar, a un modelo de agricultura, ganadería, selvicultura y horticultura industrial, acorde con la ideología desarrollista que alcanzaría su pleno desarrollo en las décadas posteriores. Luego, cuando hablamos de la despoblación rural hay que referirse necesariamente a ese cambio radical del modelo agrario como causa directa de ese gran éxodo y de la consiguiente despoblación.

La gran ciudad es el modelo de poblamiento propio de la sociedad estatal-capitalista.
En esta sociedad el modelo campesino de poblamiento disperso es disfuncional y, por tanto,  no le cabe otro destino que su marginalidad y eliminación progresiva. La dinámica productivista del capitalismo agrario, cuya finalidad  es  la acumulación de propiedades y capital para la maximización del beneficio, precisa de la concentración de la propiedad para disponer de grandes superficies productivas, además de la concentración de los centros de transformación y distribución de la producción primaria. La producción a gran escala necesita a su vez de un sistema de distribución que minimice los gastos de transporte y comercialización, por lo que le resulta esencial que la demanda de dichos productos transformados esté lo más concentrada posible. Es así como surgen los polígonos industriales asociados a grandes concentraciones urbanas, en las que resulta más barato hacer llegar las mercancías a los consumidores, lo que permite reducir precios, incrementar el consumo y, por tanto, el crecimiento de las ventas y del beneficio empresarial. Esta es la "racionalidad" de la dinámica productivista del capitalismo, la triunfante racionalidad cuya arrasadora potencia se sustenta en la democratización del consumo. Si éste quebrara, todo el sistema entraría necesariamente en quiebra sistémica.Y ésto, que es válido para la producción agrícola también lo es para todo tipo de mercancías. Las aglomeraciones urbanas son, pues, consustanciales al sistema productivo y mercantil capitalista. La ciudad contemporánea es, antes que nada, funcional al sistema de control social y político que es el Estado y al subsistema productivo de explotación, acumulación y beneficio capitalista. 



El daño y los costes ecológicos son ocultados.
La “racionalidad” capitalista obliga a la reducción de costes y uno de los mayores costes es ocultado, me refiero al agotamiento de las tierras y de los recursos energéticos, al forzamiento de los ciclos vegetativos y a la contaminación química de los suelos. Daños y costes ecológicos no son asumidos, sino que son transferidos a la sociedad en general y especialmente a las generaciones futuras, por la merma productiva y por la reparación ambiental que será necesaria en el futuro, que en su mayor parte será irreversible.
La dinámica productiva del capitalismo es necesariamente crecentista, no puede estancarse y mucho menos decrecer, funciona con ignorancia de sus límites, es un sistema ciego. Su expansividad es consustancial, necesita crecer constantemente y eso le exige una ampliación permanente de sus territorios, recursos productivos y mercados. La explotación de los recursos nacionales no le basta, necesita salir de sus fronteras y explotar otros territorios y otros mercados. El neocolonialismo es así resultado de esa racionalidad capitalista: nuevos territorios y nueva mano de obra, mejor cuanto más baratos. La tierra es más barata en los países menos desarrollados y el trabajo también. Hay una etapa previa que ya ha pasado, se trata del abaratamiento del trabajo en los países desarrollados, mediante la masiva incorporación de las mujeres al mercado laboral. Nace así un feminismo secuestrado por esa racionalidad capitalista; agotada esa fase, toca maximizar el beneficio implantando centros productivos en los nuevos territorios colonizados, en los que los costes son muy inferiores y, por tanto, favorecen un extraordinario crecimiento de la tasa de beneficio capitalista, en los mercados de origen y mucho más en los mercados del mundo desarrollado, donde los precios pueden ser reducidos, lo que incrementará notablemente las ventas y el consumo. Esta es la racionalidad de la globalización capitalista.

