En
“Revolución y democracia”, Boaventura de Sousa Santos dice:
“La
tensión entre revolución y democracia recorrió todo el siglo XIX
europeo, pero fue en la Revolución rusa que la separación, o
incluso incompatibilidad, tomó forma política. Es discutible la
fecha exacta en la que esto ocurrió, pero lo más probable es que
fuera en enero de 1918, cuando Lenin ordenó la disolución de la
Asamblea Constituyente en la que el Partido Bolchevique no tenía
mayoría. La gran revolucionaria Rosa Luxemburgo fue la primera en
alertar sobre el peligro de la ruptura entre revolución y
democracia”.
“La
revolución siguió una trayectoria que fue dando cada vez más razón
a las previsiones de Rosa Luxemburgo y fue llevando a cabo una
transición que, en vez de transitar al socialismo, acabó por
transitar al capitalismo, como bien ilustra hoy el caso de China. Por
su parte, la democracia (reducida progresivamente a la democracia
liberal) perdió el impulso reformista y demostró no ser capaz de
defenderse de los fascistas, como lo puso de manifiesto la elección
democrática de Adolf Hitler. Además, el “olvido” de la
injusticia socioeconómica (además de otras, como la injusticia
histórica, racial, sexual, cultural y ambiental) hace que la mayoría
de la población viva hoy en sociedades políticamente democráticas,
pero socialmente fascistas”.
Mucho
antes, Jacques Ellul, en su libro titulado “¿Es posible la
revolución?” completó y profundizó su estudio sobre los
fenómenos revolucionarios de su época, llegando a conclusiones
tremendamente sombrías sobre el futuro y la posibilidad de la
revolución:
«En
la medida en que la revolución necesaria se opone a esa facilidad
que el progreso técnico otorga al hombre, en la medida en que pone
en juego la satisfacción de ciertas necesidades convertidas en
vitales por costumbre y persuasión, en la medida en que rechaza el
avance demasiado evidente hacia ese paraíso, la revolución
necesaria no tiene ninguna probabilidad de éxito. El mito del
progreso ha matado el espíritu revolucionario y la posibilidad de
una toma de conciencia de la actual necesidad revolucionaria. El peso
que hay que levantar es demasiado pesado. El hombre tranquilo, seguro
de que la técnica le proporcionará todo cuanto pueda desear, no ve
la razón para hacer otro esfuerzo que no sea el facilitar este
desarrollo técnico, ni por qué habría que lanzarse a una aventura
incierta y dudosa.»
En
lo que respecta a la idea de “revolución”, la batalla parece
perdida, también por exceso de manoseo. Su uso ha quedado reducido
al campo publicitario-político-tecnológico, para el lanzamiento de
novedosos productos de consumo y para anunciar cada última
innovación tecnológica. Esta deriva tiene su causa en el vaciado
que han echo las izquierdas del original significado político de la
palabra “revolución”, como expresión de la finalidad
emancipatoria de la lucha de clases, hasta su total devaluación, que
si no borra totalmente el concepto, lo reduce a eslogan
publicitario en el mercadeo electoral.
La
política ha evolucionado así hasta quedar reducida a mera actividad
competitiva, que los diferentes “productos”, partidos,
identifican como “democracia”, ocultando su naturaleza
mercantil. La verdad es su primera víctima y hace ya mucho tiempo
que la política es “lo que se dice” y, al mismo tiempo, “lo
contrario de lo que se hace”. La representación es así la
verdad política, un producto sucedáneo que, por su bajo precio,
ocupa todas las estanterias y ya es la toda y única verdad. Surge
como primera y apresurada conclusión la necesidad de restituir la
verdad como concepto universal y previo a la política.
Revolución
y democracia han seguido caminos divergentes hasta llegar a ser tan
incompatibles entre sí como incompatibles ambas con la verdad. Nos
hemos acostumbrado a considerar como “políticamente” normal la
permanente contradicción entre lo que se dice y lo que se hace, una
“normalidad” que ha logrado contaminar al resto de las
actividades y relaciones humanas, hasta el punto de asimilarlas como
“políticas”, ya todo es política y toda la política es “la
democracia”: competencia, mercado, estado, la vida misma.
No
sabría precisar en qué momento, ni por culpa de quién, empezamos a
vernos a nosotros mismos como separados y opuestos a la naturaleza.
