Si en pleno vuelo preguntáramos a un
astronauta qué ve ahí abajo, más concretamente en la punta sur de
Europa, nos dirá que una península, la Ibérica; ¿qué cuántos
países divisa?...nos dirá que dos, España y Portugal. Esto será
lo normal, es lo que la inmensa mayoría piensa. Eso sí, con algunas
variantes, porque muchos entre catalanes y vascos -astronautas o no-
dirían que ven hasta cuatro países. Pues NO es así, esa
apreciación es un gran error, porque tanto el astronauta como la
mayoría de la gente, e incluso como muchos catalanes y vascos, lo que
ven son Estados, no países. Un país es otra cosa, es el paisaje
real, en el que no existen más líneas que las que corresponden a
los cauces de los ríos, las carreteras, los cordales de las
montañas, los bordes de los campos de cultivo y los de la tierra
urbanizada...visto desde el suelo o visto desde el cosmos.
El país es el
territorio en el que se producen la inmensa mayor parte de las
relaciones diarias entre las personas que lo habitamos y que en él
convivimos, que por eso entre nosotros nos reconocemos como
“paisanos”, habitantes de un mismo país. Por eso, nunca oiremos a
ningún aragonés que llame “paisano” a alguien de Cádiz o de
Asturias.
La realidad es el territorio, los mapas son interpretaciones y representaciones de la realidad, pero no son el
territorio. El mapa, como interpretación mental es muy variable,
depende del interés concreto de quien lo dibuja; siempre es un
apunte de un aspecto parcial e imaginado del territorio, de tal modo
que el mapa puede ser geográfico, político, económico,
administrativo, etc, pero, en todo caso, siempre será virtual e
imaginario, sólo real en cuanto dibujo en un papel, algo bien
distinto de la realidad, del territorio, que siempre será algo concreto e integral, no imaginario ni parcial, que existe por sí al margen del punto de vista de
quien pretenda dibujarlo en un mapa.
Por tanto, una cosa es el
mapa y otra es la realidad misma. Y confundir ambas cosas es un error
mayúsculo y de raíz, que acarrea consecuencias de mucha
relevancia. Así es como hemos llegado a nombrar como “comarcas”
o “estados” a lo que son países, territorios, haciendo un uso
retorcido del lenguaje y de los conceptos, que conduce a confusión
al identificar la realidad con su representación, con un dibujo
mental más o menos ilusorio y más o menos interesado. Y a pesar de
esa confusión, cualquier habitante de un territorio, de cualquier
lugar del planeta, todavía hoy sigue sabiendo muy bien a quién y en
qué circunstancias debe tratar a alguien como “paisano” o
“paisana” y a quien no.
Pudiera creerse que el
paisanismo es una terminología localista, que concierne al ámbito
de un uso estrictamente rural, pero no es así. La pertenencia al
territorio es un sentimiento natural y prepolítico, de ámbito y uso
universal, como demuestra el hecho de que cuando, por ejemplo, se
encuentran dos personas del Ampurdán en la cosmopolita Barcelona,
ambas se reconocen como paisanas, cosa que no hacen respecto de los
habitantes de esa gran urbe; pero si el encuentro se produjera en
Amsterdam, entre un ampurdanés y un barcelonés, ambos no dudarán
en considerarse mutuamente como paisanos. Y lo mismo nos sucedería
entre valencianos y portugueses que se encontraran en Singapur, que
ambos se reconocerían y tratarían como paisanos, de la península
ibérica en este caso.
El país es, pues, un
“paisaje” cuyos límites no son fijos ni estrictamente
geográficos, que es tenido como común por quienes lo habitan, es un
territorio tan físico como emocional, sentido por quienes se saben
miembros de la comunidad humana que habita un mismo territorio, cuyo paisaje y condiciones de vida son consideradas como algo
que les trasciende, que les es común, que les vincula física y
espiritualmente, condicionando sus vidas en modo propio y diferente a
los habitantes de otros territorios. Cabe pensar, pues, en un
“paisanismo” identitario, primitivo y natural, preideológico y prepolítico,
tan aldeano como global.
