No se puede
hablar con seriedad de la despoblación del medio rural obviando la crisis de
civilización en la que estamos inmersos.
El
cambio radical hacia un modelo de producción agraria desarrollista.
La
despoblación de la geografía rural es un fenómeno tan
antiguo como la humanidad. Hace diez mil años, la ciudad de Ur, la
primera ciudad conocida, surgida en Mesopotamia, se conformó a
partir de la despoblación de las aldeas en las que vivía su
población anteriormente. Pero en nuestro tiempo y latitudes, la
referencia más próxima fue el gran éxodo de los años 60 del
pasado siglo, con el despegue industrial del regimen franquista. Su
causa fue el tránsito de un modelo agrario ancestral,
campesino-familiar, a un modelo de agricultura, ganadería,
selvicultura y horticultura industrial, acorde con la ideología
desarrollista que alcanzaría su pleno desarrollo en las décadas
posteriores. Luego, cuando hablamos de la despoblación rural hay que
referirse necesariamente a ese cambio radical del modelo agrario como
causa directa de ese gran éxodo y de la consiguiente despoblación.
La
gran ciudad es el modelo de poblamiento propio de la
sociedad estatal-capitalista.
En
esta sociedad el modelo
campesino de poblamiento disperso es disfuncional y, por tanto, no le cabe otro destino que su
marginalidad y eliminación progresiva. La dinámica
productivista del capitalismo agrario, cuya finalidad es
la acumulación de propiedades y capital para la maximización del beneficio,
precisa de la concentración de la propiedad para disponer de grandes
superficies productivas, además de la concentración de los centros
de transformación y distribución de la producción primaria. La
producción a gran escala necesita a su vez de un sistema de
distribución que minimice los gastos de transporte y
comercialización, por lo que le resulta esencial que la demanda de
dichos productos transformados esté lo más concentrada posible. Es
así como surgen los polígonos industriales asociados a grandes
concentraciones urbanas, en las que resulta más barato hacer llegar
las mercancías a los consumidores, lo que permite reducir precios,
incrementar el consumo y, por tanto, el crecimiento de las ventas y
del beneficio empresarial. Esta es la "racionalidad" de la dinámica
productivista del capitalismo, la triunfante racionalidad cuya
arrasadora potencia se sustenta en la democratización del consumo.
Si éste quebrara, todo el sistema entraría necesariamente en quiebra
sistémica.Y ésto, que es válido para la producción agrícola
también lo es para todo tipo de mercancías. Las aglomeraciones
urbanas son, pues, consustanciales al sistema productivo y mercantil
capitalista. La ciudad contemporánea es, antes que nada, funcional
al sistema de control social y político que es el Estado y al subsistema productivo de explotación, acumulación y beneficio capitalista.
El
daño y los costes ecológicos son
ocultados.
La
“racionalidad” capitalista obliga a la reducción de costes y uno
de los mayores costes es ocultado, me refiero al agotamiento de las
tierras y de los recursos energéticos, al forzamiento de los ciclos
vegetativos y a la contaminación química de los suelos. Daños y
costes ecológicos no son asumidos, sino que son transferidos a la
sociedad en general y especialmente a las generaciones futuras, por
la merma productiva y por la reparación ambiental que será
necesaria en el futuro, que en su mayor parte será irreversible.
La
dinámica productiva del capitalismo es necesariamente crecentista,
no puede estancarse y mucho menos decrecer, funciona con ignorancia
de sus límites, es un sistema ciego. Su expansividad es
consustancial, necesita crecer constantemente y eso le exige una
ampliación permanente de sus territorios, recursos productivos y
mercados. La explotación de los recursos nacionales no le basta,
necesita salir de sus fronteras y explotar otros territorios y otros
mercados. El neocolonialismo es así resultado de esa racionalidad
capitalista: nuevos territorios y nueva mano de obra, mejor cuanto
más baratos. La tierra es más barata en los países menos
desarrollados y el trabajo también. Hay una etapa previa que ya ha
pasado, se trata del abaratamiento del trabajo en los países
desarrollados, mediante la masiva incorporación de las mujeres al
mercado laboral. Nace así un feminismo secuestrado por esa
racionalidad capitalista; agotada esa fase, toca maximizar el
beneficio implantando centros productivos en los nuevos territorios
colonizados, en los que los costes son muy inferiores y, por tanto,
favorecen un extraordinario crecimiento de la tasa de beneficio
capitalista, en los mercados de origen y mucho más en los mercados
del mundo desarrollado, donde los precios pueden ser reducidos, lo
que incrementará notablemente las ventas y el consumo. Esta es la
racionalidad de la globalización capitalista.
Siguiente
paso “racional”: la crisis demográfica y la utilidad de
la emigración.