Ahí comenzó nuestra involución, nuestro “progreso” hacia
atrás, un regreso al estado primitivo en el que nos regíamos por el
mismo instinto depredador que originalmente compartíamos con otras
especies de primates. Entiendo la evolución de la vida humana como
un proceso perfectivo, que persigue la superación de esa primitiva
fase inicial, de animales depredadores; la entiendo como un proceso
de continua mejora de nuestra inteligencia individual y colectiva,
que se hace ética y moral hasta situarnos en lo alto de la pirámide
de la vida y de la naturaleza toda, que nos hace responsables de su
cuidado y, en su caso, culpables del descuido o cómplices al menos,
como está sucediendo.
Porque,
a diferencia del resto de animales, nosotros hemos desarrollado una
inteligencia que nos permite comprender que siendo parte de la
naturaleza, sobre nuestra especie recae la mayor responsabilidad,
aunque sólo fuera porque de ese cuidado depende la reproducción y
continuidad de nuestra propia especie.
Esa
inteligencia y responsabilidad nos obligan, unívocamente al
reconocimiento de nuestros iguales, de su intrínseca dignidad, a
tratarnos entre nosotros en modo específicamente humano,
superador de aquel instinto primitivo y depredador, evolucionando
hacia modos de vida no competitiva, sino fraternal, convivencial y
cooperativa, modos propiamente humanos, que nos perfeccionan y
perfeccionan la naturaleza en su totalidad.
Ese
trato respetuoso de nosotros mismos es a lo que yo me refiero cuando
digo la palabra “democracia”: a un sistema de vida plenamente
consciente y responsable, en donde no cabe la política en ninguna de
sus facetas conocidas, ni como oficio ni como forzada representación
de la vida.
Durante
casi tres siglos hemos asistido a la evolución histórica de dos
grandes paradigmas enfrentados, revolución proletaria y democracia
burguesa. Muy avanzado el siglo pasado vimos el derrumbe definitivo
de la revolución proletaria encarnada en el sistema soviético,
seguido de la conversión al capitalismo de su versión china, cuyo
“éxito”, paradójicamente, es la mejor expresión de su más que
absoluto fracaso. Todos esos fracasos dejaron el terreno abonado,
preparado para el triunfo y monopolio de la democracia burguesa, en
un periodo de predominio global y absoluto que hoy continúa, en el
que todavía estamos, atrapados en un presente ilusorio, que vive del
crédito a futuro, de la promesa de un progreso sin límites,
acumulando una deuda permanentemente postergada, que no podrán pagar
las generaciones siguientes.
Liberar
a la vida de la política hasta que no haga falta nombrar la
democracia porque ésta sea integral, consustancial con la vida.
Éste es el único programa revolucionario que contemplo.
La
política ha degenerado hasta convertirse en un tumor cancerígeno
exitoso, totalitario y terminal, incompatible con la vida
inteligente e incluso con cualquier forma de vida. Así, entiendo que
la democracia integral, sin resquicios para el adoctrinamiento,
radicalmente opuesta al sistema depredador y totalitario del
Estado-Capital es el programa revolucionario hoy necesario, el
único que puede reconciliar revolución con democracia y ambas con
la vida.
Combatir
el tumor con la propia fuerza de la vida. Seguir el ejemplo de
aquellos enfermos de cáncer que, aún a sabiendas de su escasa
probabilidad estadística, se someten al imperativo ético y moral
que les impulsa a vivir, en estado de desobediencia y rebelión
activas, contra la fatalidad anunciada por todos los pronósticos.
Confinar el teatro -la representación de la vida- a su sitio, a su
condición de ficción y espectáculo, sacarlo de la vida
real...¿quién fue el primer bobo entre todos los bohemios que dijo
“la vida es teatro”, el que así proclamara la supuesta
naturaleza insoportable de la vida?...que por ese supuesto así
estamos, gobernados sólo por bobos, ni siquiera por bohemios.
Por
eso que unos pocos individuos, una exigua minoría entre todos los
presos políticos, las multitudes, nos atrevamos a predicar en los
municipales desiertos del capitalismo estatal y global, a llamar a la
rebelión, a convocar al empadronamiento comunal, al ajuntamiento.
Ese
es el censo en marcha, el sujeto revolucionario del tiempo presente,
por mínimo que sea a fecha de hoy: una asamblea combativa, un sano
ejército de enfermos terminales, deshauciados por la política,
conjurados contra ese cáncer, que nos hemos propuesto extirpar,
erradicar de cada una de nuestras vidas y, quizá, de la faz de la
Tierra.
Por
ahora y de momento, propongo a esta asamblea una Declaración
Universal de los Deberes Humanos que incluya, expresamente, como
primer deber, el de fraternidad universal, del que arrancan todos
los demás, los de libertad, igualdad, el de cuidar y compartir la
Tierra...que llevan implícita la negación de toda democracia sin
revolución y de toda revolución sin democracia.
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