Lo que sucede es que el
territorio concreto en el que vivimos a diario -no de viaje, no
ocasionalmente- es donde con/vivimos realmente, donde nos vemos
obligados a disponer de un orden que nos permita organizar en común
nuestras vidas y relaciones, a ser posible en paz con nuestros
vecinos y con los vecinos de otros territorios. Por eso que, sin
olvidar las necesarias vinculaciones con quienes pueblan otros
territorios, más o menos próximos o lejanos, el territorio/país
que habitamos es el ámbito de la organización política básica, el
natural y comunitario, el propio de la democracia si por democracia
entendiéramos la forma de organizar “en común” la convivencia
entre iguales y el uso de “lo común”, no otra cosa, no eso a lo
que ahora llamamos democracia, tan equivocadamente como llamamos
comarca al país y País al Estado. Así, no parece extraño que El
País, un periódico, tenga un nombre tan equívoco, que nos refiere
a un estado, al igual que otro periódico (El Español), nos refiere
a esa otra ficción que es la españolidad, artificial e
interesadamente construida por el estado español, aplicada a una
parte de los habitantes del territorio peninsular, del país ibérico.
Lo que hoy denominamos
“comarcas” serían lo más aproximado al “país” en ĺa
concepción política que defiendo; creo que también es el ámbito
territorial más aproximado a los países que tendremos que ir
construyendo si lo que nos proponemos es superar las estructuras de
dominación que impiden la emancipación de individuos y comunidades
y que, desde hace demasiado tiempo, hacen imposible el despliegue de la
potencialidad humana. Será una revolución “paisana” a escala
global, o no será.
Pero la paisanía, siendo
condición necesaria no es suficiente. Su naturalidad no basta. El
éxito del regimen de dominación también se fundamenta en la
naturalidad: natural es la depredación como mecanismo de
supervivencia de las especies, natural es el impulso de defender el
territorio propio, el dominio sobre miembros de la propia especie y
de otras, natural es el Capitalismo y el Estado al cabo. Y en esa “naturalidad”
fundamentan su éxito y su perpetuación...tan natural es la noche como
el día, el bien como el mal, natural es la extinción de las
especies...y así hemos llegado a asimilar que sea “natural”
nuestro destino como especie a extinguir. Pero no es lo mismo el
ciclo cósmico -naturalmente imprevisible e incontrolable-, que
provoca las extinciónes, que el ciclo infernal que provocamos nosotros
mismos, tanto si propiciamos como si consentimos una extinción
programada.
Hace falta otra
inteligencia, creativa y rebelde, que supere esta visión natural y
resignada de la existencia, no porque nos situemos por encima del
orden natural, al contrario, sino porque ejerzamos como naturaleza inteligente que somos, naturaleza que quiere sobrevivir,
trascender, superar la dimensión cuantitativa de la vida y alcanzar
la excelencia vital. Una vida que queremos y merece ser trascendente
y que, por tanto, está obligada a ser necesariamente subversiva
contra toda forma de aniquilación de la libertad -autonomía,
dignidad- que constituye la esencia de nuestro ser humanos. Una vida
radicalmente subversiva contra la “naturalidad” del sistema de
pensamiento que nos ha llevado a organizar y a ser organizados en
modo gregario, simplemente cuantitativo, tratando la vida como objeto vanal e
instrumental, de un sólo uso, una vida de usar y tirar.
Además de paisanía,
sentimiento de pertenencia común a un territorio natural, necesitamos
dar sentido a esa “comunidad”, a los bienes comunes de verdad, no a esa pantomima inventada
por las clases dominantes, a ese imaginario “Bien Común” estatal,
que excluye todos los bienes comunes esenciales, los frutos de la
tierra y del conocimiento. Esa mentira sólo puede prosperar en
inteligencias menguadas, no libres, esclavas. Sólo es propiedad del
individuo el producto de su trabajo personal a partir de la materia
prima que son los bienes comunes universales (la tierra y el
conocimiento); todo lo demás, por mucho que se insista en su
“naturalidad”, es un robo legal, sancionado y defendido por las
estatales leyes de la sacrosanta Propiedad...pero un robo al cabo, que hace
burla de la dignidad y la inteligencia de los individuos, que
impide la comunidad y que organiza
totalitariamente la existencia humana.
Y aún así, paisanía y
comunidad, sólo son primeros objetivos, pasos iniciales en ese
apasionante, integral y largo proceso revolucionario que tenemos por
delante. Si medimos lo que aún nos falta para llegar a ello,
tendremos la medida oficial del “progreso”, exacta e
inversamente proporcional a la de nuestro “retraso” real.
No hay comentarios:
Publicar un comentario