Siguiendo
los favorables efectos de la incorporación de las mujeres al mercado
de trabajo capitalista, similar efecto tendrá la incorporación de
baratas masas de emigrantes procedentes de países del tercer mundo,
que ya vienen criados y educados; ese gasto, como el ecológico,
también es ocultado, es un gigantesco ahorro que tienen los estados
capitalistas, un beneficio a añadir a la ganancia capitalista, junto
con el abaratamiento general del trabajo “nacional” que supone la
llegada masiva de emigrantes “baratos”. La pobreza y la guerra
inducida son los estímulos al éxodo masivo, a muy poca gente le
gusta perder sus vínculos familiares, sociales y territoriales, es
un éxodo forzado, provocado mediante la generalización
de la guerra estatal-capitalista en todas sus manifestaciones:
comercial, militar, cultural, política, etc
Es
una maniobra terminal, en la que se agotan las posibilidades de
seguir manteniendo la tasa de beneficio, porque se agotan los
recursos productivos y se agotan los recursos humanos baratos, como
consecuencia de una descomunal e irreversible crisis demográfica (la
tasa de reposición generacional ya es negativa, no sólo en los
países desarrollados del occidente capitalista, también en las
grandes reservas demográficas de Asia y Sudamérica). El Africa
subsahariano es la última reserva demográfica. Pero la importación
de emigrantes es una maniobra delicada, que los estados capitalistas
abordan con tiento, bien planificada, porque no pueden las
democracias capitalistas parecer “inhumanas”, ya que su
mantenimiento depende de la conformidad, complicidad y sumisión de
las masas trabajadoras-consumidoras; la emigración no puede parecer
un mercadeo de personas al viejo modo esclavista, hay que guardar
las formas. En esa operación estamos, vistiendo de humanismo el
tráfico de emigrantes; y para ello se cuenta con la valiosa
colaboración de una parte de la sociedad, la más descerebrada, el
fascismo, nutrida por la otrora tradicional clientela proletaria de
los partidos y sindicatos marxistas. Su brutalidad contra la
emigración que “le roba el trabajo” hace rebrotar los más
oscuros instintos xenófobos y racistas, al tiempo que provoca la
reacción “humanitarista” de la otra mitad de la población,
ganada para la causa “antifascista” que promueven las mismas
democracias capitalistas que simultáneamente provocan las migraciones masivas y el auge del neofascismo. No es
la primera vez que ésto sucede, ya se dio con la gran crisis
capitalista del 29, ya tuvo lugar una guerra mundial en la que se
dirimió la utilidad del fascismo para la causa del sistema
estatal-capitalista. La política democrática es la modalidad
“civilizada” de esa guerra generalizada, se trata de extender la
confrontación y la competencia a todos los ámbitos de la
existencia, que sea la única opción “racional”, por razón de
supervivencia, de intereses e identidades irreconciliables. Se trata
de alentar y alimentar la lucha de clases de manera permanente, para
que sea una instancia superior, el Estado, quien administre la
“racionalidad” de la que son incapaces tanto los individuos como las
masas.
Un
daño previo y superior.
Hay
otro daño oculto, superior y previo a los ya mencionados; es la
destrucción de la libertad de conciencia, del sujeto individual,
responsable y consciente. Y a esta destrucción está asociada la del
ideal humano de vida convivencial y comunitaria. Sin ese sujeto la
comunidad es imposible, sólo puede darse en modo sucedáneo, como lo
hace el Estado, en modo de ficticias comunidades “nacionales”, en
las que lo único común es el propio artefacto estatal y la
sumisión de las gentes (ciudadanía) a su racionalidad propietaria,
consumista, capitalista. La reconstrucción de ese sujeto individual,
autónomo y comunitario, que fuera representado durante siglos por el
campesinado -hoy ya ¿definitivamente? aniquilado-, es condición
necesaria para restaurar el ideal de convivencialidad. La destrucción
de ese sujeto es el daño mayor y previo, el que ha hecho posible
todos los demás daños infringidos contra el conjunto de la especie
humana y contra el planeta vivo del que somos parte.
Por
contra, el individuo producto de la civilización capitalista es un
irresponsable convencido, alguien al que se ha liberado de la carga
moral que supone hacerse responsable de sí mismo y corresponsable de
la comunidad y el territorio en el que vive. Es un delegador
enfermizo que, a cambio de su autonomía-libertad perdida, exige
“derechos” en forma de servicios y consumo compulsivo; su moral no es
diferente a la de las élites burguesas a las que sigue, vota,
critica, emula y envidia, su ideal de vida es el mismo de esas
élites: vivir sin necesidad de trabajar, que otros lo hagan en su
lugar, porque no quiere ser menos, porque su ideal de vida es llegar
a ser feliz, un parásito feliz.
Así
que hablar de la necesidad de servicios e infraestructuras en el
medio rural, hablar de conectividad a internet, de emprendimiento y
economía circular...es marear la misma y antigua perdiz, no deja de ser
entretenido, pero no sirve para nada más.
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