Siguiente paso “racional”: la crisis demográfica y la utilidad de la emigración.
Siguiendo los favorables efectos de la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo capitalista, similar efecto tendrá la incorporación de baratas masas de emigrantes procedentes de países del tercer mundo, que ya vienen criados y educados; ese gasto, como el ecológico, también es ocultado, es un gigantesco ahorro que tienen los estados capitalistas, un beneficio a añadir a la ganancia capitalista, junto con el abaratamiento general del trabajo “nacional” que supone la llegada masiva de emigrantes “baratos”. La pobreza y la guerra inducida son los estímulos al éxodo masivo, a muy poca gente le gusta perder sus vínculos familiares, sociales y territoriales, es un éxodo forzado, provocado mediante la generalización de la guerra estatal-capitalista en todas sus manifestaciones: comercial, militar, cultural, política, etc
Es una maniobra terminal, en la que se agotan las posibilidades de seguir manteniendo la tasa de beneficio, porque se agotan los recursos productivos y se agotan los recursos humanos baratos, como consecuencia de una descomunal e irreversible crisis demográfica (la tasa de reposición generacional ya es negativa, no sólo en los países desarrollados del occidente capitalista, también en las grandes reservas demográficas de Asia y Sudamérica). El Africa subsahariano es la última reserva demográfica. Pero la importación de emigrantes es una maniobra delicada, que los estados capitalistas abordan con tiento, bien planificada, porque no pueden las democracias capitalistas parecer “inhumanas”, ya que su mantenimiento depende de la conformidad, complicidad y sumisión de las masas trabajadoras-consumidoras; la emigración no puede parecer un mercadeo de personas al viejo modo esclavista, hay que guardar las formas. En esa operación estamos, vistiendo de humanismo el tráfico de emigrantes; y para ello se cuenta con la valiosa colaboración de una parte de la sociedad, la más descerebrada, el fascismo, nutrida por la otrora tradicional clientela proletaria de los partidos y sindicatos marxistas. Su brutalidad contra la emigración que “le roba el trabajo” hace rebrotar los más oscuros instintos xenófobos y racistas, al tiempo que provoca la reacción “humanitarista” de la otra mitad de la población, ganada para la causa “antifascista” que promueven las mismas democracias capitalistas que simultáneamente provocan las migraciones masivas y el auge del neofascismo. No es la primera vez que ésto sucede, ya se dio con la gran crisis capitalista del 29, ya tuvo lugar una guerra mundial en la que se dirimió la utilidad del fascismo para la causa del sistema estatal-capitalista. La política democrática es la modalidad “civilizada” de esa guerra generalizada, se trata de extender la confrontación y la competencia a todos los ámbitos de la existencia, que sea la única opción “racional”, por razón de supervivencia, de intereses e identidades irreconciliables. Se trata de alentar y alimentar la lucha de clases de manera permanente, para que sea una instancia superior, el Estado, quien administre la “racionalidad” de la que son incapaces tanto los individuos como las masas. 


Un daño previo y superior.
Hay otro daño oculto, superior y previo a los ya mencionados; es la destrucción de la libertad de conciencia, del sujeto individual, responsable y consciente. Y a esta destrucción está asociada la del ideal humano de vida convivencial y comunitaria. Sin ese sujeto la comunidad es imposible, sólo puede darse en modo sucedáneo, como lo hace el Estado, en modo de ficticias comunidades “nacionales”, en las que lo único común es el propio artefacto estatal y la sumisión de las gentes (ciudadanía) a su racionalidad propietaria, consumista, capitalista. La reconstrucción de ese sujeto individual, autónomo y comunitario, que fuera representado durante siglos por el campesinado -hoy ya ¿definitivamente? aniquilado-, es condición necesaria para restaurar el ideal de convivencialidad. La destrucción de ese sujeto es el daño mayor y previo, el que ha hecho posible todos los demás daños infringidos contra el conjunto de la especie humana y contra el planeta vivo del que somos parte.
Por contra, el individuo producto de la civilización capitalista es un irresponsable convencido, alguien al que se ha liberado de la carga moral que supone hacerse responsable de sí mismo y corresponsable de la comunidad y el territorio en el que vive. Es un delegador enfermizo que, a cambio de su autonomía-libertad perdida, exige “derechos” en forma de servicios y consumo compulsivo; su moral no es diferente a la de las élites burguesas a las que sigue, vota, critica, emula y envidia, su ideal de vida es el mismo de esas élites: vivir sin necesidad de trabajar, que otros lo hagan en su lugar, porque no quiere ser menos, porque su ideal de vida es llegar a ser feliz, un parásito feliz.

Así que hablar de la necesidad de servicios e infraestructuras en el medio rural, hablar de conectividad a internet, de emprendimiento y economía circular...es marear la misma y antigua perdiz, no deja de ser entretenido, pero no sirve para nada más.






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