Fotos de la revista Contratiempo (mayo del 68, Marilyn Monroe y 8M) |
Puede
que ya sea tarde, porque los acontecimientos han avanzado mucho, pero
pienso que el feminismo genuino, necesariamente antipatriarcal y por
tanto antisistema, está obligado a reelaborarse al ver que la
amenaza de cooptación por parte del sistema es más que evidente,
cuando su agenda está siendo integrada en la de las instituciones
del mismo sistema que en teoría pretende combatir. Lo primero a
considerar es que no debiera haber duda al respecto de si en el
movimiento cabemos o no los hombres, porque si no cabemos es que,
efectivamente, ya es demasiado tarde.
Podremos
acusar de todo al sistema dominante, pero no de que disimule mucho en
su intención de hacerse con el discurso feminista. Ya pasó con el
ecologismo, que de cuestionar el orden económico y político
estatal-capitalista, pasó a legitimarlo, contribuyendo decisivamente
al reforzamiento del armazón ideológico del sistema a través de su
idea del desarrollo sostenible. ¿No estará el feminismo en la misma
tesitura histórica? Convendréis conmigo que, como mínimo, merece la
pena considerar este riesgo más que evidente, que a cada día que
pasa se convierte en certeza.
En
tal sentido, me ha parecido oportuno rescatar un par de artículos
de la argentina Zenda Liendivit (revista Contratiempo) que, juntos,
aportan una interesante reflexión al respecto, estando escritos
antes y después del 8M:
Disparen
sobre el machismo ¿Resguarden al
capitalismo? (febrero 2017)
Sin
confrontación no hay historia. Aún hoy, en el siglo XXI, cuando los
límites parecen cada vez más difusos, la posibilidad de una
historia sin contrincantes resulta imposible. Nuevos órdenes
mundiales vienen a reforzar estas contiendas e individualizar a
nuevos enemigos. La violencia que ejerce el sistema capitalista, o
neoliberalismo transnacional y financiero en su versión
contemporánea, sobre los sectores más desposeídos (y también,
sobre los no tanto) ha recrudecido y, en ocasiones, revivido formas
antiguas que se suponían desterradas: xenofobia, racismo y exclusión
del diferente vuelven a escena con una virulencia y, sobre todo, con
multitudinarias adhesiones no vistas desde la hecatombe de la 2°
Guerra Mundial.
Pero
el neoliberalismo ataca en todos los frentes, no solo el económico:
una atmósfera plana, travestida de diversa, exportable, imitable y
fácilmente reproducible con las nuevas tecnologías, forma parte de
la estrategia y del objetivo, de la conquista de territorios y
culturas a los que habrá que aplacar en sus singularidades y
mantenerlos bajo control en sus rebeliones y disconformidades. En
este contexto de violencia, generada por un sistema que la necesita
como forma de producción y reproducción, surgen las luchas de las
mujeres modelo siglo XXI. Luchas de intenciones difusas con un sujeto
de predicado incierto. De reivindicaciones tan elementales algunas,
tan oscilantes otras, que habría que preguntarse cuánto aportan a
la tan mentada emancipación. O, por el contrario, cuánto favorecen
a lo mismo que atacan. En otras palabras, ¿qué razón política
anida detrás de ellas?
Las
mujeres en la actualidad no constituyen un sujeto de intereses
comunes, como sí los asalariados, los desocupados, los reclusos, las
poblaciones afroamericanas pobres o los inmigrantes; incluso, como
las mujeres en el siglo XIX o principios del XX. Es decir, todo
eslabón débil y mancomunado por una determinada forma de
explotación. La posición de la mujer, en sociedades como la
nuestra, está condicionada a determinados contextos y geografías:
no es la misma en un ambiente urbano que en uno rural; en una
metrópolis o en una ciudad pequeña de provincia; en plena capital o
en los cordones más humildes y degradados del conurbano. Hay mujeres
que desean tener hijos y familia; están las que solo piensan en
trabajo y estudios; hay mujeres que condenan el aborto; hay mujeres
creyentes, las hay ateas y agnósticas, hay mujeres ricas, hay
mujeres pobres. Y así podríamos continuar al infinito. Vociferar
contra femicidas; reclamar por la igualdad de géneros en el ámbito
laboral y familiar; pronunciarse a favor del aborto y ubicar al
cuerpo femenino como territorio de disputas y sobre todo, como
propiedad privada; alzarse contra la maternidad y los roles
tradicionales (como criar hijos, dar de mamar o lavar los platos);
visualizar al hombre como el sujeto a demoler con la excusa del
patriarcado como origen de todos los males; incluso, suponer que el
género es una estrategia de los poderes dominantes, o sea del
machismo, para sojuzgar voluntades, conforman bases programáticas
cercanas al fundamentalismo, que no acepta en sus predicados los
pliegues de aquellas diferencias y pretende imponer un sistema de
vida, dando como resultado un machismo feminizado. O en todo caso,
flotan en un universalismo esterilizado, en una trivialidad
exasperante, con eslóganes tan políticamente correctos que solo
pueden generar efectos inocuos, como quien protesta contra la pobreza
mundial, la mortalidad infantil o la existencia de guerras en el
planeta.
El
machismo y su derivado el patriarcado son formas pétreas, instaladas
durante siglos, por lo que deberían ser abordadas y pensadas desde
posiciones, si se acepta el término, más lentas. Lentitud entendida
en el sentido que toda educación lo es, todo cambio cultural no
acontece de la noche a la mañana, ni se decide su caducidad por ley
o decreto. Un trabajo sobre las generaciones por venir y un trabajo
sobre las actuales, que incluya a las instituciones pero también a
todas aquellas células informales, espacios a veces triviales, a
veces imperceptibles, en donde se agazapan los viejos esquemas, es la
doble tarea. Un trabajo que empieza, claro está, desde el mismo
lenguaje. Y que no termina, tampoco, en las marchas entusiastas.
Sin
embargo, el verdadero peligro de estos movimientos erráticos, sin
una sólida razón política de fondo (salvo que lo que se desee, en
realidad, sea formar un partido político u obedecer a un líder), es
que actúan sobre las luchas ya constituidas, abriendo una brecha que
no hace sino debilitarlas en tanto no entablan con ellas redes de
vecindad y solidaridad. Sustituir aquella relación
explotador-explotado, fundada en las condiciones de producción y
trabajo del capitalismo, por el enfrentamiento hombre-mujer, o
feminismo-machismo, no es un gesto inocente. Si el efecto
(machismo-patriarcado) es tomado como la causa principal, lo que se
consigue es desviar la atención sobre un fragmento y restarle
responsabilidad al todo. A esa maquinaria deglutidora de cuerpos y de
almas, que posee el poder de metamorfosearse y que, precisamente,
necesita de divisiones y fragmentos inconexos para sobrevivir y
enseñorearse sobre sus campos de acción. Más allá de pancartas,
logos coloridos y consignas en rima, es evidente que el problema de
estas
mujeres, que ejercen un feminismo de beligerancia mal dirigida, es el
machismo y, de alguna forma, el hombre en su rol de antiguo
proveedor, una mezcla de tirano y Pedro Picapiedra que todavía lanza
puñetazos sobre la mesa, toma de los pelos a la hembra y la lleva al
fondo de la caverna. Una visión bastante anacrónica dado que hace
tiempo las
mujeres ocupan espacios de decisión, deciden sobre sus cuerpos,
disfrutan de la sexualidad y se constituyen, en muchísimos hogares,
como jefas de familia, y a veces, como único sostén de la misma.
Habría
que pensar la dinámica de este nuevo feminismo desde otro sitio.
Instalar la sospecha. Preguntarse por ejemplo sobre el rol de
poderosas corporaciones, de gobiernos de potencias mundiales y
primeras damas de turno, de estrellas del espectáculo y de cuanto
formador de opinión aparece en los medios de comunicación, que
patrocinan estas rebeliones digitadas como si se tratara de la última
novedad lanzada al mercado global, la que, claro está, contará con
millones de consumidoras. Gesto que constituiría, por otro lado, el
paroxismo del neoliberalismo actual: mercancía y consumidor se
confunden en un todo indivisible. Para muestra, basta un botón, en
este caso, una camisa: según el artículo publicado en The
New Yorker, "The case against
contemporary feminism", en
uno de sus fastuosos desfiles en París la firma Dior lanzó una
prenda con la siguiente leyenda: Todos
debemos ser feministas. Costaba 550
euros.
La
posmodernidad, o época que sucede al fin de los grandes ideales y
relatos, se funda en la idea del fragmento. Lo que desaparece es
precisamente el concepto de totalidad legitimadora, tan caro a la
modernidad, que contemple (y controle) a las mayorías por sobre las
diferencias específicas de cada región. Esta crisis de
representación de las estructuras tradicionales, pero sobre todo,
del concepto mismo de representación, ha dado lugar al protagonismo
de aquellas diferencias. Esto es evidente en la planificación de las
ciudades contemporáneas, con sus guetos de confort autosuficientes,
sus villas y asentamientos, y sus barrios diseñados a medida de
determinadas poblaciones, por lo general en detrimento de otras. La
ciudad se fragmenta en tantos núcleos como sea posible definir e
inventar singularidades y con esto no solo consigue un mayor control
social, dado por la partición y la insolidaridad que inevitablemente
conlleva, sino una mayor eficiencia en el circuito de las grandes
corporaciones proveedoras.
Otro
tanto ocurre con el auge de las minorías, que toman la voz y se
hacen escuchar desde su propia especificidad, con el fin de rebelarse
a un poder que sí se mantiene único, aunque con paradero
desconocido. Grupos que se desprenden de las estructuras
tradicionales debido a una singularidad no comunicable ni
participable con el otro. Así, esta estrategia que podría ser
revolucionaria porque elabora sus propias teorías, con su propio
lenguaje, resultantes de prácticas inherentes y no dictadas por
manuales o esclarecidos, como bien lo definieran Foucault y Deleuze
cuando hablaban del prisiones y psiquiátricos, fracasa, como en la
ciudad contemporánea, cuando no entabla aquellas vecindades. El
enemigo, concepto indispensable ya no como promotor de la historia
sino como promotor de este capitalismo, se diversifica a la medida
del ofendido o relegado. El machista, la mujer, el extranjero, el
inmigrante, el gay, el transexual, el musulmán o la banda de la otra
cuadra, que escucha una música que no me agrada, pueden llegar a
ocupar el lugar de perseguido o perseguidor de acuerdo a quién
ostente el poder de la palabra, y sobre todo los medios para reclutar
la mayor cantidad de oyentes. Este relativismo o polifonía, esta
diversificación transversal en múltiples planos equivalentes y por
qué no, equidistantes, tiene por supuesto su manifestación material
(y a la vez inmaterial) en la vida digital, y especialmente, en las
redes que surcan dicho universo. Cada ofensor u ofendido puede con
extrema facilidad decretar y abolir, reclutar y demonizar, excluir y
amparar, en cuestión de unos pocos segundos, haciendo que el juego
de odios y complicidades no concluya jamás.
Hoy
una movilización mundial, mañana una nueva religión o una nueva
cruzada. Y por qué no, un nuevo holocausto. El objetivo es sostener
estos enfrentamientos y evitar, por todos los medios (la expresión
nunca más literal) que retornen antiguos ideales. O viejas utopías.
Esas que aspiraban a la idea de comunidad, a la solidaridad activa
como forma de lucha y de interpelación a un poder que encuentra en
ellas sus peores enemigos. Ese mismo poder que hoy, camuflado y
seductor, nos conduce con escasa resistencia a catástrofes ya
conocidas.
Zenda Liendivit
Notas
sobre el 8M. El feminismo y el empobrecimiento de la práctica
política (marzo
2018)
En
los 80, herederos de los nefastos 70, se militaba en otra forma. Y
esto no es un lugar común, ni un gesto melancólico. La forma y el
contenido constituían una unidad que era prácticamente imposible
que el poder se apropiara de aquellas luchas, salvo por la fuerza,
claro está. El enemigo era tan claro que no había conciliación
posible. Por eso, era imprescindible la teoría como práctica. Nos
formábamos como militantes (aunque en plenarios y reuniones de
agrupación, a veces termináramos a los gritos). Sin ella, nos
convertíamos en blanco fácil, idiotas útiles, cooptados o
desertores. La lucha nos consumía las 24 hs. del día. Y no era
excluyente: trabajadores, estudiantes, explotados, olvidados del
sistema: todo oprimido era el objetivo y el motor. Y claro está, los
desaparecidos. Ese rasgo tan distintivo de la modernidad, buscar
siempre unidades, totalidades y cofradías incluyentes y solidarias,
es lo que se perdió en esta nefasta postmodernidad. Hoy, hay derecho
de admisión; hoy, hay tenidas que cumplir; hoy hay cinco o seis
reclamos contra un enemigo que es una fantasmagoría, el patriarcado.
Hoy se lucha contra el viento. Por eso, con extrema facilidad, se cae
al otro lado: porque no hay raíces ni saberes ni sustentos. Es la
remera del Che que circula prostibularia y adquiere la identidad de
quien la viste. La primera explicación que se me ocurre es que el
neoliberalismo y también el populismo hicieron muy bien su tarea,
desmantelar los espacios de pensamiento, atacar fuertemente la
educación y la cultura. Hoy, pero desde hace ya décadas, escuelas
medias y facultades están en una orfandad irreparable. No se
producen ideas ni pensamiento crítico. Allí, empezamos a morir un
poco.
Zenda Liendivit
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